Juan
Valdano
Hacia la década de los 40 del siglo pasado habían transcurrido casi
cuatro siglos de vida histórica de la ciudad de Cuenca y la urbe continuaba
retenida al interior de los estrechos lindes que, desde los días de su
fundación, habían marcado los colonizadores hispanos. Circunstancia amable que
a sus vecinos permitía trajinarla a pie de un extremo a otro, lo que la tornaba
tranquila, humanamente accesible.
Más allá de sus fronteras seculares: San Blas al Norte y San Sebastián
al Sur, más allá del barranco que bordea el Tomebamba se extendía el campo
azuayo con sus maizales siempre enhiestos y enflorados, sus huertos de
hortalizas cruzados por acequias rumoreantes, sus aires impregnados del
medicinal aroma de los eucaliptos, los sauces a la vera de un camino, su
liviano olor a retama. A despecho de los pocos resabios de modernidad, la vida
de la pequeña urbe continuaba con su habitual ritmo, atrapada en la murria
provinciana, sin mayores sobresaltos y tentaciones.
Acontecimiento digno de perdurable memoria fue el aterrizaje del primer
aeroplano en un potrero de los arrabales de la villa, hecho ocurrido el 4 de
noviembre de 1920. El protagonista de la audaz hazaña fue el italiano Elia
Liut, un héroe de la guerra que, poco antes, había concluido en Europa. El
ligero biplano de Liut que ese día partió de Guayaquil rumbo a Cuenca, una
frágil estructura de madera y lona, hizo historia al hendir los cielos
ecuatorianos y cruzar, por primera vez, la muralla de los Andes. Hacia las once
de la mañana, la pequeña nave de Liut zumbaba como un moscardón por encima de
las torres de Cuenca. El corresponsal de un diario guayaquileño envió el
siguiente mensaje telegráfico: “A las 11:25 el aviador vuela por el cielo de
Cuenca a 500 metros de altura. Delirio general. Se rompen las campanas. Hurra.
Vivas y cohetes”. Han quedado testimonios del recibimiento afectuoso que en esa
ocasión rindieron los cuencanos al intrépido piloto. Como en todo suceso
memorable y siguiendo una bien sentada tradición morlaca, no pocos bardos de la
ciudad encomiaron en pulidos sonetos la proeza del aviador a quien lo llamaron
“paladín del vuelo,” “haz del hangar latino” y otras cosas por el estilo. Siete
días duró el festejo y siete días después de su aterrizaje en el campo llamado
“de Jericó”, Liut remontó el vuelo con destino a Riobamba. Según lo dijo, le
fascinaba la idea de mirar la sombra de su frágil nave manchando las eternas
nieves del Chimborazo. Acuciosos cronistas guardaron sus palabras de despedida,
palabras que hablan de lo mucho que recibió y vivió en esos días de gloria:
“Cuenca, tierra de las flores, de las bellezas y de los cóndores; la de poetas,
artistas y guerreros; Cuenca que tan galanamente arrojaste sobre mí tus flores
cuando pisé tu suelo de esmeralda, ¡adiós! ¡Adiós cuencanos! Bella Cuenca,
hermosas cuencanas, adiós!”
Publicado en Diario El Comercio 10 - 05 - 2014
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