Juan Valdano
Contaba un
anciano záparo que un mono mientras bebía agua del río Conambo se convirtió en
hombre. Otro mono hizo lo mismo y se transformó en mujer. De la unión de los
dos nació Tsitsano. Un día Tsitsano se
aventuró solo por la selva; al cabo de un tiempo regresó convertido en sabio y poderoso chamán cargado
de lanzas y bodoqueras. Así surgió la nación zápara. Leyendas como esta fueron
recuperadas de la memoriosa oralidad de este pueblo amazónico gracias al empeño
del antropólogo Carlos Andrade quien las publicó en 2001.Para entonces, la
comunidad zápara la conformaban menos de un centenar de individuos. Su hábitat
ancestral ha sido las riberas del río Conambo, en la provincia de Pastaza. Hoy,
según se sabe, la nación zápara está en peligro de desaparecer y, con ella, su
lengua. Recientes noticias dan cuenta de que no pasan de tres o cuatro ancianos
que la hablan.
El mito
bíblico de Babel habla de la proliferación de lenguas como una maldición divina
provocada por aquella audaz desmesura del hombre (auténtica “hybris” en el
concepto griego) al tratar de edificar una torre capaz de llegar hasta las
acuosas alturas del cielo. La condena desató la confusión e incomunicación
entre los seres humanos, el desborde de los dialectos y las lenguas. Sin
embargo, al mito bíblico habría que darle la vuelta ya que, antes que un
castigo, lo que comenzó en Babel fue la consagración de la compleja diversidad
de lo humano expresada a través de mil y un mundos distintos, la señal de la
expansión de las civilizaciones. Cada lengua abarca la realidad según la propia
y singular manera con la que la asume el pueblo que la habla. Georges Steiner
observa que “existen lenguas en los Andes, en las cuales, de una manera
razonable, el futuro está detrás del hablante, ya que es invisible, mientras
que los horizontes del pasado se extienden ante él, abiertos a la vista (aquí
hay enigmáticas analogías con la ontología de Heidegger)”. Hay una relación
directa entre la riqueza léxica y gramatical y la apropiación del mundo y su
entorno; si más rico es nuestro lenguaje, mejor sintonizamos las señales que
emite el universo en el que nos movemos. Cuando muere una lengua se extingue el clamor de un pueblo, se
desvanece un paisaje, se borran las huellas de un pasado ancestral y si no hay
pasado ningún futuro será posible. Si una lengua se muere, un linaje del
espíritu se eclipsa.
No faltan agoreros
que anuncian inminentes apocalipsis para los pueblos que viven en situación de
aislamiento: si no se emprenden acciones de salvamento, más de 6000 lenguas
desaparecerán antes de finalizar este siglo. No solo salvemos la flora y la
fauna; salvemos también al hombre y su palabra. Si solo nos preocupamos de lo
primero y descuidamos lo segundo, ¿de qué servirá un hermoso escenario vacío
del que han desaparecido los actores?
Publicado en Diario EL COMERCIO, Quito (17- 04- 2014)
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