lunes, 18 de abril de 2016

De la felicidad y la política


Juan Valdano

De la felicidad contadas cosas podemos decir: que muchos la buscan, pocos la alcanzan y algunos no creen en ella. La cuestión vuelve al orden del día toda vez que está regresando el Estado paternalista, el que, entre sus ofertas, erige el baratillo de la felicidad. Aquello había ocurrido (y aún ocurre) en regímenes totalitarios con una ideología férrea que no permitía disidencia alguna y en los que las generaciones presentes eran sacrificadas en nombre de una hipotética felicidad futura. Entonces, la felicidad –algo esencialmente privado-, se empantanó en esa cosa viscosa que es la política. En Venezuela, por ejemplo, el presidente Maduro ha creado un pomposo “Viceministerio de la Suprema felicidad del pueblo revolucionario” y vayan a saber ustedes qué significa aquello. En el Ecuador, el gobierno de la Revolución Ciudadana está empeñado en “medir la FIB”  (Felicidad Interna Bruta). Y todos estamos deseosos de saber cuán grande es nuestra FIB, pues, según parece, un genio ha inventado un novedoso felizómetro (valga el neologismo). 

Y es que la misma palabra felicidad tiene un estatus especial en la trama discursiva. Puede convertirse en un tópico entre ingenuo y especulativo; todo depende de quién la mencione y en qué contexto se la evoque. Si lo primero, contagiará de fantasía y puerilidad una historia que, de antemano, consideramos inventada, pues al igual que las hadas, la felicidad contamina de ingenuidad los relatos infantiles. Si lo segundo, bien podríamos zambullirnos en honduras metafísicas. 

 Hoy, la felicidad ha pasado a ser producto cotizado y con mucha demanda. Eso lo saben predicadores, psiquiatras, publicistas y políticos. No hay más que echar un vistazo al supermercado de ideologías que siempre está atiborrado de proveedores y clientes. Allí están los tenderetes de los profetas de la nueva fe, allí los barbudos gurús y maestros orientales con olor a sándalo y palo santo, allí los publicistas con su último adelanto tecnológico (computadoras que reconocen la voz del dueño), allí la tarima de los políticos ofertando el “buen vivir”. Todos prometen lo mismo: el paraíso, el analgésico perfecto, la felicidad a la vuelta de la esquina.

Nos hemos olvidado que la felicidad no es un asunto de charlatanes, fanáticos ni políticos; es algo que incumbe al fuero interno de la persona,  pertenece al campo de la ética. Al Estado le corresponde lo público, el bienestar general de los ciudadanos, lo suyo es la política. La felicidad y la libertad pertenecen al fuero íntimo de las personas. El Estado no debe inmiscuirse en ese ámbito; si lo hace se convierte en el mayor inconveniente para la felicidad del ciudadano. Mientras menos Estado, más individuo; mientras más Estado, menos libertad.


La felicidad supone que, de por medio, hay una insatisfacción, la necesidad de tener algo, ser algo, llegar a ser alguien. Para la mayoría, la felicidad consiste en alcanzar algo ordinario, simplemente sobrevivir. La necesidad cortejada por el deseo lleva a la feliz posesión del bien soñado. A su vez, la carencia adjuntada a la apatía es el principio de la infelicidad.  Si nuestros proyectos están dentro de lo alcanzable, la felicidad será posible; de lo contrario estaríamos condenados, por voluntad propia, a una permanente infelicidad. El impulso a la felicidad es legítima afirmación del yo, la más  depurada expresión del individualismo, un sentirse bien con el entorno, la proyección ética de la conciencia en relación con el mundo.

Publicado en Diario El Comercio de Quito

La generación del “Punto com”


Juan Valdano

Aquellos ecuatorianos que nacieron entre los años 80 y finales de los 90 del siglo XX y que hoy (2016) andan entre los veinte y treinta años de edad conforman una generación emergente en cuya formación gravitaron las circunstancias sociales, políticas y culturales por las que atravesaron el país y el mundo durante esa crucial etapa histórica. Es una generación que hoy busca relevar a las más adultas que, por ahora, tienen en sus manos la conducción de la sociedad. Este novísimo elenco de hombres y mujeres, si bien bisoño, nada tiene de aprendiz; al contrario, y no obstante sus cortos años, se ha preparado a conciencia, sabe tantas cosas nuevas, pues mucho tiene que decirnos y mucho que enseñarnos a nosotros los viejos.

