Juan Valdano
En
1513, Nicolás Maquiavelo escribió El
príncipe. Han trascurrido quinientos años y su libro sigue siendo un
referente en el pensamiento político y, al igual que antes, continúa
despertando polémica. El aporte de Maquiavelo es posiblemente el haber
presentado una visión realista y descarnada del ejercicio de la política cuando
se la concibe como una práctica encaminada a alcanzar y conservar el poder sin
otro fin que el poder mismo, para lo cual el gobernante (o quien aspira a
serlo) pone en juego sus mejores dotes y virtualidades positivas, pero también aquellas
otras negativas que surgen de ese lado oscuro del ser humano y que, en su
obsesión de mando, lo llevan a utilizar el engaño, la astucia y la fuerza
relegando los valores éticos que son, precisamente, los que justifican toda
forma de autoridad y gobierno.
Maquiavelo
dedujo sus reflexiones de la observación de la conducta de los soberanos de la
Italia renacentista. El personaje de quien aprende y a quien admira es César
Borgia, el hijo del papa Alejandro VI, hombre educado para príncipe, “hijo de
rey” y quien aspiraba a una grandeza en la medida de sus ambiciones e
insaciables apetitos. Borgia: personalidad misteriosa y temperamento
melancólico. Cortés cuando convenía, cruel si se enfadaba. Hábil seductor con
la palabra sin dejar, por ello, que trasunten sus ocultas intenciones. Hombre
de inteligencia clara, designio siniestro y voluntad pronta. Nadie sabía a
ciencia cierta qué pensaba ni cómo iba a actuar. Parlamentar con él solo era
posible en la alta noche, cuando sumido en la penumbra de su despacho y en medio
del tenebroso titilar de las velas recibía a Maquiavelo, canciller de la
República florentina. Todos sabían que a su sombra medraban los más crueles
verdugos dispuestos a ejecutar, al pie de la letra, sus decisiones. “Todo ello -deduce el florentino-, le hace temible y
asegura siempre la victoria”.
Desde
que lo conoció, Maquiavelo supo que
tenía delante el modelo de hombre de Estado que en ese tiempo se requería para
unificar Italia: el príncipe que encarnaba la “voluntad de potencia”; aquel que
poseía la capacidad de alcanzar el poder total haciendo uso de todos los medios
a su alcance, tanto lícitos como ilícitos. El dominio así logrado llevará
indefectiblemente al desafuero, a la tiranía. El temor de los súbditos, el silencio del pueblo pasarán
a ser aliados del tirano.
Cuando
Aristóteles definió el arte de gobernar como una actividad sin otro fin que
hacer posible el mayor bien común, puso el fundamento de toda la filosofía
política de Occidente. Ello era factible en la polis griega en la que la ciudad
y el individuo conformaban una unidad. La escolástica tomista no se apartó de
esta doctrina. En 1690, Locke puso el fundamento del poder en el consenso que
proviene de la comunidad. En el siglo XVIII se produjo la gran escisión entre
sociedad civil y sociedad política; entre el momento del consenso y el momento
del dominio. La orientación de la política cambió radicalmente. El
maquiavelismo político había triunfado como un signo más de la modernidad.
La originalidad de
Maquiavelo no está en la doctrina que propone; no está en una idea de poder que
antes de él se la había practicado y se la seguirá aplicando después, sino en
la desfachatez con que la sostiene, atrevimiento que le acarreó no pocos
anatemas y censuras. Los colonialismos europeos, los Estados totalitarios y
fundamentalistas de los siglos XIX y XX, las dictaduras latinoamericanas, las
policías secretas, la prepotencia de las transnacionales del siglo XXI (banca,
petróleo, comunicación) confirman, en el mundo de hoy, la persistencia del
maquiavelismo, doctrina públicamente execrada por todos los políticos, mas
practicada por casi todos ellos. Lo novedoso de El príncipe está en su sentido realista del dominio, en su visión
práctica del ejercicio del mando, en la vistosa retórica con la que viste sus
reflexiones sobre lo sórdido de la política y la oscura proclividad al mal del
corazón humano como, por ejemplo, cuando, sin reparo alguno, defiende el crimen como “obra de arte” si la
necesidad lo pide y si se lo ejecuta con frialdad y eficiencia ejemplares como
medio para afianzar las ambiciones del soberano.
Después
de todo, El príncipe nos deja sus
lecciones. Cuando en una sociedad empiezan a ser aceptados los modelos de
conducta que Maquiavelo presenta como idóneos es porque esa comunidad ha
llegado a un grado tal de corrupción y decadencia moral que el respeto a los valores
éticos y la práctica de las virtudes han caído en lamentable olvido. Cuando
ello ocurre, lo anómalo pasa a ser normal, el embuste es aplaudido, el fraude
celebrado y la justicia es una farsa. Entonces, el abuso del poderoso se convierte en “virtud” del audaz.