Juan
Valdano
El
3 de agosto de 1713, un grupo de ilustrados españoles convocados por el marqués
de Villena firmaron un acta por la cual fundaron la Real Academia de la Lengua.
La institución nació con un propósito: velar por “la elegancia y pureza del
idioma” español, procurando “fijarlo en el estado de plenitud alcanzado en el siglo
XVI”. Solo un año después, y luego de apaciguadas las guerras por la sucesión
del trono español, el rey Felipe V, un francés implantado en el trono de
España, dio su venia y protección a la naciente institución a sabiendas de que en
ella se congregaba una elite intelectual que resistía la influencia gala que, a
partir de 1700, promovía la nueva dinastía borbónica.
En España, por entonces, había una conciencia de rezago y
decadencia, la sensación de ser un país venido a menos en el concierto europeo,
situación motivada por la crisis política. En esas
décadas agobiadas de gris retórica y en las que vientos cargados de
afrancesamiento soplaban desde el otro lado de los Pirineos, el llamado “siglo
de oro”, aquellos años del Emperador Carlos,
pasaron a ser un recuerdo de glorias lejanas, la dolida evocación de
perdidos esplendores. No hay duda de que cierto nacionalismo hispánico, cierto
desquite frente a la injerencia de corrientes extrañas al alma española,
movieron a este grupo de letrados a conformar una sociedad cuya finalidad era
velar por la pureza de un tesoro lingüístico cuyo brillo y expansión estuvieron
unidos a grandes ejecutorias del espíritu y la espada.
Cuidar
el uso correcto del idioma supone dictar normas, definir los significados de
las palabras, formular gramáticas, elaborar diccionarios. Pero ¿quién se atreve a ello? ¿Quién debe
separar el grano de la paja? ¿Quién tiene autoridad para semejante criba y
entendérselas con una tradición de mil años de habla española? Tal ha sido la tarea que la RAE asumió desde su
fundación, hace 300 años. En el siglo XIX, luego de la Independencia de los
países hispanoamericanos, estuvo en peligro la unidad de la lengua por el
intento de separar el español de América del de España. Con buen sentido, la
RAE supo conjurar la amenaza auspiciando la fundación de Academias americanas
correspondientes de las de Madrid, práctica que hoy sustenta una política
panhispánica como corresponde para una lengua que ha desbordado su ámbito
originario. En tal labor hoy colaboran las l9 Academias hispanoamericanas, a
más de la filipina y la norteamericana en conjunción con la Real Española que
en tareas e iniciativas es “primus inter pares”.
Unamuno
afirmaba que la lengua es “la sangre del espíritu”. Al igual que usted, lector,
soy parte de esta comunidad lingüística del español, colectividad conformada
por más de 500 millones de personas en el mundo. Ser parte de un idioma es respirarlo,
es habitarlo, es compartir con otros un torrente de experiencias acumuladas por
la tradición de un pueblo. Como ecuatoriano, como hispanoamericano soy un ciudadano
de la lengua española.