Esta generación a la que me atrevo a llamarla Generación del punto com (pues llegó de mano de la Internet), ostenta un pensamiento y un talante propios, es dueña de excepcionales aptitudes vitales e  intelectuales y posee un acervo de habilidades y conocimientos científicos y tecnológicos, como nunca antes había exhibido generación alguna en el pasado. Está preparada para asumir los retos y responsabilidades que le corresponden en la sociedad que la formó.

A partir de la segunda mitad del siglo XX el mundo contemporáneo experimentó una paulatina aceleración de su ritmo histórico. Hechos inéditos y globales trastrocaron nuestra tradicional sensación del tiempo: irrupción de la bomba atómica, final de la guerra fría, comunicación satelital, redes sociales y consolidación de la aldea global… Hoy se vive con mayor premura y muy poca paciencia. Todo caduca más rápido y aquello que hoy pasa por dogma, mañana será fábula. Circunstancias como las evocadas han provocado que los intervalos generacionales se acortaran y los ciclos vitales de la población se aceleraran. Fanáticos del récord, los adolescentes de ahora acumulan en sus cortas vidas más riesgo y experiencia que en los demorados días que morosamente trajinaron sus abuelos. Ello explica que nuevas olas generacionales con ilusiones y gustos afines irrumpan en la vida de la sociedad ya no cada 30 años como antes sucedía, sino en lapsos más cortos.

Esta es la generación de los “indignados” e inconformes. “¿Por qué –se preguntan ellos- si estamos mejor preparados no accedemos a un trabajo digno? Marginados de la construcción del futuro vegetamos en la desocupación”. ¿Democracia, justicia, libertad de pensamiento, participación social? ¿Existen, en verdad, todos estos valores o solo son gastadas palabras en boca de los políticos? Triste es reconocerlo: aquellos que llegan empiezan a descreer en esos valores que siempre guiaron nuestra convivencia ciudadana. Su decepción surge cuando constatan que otros jóvenes sufren persecución y cárcel cuando, en las calles, expresan su inconformidad; o cuando observan el espectáculo que ofrecen los personajes de nuestra comedia política. ¿Es esto democracia?, se preguntan. Cabreados –y con razón- aquí, como  en otras partes, los jóvenes claman: “¡Democracia real, ya!”
    

 Publicado en Diario El Comercio de Quito (6 de Abril 2016)

Pervivencia hispánica en los Estados Unidos


Juan Valdano

El proyecto de Donald Trump de levantar una muralla a lo largo de la frontera entre los Estados Unidos y México pone en evidencia no solo su desfasada y ahistórica visión del mundo contemporáneo sino, además, devela un inquietante indicio de lo que un sector de la sociedad norteamericana piensa de América Latina y su gente. El descabellado proyecto que este político promete llevar adelante me ha traído a la memoria otras empresas igualmente descomunales e inútiles como lo fueron la Muralla china y el Muro de Berlín. Uno y otro, titánicos esfuerzos que, a la postre, de nada sirvieron a los fines para los cuales fueron concebidos.  

Ser latino hoy en los Estados Unidos cuando un político como Trump promueve su aversión a los hispanos que viven y trabajan en ese país se ha convertido en un reto para ellos, un desafío político, una prueba de supervivencia. Una de las fortalezas de los pueblos latinos ha sido, justamente, su capacidad de resistencia, valor equiparable a su vocación universalista. Hoy más que ayer se ha vuelto necesario defender la pervivencia de la tradición hispánica en los Estados Unidos, una nación que se fundó bajo los principios de libertad, igualdad y tolerancia, razón por la cual no puede desmentir su naturaleza y la tradición de respeto al otro. Repudiar el legado de los pueblos latinos sería negar una parte consustancial de esa nación plural que son los Estados Unidos de América. Aquellos que hoy buscan excluir lo hispano de la vida norteamericana habrá que recordarles que lo español nunca fue algo extraño a la historia de esa nación. La cultura y la lengua españolas estuvieron allí presentes desde el siglo XVII, antes de que se fundara ese gran país que hoy es.

