C. Michael Waag
PHD
University of Illinois
Entre
los mayores logros de “Mientras llega el día”
están las descripciones de varios lugares de Quito de comienzos del
siglo XIX donde se lleva a cabo la acción, sean el burdel-escuela de brujería
de Candelaria, el interior de varias iglesias, las calles, bodegas y patios de
la ciudad, o de la Plaza Grande en un día de tauromaquia. Entre todas las
descripciones la más destacada es la del insólito interior del hospicio del
convento de la Compañía, donde la acción alcanza el momento determinante. Bajo
la influencia de la fatiga de un brebaje administrado por el hermano betlemita
que cuida a los internos del hospicio, Pedro Matías comienza a contemplar, a la
media luz de un fogón, los macabros detalles del interior del edificio. Como
hipnotizado desciende unas escaleras y entra en un mundo que poco a poco va
desligándose de la realidad y convirtiéndose en otra dimensión cósmica, la de
la muerte. La primera señal que indica
que esta conversión se ha realizado es un intercambio verbal con una mujer viejísima
quien dice que sabe todo de su interlocutor asombrado, aunque éste desconoce a
la anciana. Aquí tiene lugar el intercambio que, a diferencia del resto del
texto, está escrito en forma dialogada. Pedro Matías pregunta:
“-¿Qué sabes de mí?
-Todo,
todo.
-¿A qué te refieres?
-A
todo lo que has sido, a todo lo que sois, a todo lo que serás”. (175)
Pronto emerge de las tinieblas la sombra
de Eugenio Espejo y después de calmarse la admiración de Pedro Matías, los dos
entran en una discusión filosófica de corte existencial y a la vez mística.
Pedro Matías comprende que le quedan contadas horas de vida, pero sin embargo
son horas indispensables y ante todo hay que enfrentarlas, igual que a la
muerte, con firmeza. Espejo le ofrece los siguientes consejos:
“Mientras se agota tu plazo es necesario
que no trepides ante lo que viene… De la noche más tenebrosa surge siempre el
día más radiante… Algo debe morir para que algo resucite. De la muerte propia
surge la vida ajena… Esa es ley atroz de la materia que al espíritu repugna.
Sin embargo, no todo es polvo. …El verbo creador pervive secretamente en cada
fragmento del ser como cálido aliento” (178 – 179)
Rechaza
Pedro Matías la idea de que sea un héroe e insiste en que ha querido ser nada
más que un simple hombre libre. Pero según Espejo “Decidir ser un hombre libre en tiempos de tiranía es una actitud
heroica”. (179). Y más adelante: “Un pueblo que nace necesita tener sus
héroes. No te olvides que en el sepulcro del héroe se mece la cuna de un
pueblo”. (179). Eugenio Espejo no es el único que viene al encuentro de Pedro
Matías en el mundo tenebroso de la muerte. Emerge también la sombra de un
hombre vestido de conquistador español del siglo dieciséis. Se trata del
antepasado de Pedro Matías, Juan de Ampudia quien participó en la fundación de
la ciudad de Quito, o mejor dicho, de la destrucción del Quito indígena y en la
violación de las Vírgenes del Sol que encontraron al profanar el templo
consagrado a la deidad de los Incas. Después de regañarle por meterse con
Espejo, la sombra de Juan de Ampudia urge a su descendiente a cumplir con una
supuesta obligación con los de su linaje español: “sois un Ampudia, de mí
desciendes y, como tal, debes ser fiel a
tu casta, a mi lema: Servir al rey conquistando, dominando, sojuzgando”. (180)
De
pronto aparece otra sombra en cuyo rostro ”las lágrimas habían labrado
profundos surcos” (181). Se trata d Mama Nati y en vida era un virgen del Sol
del templo de Quito al llegar los españoles. Ella intenta poner otra obligación
sobre Pedro Matías.
