Juan
Valdano
Personaje imborrable en la memoria
de los cuencanos fue el padre Carlos Crespi, misionero italiano de la orden de
Don Bosco, quien llegó a Cuenca hacia 1923. Llegó, vio y conquistó con ese
arrollador entusiasmo de quien arriba a una tierra virgen en la que mucho había
por hacer, mucho por enseñar y propagar: la luz del evangelio, la letra y la
ciencia; tareas de un auténtico sembrador de civilización. Exhibió
conocimientos de teología, música e ingeniería, pero sobre todo, impactó por
ese su empecinado designio de mimetizarse en la amazonía, pues para ello había llegado,
para predicar a uno de los pueblos más
ocultos y fieros que aún quedaban sobre la faz de la tierra, para ir en pos de
los temibles shuar y cuya tenebrosa fama de reductores de cabezas paralizaba de
terror al incauto que tenía la mala suerte de toparse con uno de ellos en algún
recoveco de la selva.
Años después y luego de haber
ganado muchas almas para el redil de Cristo, decidió remontar a la sierra, harto quizás del aire denso de la selva,
hastiado tal vez de ese aliento de calera que allá se respira, aliento que, si bien hermosea a las orquídeas,
también engorda a las tarántulas. Volvió a Cuenca con una longuísima barba de
profeta, una aureola de bendito y una
fama de enterado; mas también cargado de cerbatanas, diademas emplumadas, abalorios
de chamán, un jaguar disecado y unos
extraños rollos de películas que, según dijo, mostraban la secreta vida de ese
pueblo indómito que, por aquellos años, se lo conocía como “jíbaros”.
Para quienes fuimos niños en los
años cuarenta, inolvidables fueron las tardes de película en el teatro del
padre Crespi. Frente a la amplia explanada de la Plaza María Auxiliadora se
alzaba el larguísimo edificio de las mil ventanas de los salesianos. Recuerdo
que la casa era un enjambre de personas, actividades y cosas en perpetuo ir y
venir. Allí había cabida para una iglesia, una escuela de niños pobres, la sede
de una banda de música, un increíble museo con tesoros “egipcianos” y un teatro.
Y todo ello, bajo la batuta del barbudo misionero. No había tarde de domingo
que al cine del padre Crespi no acudieran cientos de niños para “gustar” la
proyección de tres películas a las que, el “padrecito,” previamente había
recortado escenas que él las juzgaba indecentes. Por el valor de un sucre –que
era el precio de la entrada- uno se divertía con las aventuras de Tarzán y la
“mona Chita” y ello no era todo, lo mejor venía con la yapa: las películas de
Chaplin o de los Tres Chiflados, esa prometida “chistosísima, cómica y final”
que era la que más gustaba a los pequeños. De tarde en tarde, y para variar, el
padre Crespi cambiaba de programa y presentaba obras dramáticas, generalmente
comedias moralizantes y cuyos actores eran los maestros de su escuela. Recuerdo
siempre a uno de ellos que hacía de gracioso, pues representaba el rol de aquel
que se finge tonto. Todo era mirarlo salir al escenario para que el público
comenzara a reír, pues el pobre, a más de bizco, era tartamudo.
Publicado en Diario El Comercio (Quito) 24 - 05 - 2014