Los pueblos mexicanos y angloamericanos que, por siglos, comparten una misma frontera tienen una historia común, heroicas zagas de hombres animosos y de las cuales dan buena cuenta la memoria de sus habitantes, el español que se habla a un lado y otro del río Bravo, la toponimia del sur y el oeste de los Estados Unidos, pues ahí están esos territorios y ciudades cuyos nombres se los pronuncia ya con acento gringo, ya con rotundidad castellana: Florida, Nuevo México, California, Texas, Los Ángeles, San Diego, San Francisco… ¡Cuánto de fantasía renacentista, cuánto de perseverancia misionera e intrepidez castellana evocan estos nombres!


El hispanoamericano que llega a esa proverbial tierra de los sueños realizados, entra con el ánimo de edificar su vida y hallar un destino para los suyos; llega con la irrenunciable filiación que le otorga su cultura: su ser latino, su lengua castellana, su catolicismo. Una vez instalado allí se afilia o se adapta a las normas y costumbres del país que lo ha acogido, pues no de otra forma logrará respeto y prosperidad en tierra extraña. Con el tiempo, la patria ajena llega a ser  tan entrañable como la propia, pues se convierte en la patria de los hijos, la tierra donde un día yacerán los abuelos. Y esto lo viven y lo llevan en su ánimo cada uno de esos 40 millones de latinos que hoy comparten, por igual, rigores y esperanzas como cualquier otro ciudadano de esa nación. 

lunes, 4 de abril de 2016

El café y la vida literaria


Juan Valdano

Una de esas costumbres agradables que lamentablemente han desaparecido con el arrollador tráfago de esta sociedad posmoderna que vivimos es la del café literario, la convocatoria a la tertulia ilustrada que discurría alrededor de una humeante taza de café. Fue un rito oficiado por intelectuales, gente inquieta y de ideas, escritores y artistas que compartían experiencias generacionales y unas mismas preocupaciones vitales e ideológicas. Del arte de conversar dijo alguna vez  Montaigne que era “el más fructífero y natural ejercicio del espíritu”.

Sabido es que una simple taza de café caliente enciende el motor de las ideas, abre el entendimiento, facilita el camino de la conversación, predispone al diálogo, auspicia la amistad en un clima de sosiego, respeto y tolerancia. Y si, por añadidura, quien lo toma y degusta funge de poeta o soñador el aroma de un buen café (al menos, eso dicen) también congrega a las musas dispensadoras de las artes. Hasta mediados del siglo XX no existió, creo yo, movimiento cultural de importancia que no haya surgido del privado círculo de un café literario, germen de novedosas propuestas, teorías y modas que no tardaban en imponer cambios en el pensamiento y el gusto estético de una época.

El Procope  fue, según parece, el primero y más antiguo café de carácter literario, sus puertas se abrieron en 1686 en el barrio Saint Germain, en París. La iniciativa fue de un italiano que tuvo la idea de ofrecer café a su novelera clientela, exótica bebida procedente del Nuevo Mundo y, por entonces, la preferida en la corte real. Por su aspecto, El Procope nada tenía de taberna. Su ambiente era diferente: mesitas de mármol con sillas alrededor y cuadros en las paredes. Sus viejos muros fueron testigos de mucha historia. Se cuenta que en el París prerrevolucionario lo frecuentaban Voltaire, Rousseau, Diderot y Benjamín Franklin. En sus salones se discutieron los capítulos de “L´Encyclopédie” y no pocos artículos de la Constitución de los Estados Unidos se escribieron allí. Fue allí que se exhibió, por primera vez, el gorro frigio, símbolo de rebeldía. Luego del Procope los cafés literarios se multiplicaron en París y en otras capitales de Europa.