“¡Véngame
hijo y véngate! La sangre de la violada, mi sangre, sigue aún impune, regada
sobre la tierra. ¡Ay! Desde aquí oigo un río sonando, un río que nunca termina
de pasar. Es la sangre de tanta violación, de tanto flagelamiento mismo de
tanta tortura de los hijos de Atagualipa (sic), mis hermanos. Sin memoria de
antiguas grandezas, hoy arrastrándose están como gusanos sobre el suelo que en
tiempo de los padres fue asiento de su gloria”. (181)
Así
se presenta el conflicto heredado desde la generación de la conquista que
reside en el subconsciente y condiciona el comportamiento del mestizo. Pedro
Matías confronta a estas sombras y toma una decisión que promete dar paso al
descarte del bagaje abrumador que, a lo largo de las generaciones, ha impedido
la autoaprobación de individuos descendientes de la violencia de la conquista.
Dice el protagonista:
“No
soy un forzador de pueblos ni un portador de venganzas. Soy simplemente un
hombre que ama y que sufre; un hombre que busca justicia y lucha por la
libertad… No quiero ser fruto de atávicos rencores. Quiero que mueran en mí las
voces del hombre viejo. Quiero ser huérfano de todas las carnes”. (183)
Tomada
esta última decisión, Pedro Matías, como hombre mestizo latinoamericano, supera
un conflicto al nivel personal, aquel que toda la vida lo acosa y logra, así,
un nivel de libertad psicológica que hasta ese momento no había gozado. Solo lamenta haber demorado hasta los últimos
días de su existencia para liberarse del pasado. Al reflejar con el
acostumbrado fatalismo que así ha sido su destino, Eugenio Espejo interviene,
una vez más, para protestar por esa manera anticuada de pensar y corregirle,
desde el punto de vista racional y aun existencial:
“No,
Pedro Matías, no hay destinos hechos… Tú mismo trazaste tu camino”. Y al
preguntarse el protagonista qué le queda por hacer en las pocas horas restantes
de su vida, Espejo le contesta: “Empezar a ser un hombre nuevo. Correr el
riesgo de ser libre. Afrontar el nuevo día”. (183 – 184)
Cuando
Pedro Matías se despierta de su sueño o andanza en una dimensión más allá de la
vida –cualquiera que ésta fuera queda intencionalmente en un plano
nebuloso- cae en manos de su
perseguidor, el coronel Bermúdez. Acto seguido es conducido, en las tinieblas
de la madrugada, a un calabozo del
cuartel del Real de Lima para internarlo junto a otros patriotas. Sin embargo,
ya no es ese mismo hombre que, la noche anterior, buscaba esconderse en el
hospicio de los betlemitas. Ya es un hombre transformado: “Sintió dolor en sus
muñecas atadas, miró a los soldados que lo custodiaban, aspiró largamente el
aire frío y húmedo del atardecer y, en su intimidad, sintió que nunca había
sido tan libre como en ese momento”. (186)
La
sección 17, capítulo 6, es la más compleja y más lograda a nivel técnico. Se
trata de la conjugación de tres acciones separadas con simultaneidad e
imbricación temporal. Un personaje o
grupo de personajes da cohesión a cada acción. La que sirve de trasfondo
es el saqueo de la ciudad por los Reales de Lima. El capitán Barrantes presiona
a Bermúdez para que cumpla con su promesa de permitir dos horas de saqueo a la
ciudad. Bien enterado de la situación y personajes de Quito, Barrantes lleva un
cañón a la casa de un tal Cifuentes quien tiene la fama de ser el más rico de
la villa. Con un cañonazo tumban la inmensa puerta de roble de la casa, y un
rato después de ganar el interior, lanzan un doble disparo de cañón para tumbar
una pared que esconde el tesoro del avaro Cifuentes. Al salir Barrantes y sus
soldados de la casa violentada, todos ellos con el botín, comienza a caer un fuerte aguacero sobre la
ciudad. Los tres eventos que afectan a la ciudad entera: el estampido del primer cañonazo, los
dos sucesivos que la sacuden un rato después y el aguacero que cae sobre ella,
sirven de punto de referencia temporal en las otras líneas de acción. Éstas, a
su vez, están fragmentadas entre sí,
pero siempre ligadas a la acción de fondo por las tres referencias. En la
segunda línea de acción, el coronel Bermúdez captura, al fin, al cura Coloma
después de semanas de perseguirle. Mientras el coronel permite al clérigo
enterrar a dos mujeres, víctimas del abuso de los soldados, suenan los dos
cañonazos seguidos. El coronel, al escucharlo, maldice a la tropa que ha sacado
los cañones sin su permiso y, poco tiempo después, el astuto cura emplea una
maniobra para escapar. Bermúdez regresa con las manos vacías del cementerio,
lugar desde donde el religioso escapó, furioso por haberse dejado engañar tan
fácilmente cuando, en ese instante, comienza a caer el aguacero para completar así la burla del jefe miliar.
