Juan Valdano
La
soberbia Europa, no hay duda, no sería lo que hoy es sin América, sobre todo
sin la América íbera.
En
1992 y cuando el mundo se aprestaba a recordar los 500 años de la aventura de
Colón, se hizo evidente que aquello del “descubrimiento de América”, tal como
lo había expuesto la historiografía tradicional, ya no era sostenible ni desde el punto de vista
histórico y peor aún, político. Es claro que tal interpretación de los hechos
acaecidos a partir de 1492 obedecía a una concepción eurocéntrica de la
historia mundial, proyecto que no fue ajeno a designios expansionistas y colonizadores. Si para la mentalidad europea había existido un
“descubrimiento”, para los pueblos americanos (sobre todo los grupos indígenas)
esa idea resultaba inaceptable. A cambio de ello se habló del “encuentro de dos
mundos”. La nueva nominación si bien calmó los ánimos, no dejó de ser ambigua,
pues si por “encuentro” se entiende un acercamiento amistoso, la conquista
española nada tuvo de ello.
En
todo caso, si algo empezó a develarse en 1492 (además, claro está, del Nuevo
Mundo), fue la Europa misma para los propios europeos. El contacto de los
españoles con el insólito universo americano cambió radicalmente la mentalidad que
los europeos habían tenido acerca de sí mismos. La originalidad del Nuevo Mundo
(tanto antropológica como natural), despertó la conciencia de éstos en el
sentido de que empezaron a reflexionar sobre aquello que los particularizaba
frente a los demás pueblos del orbe. América surgió como un desafío al dogma, a
la Biblia y a la ciencia del Viejo Mundo.
En síntesis, fue gracias a América
que germinó la idea europea en el pensamiento de humanistas como Montaigne. Europa
se descubrió a sí misma. Desde Herodoto, no se había dado una corriente de reflexión
sobre la propia cultura como la que surgió en la Europa del siglo XVI, lo que determinó
el espíritu del Renacimiento
Antes
del siglo XV lo que existía entre el Mediterráneo y el Mar del Norte era una
comunidad de reinos rivales entre sí con un estilo feudal de vida, aglutinados
alrededor de una vivencia colectiva llamada “cristiandad”. A partir del siglo
XVI el hombre europeo empieza a reflexionar sobre las particularidades de su
civilización; introversión que surge cuando mide las distancias que existen
entre él, un cristiano, y ese Otro con el cual se niega a identificarse, pues rehúye
el verse reflejado en ese espejo cóncavo de la humanidad americana.
Para
quienes buscamos comprender nuestra Historia desde una perspectiva andina está
claro que sin América la vieja Europa no hubiese encontrado los caminos de la
modernidad. El Renacimiento, como un proceso endógeno de la cultura europea, se
hubiese dado de todas maneras; sin embargo, sus alcances no habrían sido
iguales sin la experiencia americana. Este “parir” de América a Europa obró de
tal manera que ésta se desprendió de la Edad Media, se abrió a la otredad. La
soberbia Europa, no hay duda, no sería lo que hoy es sin América, sobre todo
sin la América íbera.
Publicado en Diario El Comercio, Quito, Septiembre 2013
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