Juan Valdano
Desde
hace unas décadas, cada 31 de octubre irrumpe en nuestro calendario la extraña
celebración del Halloween. Digo “extraña” por lo intrusa e importada para
nosotros los ecuatorianos, ya que no se origina en ninguna tradición
latinoamericana ni tampoco en las costumbres de los pueblos ibéricos. Su
intromisión y persistencia obedecen, claro está, a ese afán nuestro y nunca
desmentido, de contagiarnos de lo ajeno, de adherirnos a lo foráneo; y, desde
luego, a la eficaz promoción de modelos de conducta que difunde una cultura
globalizada a través de medios de comunicación. Lo cierto es que resulta ya una
costumbre, entre escalofriante y bufa, el presenciar ese día un insólito
desfile de brujas, espectros, cadáveres ambulantes y más tétricos personajes
portando flamígeras calabazas, un aquelarre en el que son los niños los
principales protagonistas.
James
George Frazer, célebre autor de “La rama dorada”, da cuenta de los remotos
orígenes del Halloween. Sus inicios estarían en el festival ígneo que solían
celebrar los pueblos celtas la noche de la “víspera de todo lo sagrado” (All-hallow Even) que es el 31 de
octubre, vigilia de Todos los Santos. En esa fecha, según el calendario celta,
se iniciaba el año nuevo, por lo que los fuegos del Halloween en las montañas
de Irlanda eran ritos purificatorios, la quema de lo viejo y la bienvenida a lo
nuevo. Llega noviembre y en Europa se abren las puertas del invierno, el viento
helado sopla en las desnudas arboledas, vuelve el tiempo de la esterilidad y el
recogimiento. Para los antiguos celtas era el tiempo de la evocación de
aquellos que se fueron, el culto pagano de los muertos. Las ánimas abandonaban
los fríos cementerios para buscar el calor de la antigua casa y, junto a los parientes
vivos, abrigarse en torno al hogar
doméstico. Pero esa noche, los difuntos familiares no llegaban solos, tras
ellos desfilaba una terrorífica procesión de espectros, fantasmas, brujas
volantes, duendes, momias resecas y más habitadores del inframundo quienes vagaban
entre las sombras para aterrorizar al incauto que tenía la mala suerte de topar
con uno de ellos al abrir una ventana o virar una esquina.
Si
estas celebraciones tuvieron su sentido en una sociedad arcaica con pensamiento
mágico ¿cuáles podrían ser los motivos por los cuales persisten en las
complejas sociedades contemporáneas? El Halloween y su culto por lo macabro
bien podría parecer un simple juego de niños, sin embargo, el creciente
entusiasmo que hoy despierta entre nosotros no deja de ser un inquietante síntoma
de algo más profundo. ¿No será que los sentimientos de terror, asco y la
conmoción por lo espantoso se han vuelto algo cotidiano en nuestras vidas? Echemos
un vistazo al espectáculo cotidiano: la crónica roja (crimen, violación,
asalto, sangre) copa los espacios de la prensa; la televisión alimenta un
sentimiento colectivo de horror: la muerte, en su aspecto más espeluznante y
sangriento, está siempre al centro de la escena; personajes monstruosos y
violentos son los héroes que admiran nuestros niños; las quiebras y el desplome
de la economía global son noticias de cada día; el fantasma del terrorismo quita
el sueño en las ciudades; el trauma de la amenaza atómica alimenta la obsesión
colectiva de un apocalíptico final del mundo. La sociedad contemporánea ha
creado un morboso culto a la muerte, fomenta un clima de terror, de tragedia
inminente. En fin, hay una proclividad por lo negativo y asqueroso. A pesar de
que la sociedad del siglo XXI ha alcanzado mayores niveles de bienestar
material y de seguridad social vivimos atenazados por el miedo: la confianza que
antaño teníamos en la comunidad ha sido sustituida por la inseguridad. He aquí
unos cuántos signos que indican que hemos dejado de lado la preferencia por los
valores sociales positivos.
Nov.
2013
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