La
alcahueta Candelaria protagoniza la tercera línea de acción quien, en ese
momento se refugia en el convento de San Francisco. Ella es perseguida por
Melchor quien pretende cobrarle su parte en la recompensa que ella ha recibido
del presidente de la Audiencia, su amo, por servicios de delatora. En uno de
los fragmentos de esta línea de acción, Melchor entra en el convento y explica,
ante los circunstantes que allí encuentra, cual es el motivo del estampido de
cañón que acaba de oírse en toda la ciudad. La reacción ante esta noticia
sirve, a su vez, de transición a un
fragmento de otra línea de acción:
“Están
atacando la casa de don Cifuentes –dijo en voz alta un hombre que acababa de
entrar.
Candelaria
que estaba de espaldas a la puerta, no quiso volver el rostro hacia la entrada.
Esa era la voz de su perseguidor; de ello estaba segura y, sin que nadie lo
notara, se escabulló con la misma silenciosa agilidad de una rata.
-La
casa… ¿de quién has dicho? –preguntó Bermúdez al guardia que atravesó ese
momento el umbral del cuartel.
-De
Cifuentes, mi coronel.
-Es
el tipo de quien se dice que es tan rico que se pudre en plata.” (234)
Varias
páginas después, la misma técnica es utilizada para trocar escenas, una vez
más. El coronel Bermúdez presencia, en el cementerio, el entierro que oficia el
cura Coloma de las dos mujeres, cuando oye el doble cañonazo:
“-¡Malditos
hijos de perra! Cómo siguen cañoneando –masculló Bermúdez.
-Ya
les dije que el cañonazo es en la casa de don Cifuentes –recordó Melchor a los
frailes que dejaron de cantar para escuchar, atemorizados, los estampidos”.
(239)
La
historia se cuenta, pero con la ficción histórica hay otras posibilidades
artísticas, entre ellas, las de demostrar. Al dejar de contar y emplear el
recurso de la demostración, el autor de Mientras
llega el día logra algunos de sus momentos artísticos. Por ejemplo, cuando
regresa el coronel Bermúdez del cementerio, fracasado, humillado y empapado, y
se encuentra con Candelaria quien corre y escapa por la escalinata de San
Francisco, la detiene y la acusa de haberle defraudado en un asunto de
alcahuetería. De ahí, comienza a ofenderla verbalmente y termina por cortarle
las faldas con la espada y robarle la bolsa de doblones que llevaba escondida.
Aquí, por la demostración directamente ´proporcionada, en vez de la
información, el lector conoce mucho acerca del personaje Bermúdez, a nivel
sicológico y moral. Al presenciar que así reacciona el coronel ante la
humillación que acaba de sufrir, que en vez de cargar con su furia la desplaza
sobre una víctima fácil y alcanzable. Una demostración semejante se ve durante
una fiesta en la casa del criollo realista Juan Calixto. El coronel insulta a
éste al exponer su opinión de que los
criollos son inferiores a los españoles, lo cual toca un nervio sumamente
sensible en el criollo Calixto. Pero como éste no puede hacer nada contra el
coronel, cae sobre unos sirvientes indígenas que en el patio de la casa han
comenzado a festejar. Al instigador de la fiesta improvisada le manda castigar
a latigazos.