¿Qué había ocurrido en la sociedad europea para que las élites intelectuales se auto convocaran en sitios informales y privados para discutir sobre cuestiones filosóficas, literarias y políticas haciendo una crítica de las costumbres? El burgués había hecho su aparición en la historia; con desprejuiciada actitud se abría paso en medio de una sociedad rígida y dogmática tradicionalmente gobernada por el clero y la nobleza. El burgués laico, pragmático e ilustrado,  liberado del dogma eclesiástico, se proponía juzgar su circunstancia desde un nuevo ángulo: aquel que le ofrecían la razón y la ciencia, la observación de los fenómenos sociales y naturales. El café literario, sitio informal de reunión, ámbito de la amistad y la libre expresión del pensamiento pasó a competir con el púlpito y la cátedra, los dos centros tradicionales de la autoridad y la idea ortodoxa.

En el Madrid de 1830, el Café del Príncipe (incómodo tugurio según Mesonero Romanos), fue lugar de reunión de los más notables intelectuales y políticos de entonces. Liberales, románticos y masones caían allí con toda su ardiente fe y su rabia; allí, poetas, dramaturgos y tribunos fogosos se expresaban, blasfemaban y confundían. Y de allí salió el carácter del primer Romanticismo español.

En el siglo XX, el café literario fue ese lugar donde se parieron todos los “ismos” que pudo concebir la fecunda imaginación estética de esa época. Hacia 1950, Jean Paul Sartre, pontífice del existencialismo, ejercía su magisterio intelectual desde la mesa de un café en el parisino barrio de Saint Germain. Una tradición de siglos persistía, pues desde su nacimiento, allá a finales de XVII, el café literario se convirtió en una institución estrechamente unida a la vida intelectual de Occidente.


Los escritores de hoy inmersos como estamos en una cultura de masas, perdidos en el laberinto urbano de lo impersonal rumiamos lo nuestro en solitario, sabemos más de soliloquios que de diálogos, hemos perdido el sentido de la comunión que caracterizó a nuestros antecesores en el oficio y cual un grupo de sobrevivientes a una catástrofe nos reunimos de cuando en vez para reconocernos y descubrir que somos como Diógenes, aquel varón señero que farol en mano recorría las calles de Atenas en busca de un alguien semejante a él.   

LAS SOMBRAS DEL FUEGO EN EL AGUA


Por: Félix Julio Alfonso López*

(Comentario a El fuego y la sombra, novela de Juan Valdano. Esta disertación fue leída el 15 de febrero de 2016 en la Feria del Libro de La Habana con ocasión de la presentación de la cuartad edición de la mencionada obra y publicada por la Editorial Arte y Literatura de Cuba)

El escritor ecuatoriano Juan Valdano (Cuenca, 1940) es un prolífico autor de relatos, ensayos y novelas. Su bibliografía comprende novelas tan notables como Mientras llega el día (1990), Anillos de serpiente (1998), El fuego y la sombra (2001), La memoria y los adioses (2006). Entre sus ensayos sobresalen La nación ecuatoriana como interrogante (1971), Humanismo de Albert Camus (1973), Panorama de las generaciones ecuatorianas (1976), La pluma y el cetro (1977), El cuento ecuatoriano (1979), Léxico y símbolo en Juan Montalvo (1981), Juan Montalvo: introducción, selección y comentario de textos (1981), Ecuador: cultura y generaciones (1985)  e Historia del Ecuador: Ensayos de interpretación (1985). Así mismo, fue coordinador editorial de la Historia de las Literaturas del Ecuador, primer y segundo volumen de la obra colectiva Literatura de la Colonia (1534-1594 / 1594-1700).
La novela El fuego y la sombra es un texto que puede ser considerado como una novela histórica, al menos en el sentido que este concepto ha alcanzado en las últimas décadas en América Latina con obras y autores tan destacados como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Roberto Bolaños o Fernando del Paso, por solo citar los más importantes. Me refiero, desde luego, a la definición de la nueva novela histórica Latinoamericana también denominada Novela Histórica Posmoderna o Novela Intrahistórica.