Como
se ha dicho, a la novela histórica se la ha menospreciado porque no es historia
ni ficción. Sin embargo, cada una de ellas tiene su obligación primordial que define
y diferencia a una de otra. Compete a la historia contar la verdad aunque no
sea una verdad creíble, como ocurre muchas veces con los acontecimientos
reales. En cambio, compete a la ficción histórica, como a toda obra de ficción,
crear la ilusión de verdad, aunque ésta
se base en una verdad de la historia. El problema de la verosimilitud se
complica aún más: lo que pudiera parecer verdadero para un lector o una
generación de lectores, puede perder verosimilitud para otro lector o
generación de lectores. Además, hay acontecimientos verídicos que poco pueden
creerse cuando se presentan en la ficción y hay mentiras extravagantes que son
completamente aceptables para los lectores más exigentes. (…)
Tal
vez la verosimilitud sea especialmente difícil de alcanzar en la ficción
histórica porque existe otro texto, la versión netamente histórica de los
mismos hechos, que siempre queda al lado como punto de comparación. De todos
modos, la ilusión de la verdad se logra a través de la debida atención y cuidado a todos los
niveles de la obra: el punto de vista, el lenguaje y la acción, entre otros.
Una de las tentaciones más difíciles de evitar de parte de un autor de ficción
histórica es la de permitir a un personaje una visión histórica del momento ficticio en que vive. En Mientras llega el día hay uno que otro
momento en que un personaje parece poseer una comprensión descomunal de un
momento, de un hecho o de los motivos de sus propias acciones, una comprensión
que solo se podría ganar desde la perspectiva de futuro o desde la
contemplación de uno mismo desde el exterior. Aquí, por ejemplo, el coronel
Bermúdez habla de sus acciones y motivaciones:
“Apenas
me vi de subteniente, pedí ser trasladado a América. Siempre creí que acá se
abren tantos caminos para un noble español
empobrecido y olvidado en su tierra, como yo lo fui. Llegué buscando
fama y riquezas y ¡vaya! no me ha ido tan mal, aunque espero que me vaya mejor.
El haberme casado con la sobrina del virrey del Perú, mejor dicho con su jugosa
dote, no es mal negocio. Eso sí que fue dar un braguetazo”. (131) (…)
El
control del lenguaje para que aparezca habla de determinado lugar y época
también presenta dificultades mayores para la novela histórica, porque no se
trata de reproducir el lenguaje que históricamente se hablaba, sino utilizar un
lenguaje que, al lector, le parezca el que se hablaba entonces. En un pasaje,
Pedro Matías explica su filosofía
progresista al arriero Julián: “La igualdad entre los hijos de esta tierra, te
decía, tiene más sentido que en ningún otro pueblo, porque un indígena como vos
y un criollo como yo somos, al fin y al cabo, hijos de la misma violencia”.
(85) Lo que aquí resalta al oído es una sola palabra: “indígena”, usada como se
la usa en este contexto. Si no me equivoco, la costumbre de utilizar la palabra
“indígena” -para evitar las connotaciones despectivas de la alternativa indio- fue costumbre que comenzó en la
década de los sesenta de este siglo. Si hubiera sido práctica lingüística de
hace muchos años atrás, aunque no de la
época ficticia, no se la habría notado.
Es
evidente que para escribir Historia hay dejar a un lado la ficción; y aunque no sea tan evidente, bien puede ser
verdad que para escribir la ficción histórica hay que dejar la historia a
distancia para dar prioridad a la ilusión y permitir a los personajes que cobren vida propia, una
vida aparte de sus referentes históricos.
-- --------..
*
Fragmentos del ensayo publicado en la Revista Universidad Verdad. No.6. Universidad del Azuay. Cuenca, agosto de
1990.
(1)
Mientras llega el día. Editorial
Grijalbo, (Primera edición). Quito, 1990. P. 91. Las citas posteriores se
referirán a la edición aquí señalada.
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