La narración que nos propone Valdano en su obra es, en principio, un homenaje a varios autores de la tradición clásica, empezando por el Homero de la Odisea, citado en uno de los epígrafes del libro y extensamente parafraseado a lo largo de la novela; pero también hay muchas citas intertextuales que remiten al Quijote, a Stendhal, a Umberto Eco y a autores latinoamericanos como el Carpentier de Los pasos perdidos, el Asturias de El señor presidente o al Vargas Llosa de El hablador.
La novela comienza, al igual que El nombre de la rosa, con el hallazgo en el convento  quiteño de San Francisco, de un manuscrito escondido tras un altar, enterrado en una caja de plomo. Estos papeles no eran otros que el diario perdido de Juan de Dios Moro, un escritor ecuatoriano de fines del siglo XIX, de ideas liberales y amigo del caudillo progresista Eloy Alfaro, considerado por un conjetural descendiente, su nieto Arístides Moro Leiva. Juan de Dios Moro vendría a ser uno de esos “héroes anónimos de la famosa Campaña Restauradora de 1883 y a quien los historiadores de nuestra literatura habían ignorado, seguramente por un total desconocimiento de su nombre y de su obra”. (1)

El apócrifo “Diario” de Juan de Dios Moro es entonces el cuerpo de la novela que transcurre entre el 30 de abril y el 5 de junio de 1883, mientras su autor y protagonista recorre las aguas del río Cayapas a bordo del lanchón La Colorada, en busca de un cargamento de armas, situado en el puerto de Esmeraldas, destinadas a apoyar a las huestes de Alfaro. El escenario geográfico de este viaje clandestino es la zona norte del Ecuador, una región agreste y selvática, de clima cálido y húmedo, donde se cultiva café, cacao y tabaco, hay tala de árboles y pesca, con una población mayoritaria de origen africano y presencia de etnias aborígenes como Niguas, Lachis, Campaces, Tzáchilas y los propios Cayapas que dan nombre al río.

Aunque las fechas del diario están en orden consecutivo  y la narración de la novela no pretende realizar experimentos con el espacio/tiempo, los acontecimientos del pasado y el presente tal como los rememora Juan de Dios Moro están entrelazados en cada uno de los capítulos, y en este discurso discontinuo vamos descubriendo los azares de su biografía. Hijo de padre desconocido, un antiguo militar en los primeros tiempos de la República y huérfano a temprana edad, su precoz afición a las letras lo llevó a profesar ideas liberales  y frecuentar logias masónicas, en franco desacato a las rígidas costumbres impuestas  en el Ecuador de entonces por el dictador Gabriel García Moreno, uno de los personajes históricos de la novela, junto a Eloy Alfaro e Ignacio de Veintemilla.

Alfaro, viejo luchador contra gobiernos despóticos de Gabriel García Moreno (1861-1865 y 1869-1975) y sus testaferros Jerónimo Carrión (1865-1867) y Javier Espinosa (1867-1869) es aquí apenas una referencia patriótica, un personaje distante y lejano, que apenas tiene desarrollo dramático, solo como corresponsal de Moro. Su retrato, en la pluma del viajero, es el de los próceres liberales y representante de una protoburguesía nacional:

“Mi correspondencia con Alfaro se fue haciendo, con los años, nutrida, puntual, enriquecedora. Luego de una invitación que él me hiciera para que vaya a verlo en Panamá viajé con mis medios desde Tumaco hasta el istmo y allí pude conocerlo personalmente. Era un hombre próspero con muchos negocios entre manos: comercio, agricultura, minería. Hay un temple de líder en su mirada y cierta  calidez en las palabras. Desprendido y generoso, un apasionado por sus ideales  políticos, está convencido de que él será, algún día, quien abra las puertas de este enclaustrado país al mundo moderno”. (2)

Ignacio de Veintemilla (Presidente de 1878 a 1883), un antiguo opositor de García Moreno, aparece aquí bajo el nombre de Ignacio de la Cuchilla, alias “El Mudo”  y es contra su arbitrario régimen que Alfaro prepara una nueva insurrección en el momento que transcurre la novela. En ausencia de este extraño tirano, que solía irse de borracheras y putas, quien manda en su palacio es una resuelta mujer llamada Marietta, bella y valerosa dama que debe enfrentarse a los opositores “exponiendo su vida por defender el mal gobierno de su tío”. (3)

El trazado sicológico de este personaje, Marietta, nos lo presenta el novelista como una mujer culta y delicada, amante de los salones, al punto que
“…sus enemigos reconocen en ella a una mujer sin par, de hermosa figura, inteligencia despierta, carácter definido y una  voluntad pronta y decidida. Los hombres la imaginamos tierna y ardorosa en las batallas del amor. Las mujeres la envidian por su independencia en el actuar, por su lucidez en el hablar”. (4)
El escritor y protagonista  la compara con Manuelita Sáenz, “hembra y consejera” del Libertador Simón Bolívar y esta evocación sirve para un extenso monólogo sobre la condición sumisa y servil de las mujeres en la sociedad “destinadas a rendir el yugo al hombre que les fue escogido por inextricable decisión paterna”, y si no condenadas  a una “vida solitaria de estéril soltería”.

Otras reflexiones sobre el lugar social de las mujeres parecen adelantadas a su época. Moro comenta:
En esta sociedad es lamentable ver que nuestras mujeres, a poco tiempo de casadas, vegetan en una vida opaca de amas de casa, para luego engordar, abandonadas a la inercia. Su misión se resume en parir, criar los hijos y comandar el rebaño de una nutrida servidumbre que pulula en el hogar (…), en pocas palabras: paridora puntual, abnegadísima madre, sirvienta infatigable y… esposa traicionada”. (5)

Sin embargo, el personaje histórico que mayor relieve alcanza dentro de la trama novelesca es Gabriel García Moreno, pues además de autócrata es el tío del primer gran amor de Moro y a la postre su esposa, la sufrida Magdalena del Alcázar. El protagonista describe a García Moreno, cuya tiranía aborrecía doblemente, por su patria y por su amada, como
alto, esbelto y prematuramente calvo. Tenía una voz grave con  resonancias cavernosas y una mirada fía. Vestía de negro impecable, y de su brazo derecho colgaba el bastón”. (6)

En el plano moral lo señala como
hombre vehemente, de acción febril y temeraria (…) hombre capaz de todas las maquinaciones y de todos los  excesos y a quien jamás le tembló la mano cuando hubo, en inúmeras ocasiones, de firmar la sentencia de muerte de algún sedicioso, insurgente contumaz o desfalcador del  erario, pues su divisa siempre fue: <<a quien el oro lo corrompe que el plomo lo reprima>>”. (7)

La prolongada dictadura de García Moreno, en pleno siglo XIX, trató de convertir al Ecuador en un estado teocrático, donde junto a la feroz represión de las ideas liberales y la ausencia de derechos civiles, la Iglesia detentaba inmensos poderes en lo económico, lo jurídico y lo social. Con García Moreno  se llegó incluso al extremo de conceder  la nacionalidad ecuatoriana solo a aquellos que profesaban el catolicismo. Esta asfixiante situación social es descrita por el novelista cuando, por boca de su personaje, dice:
La alegría había sido expulsada por el dictador, no solo de su casa sino del país entero. La risa, el juego y la broma eran mal vistos, a no ser en el Día de los Inocentes. Estaba decretado que todo ciudadano debía ser católico, apostólico y romano. La severidad, la parquedad y la melancolía debían ser virtudes de todo buen cristiano, y por tanto, de todo buen  ciudadano. Este era el país de los hombres tristes”. (8)

En un guiño al escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias y a la saga de novelas sobre dictadores escritas en América Latina, el narrador casi siempre se refiere a García Moreno, uno más  de esa larga lista de tiranos, como El señor presidente.
Otro personaje histórico que alcanza relieve en las páginas de la novela es el escritor Juan Montalvo (1832-1889), amigo de Eloy Alfaro, tenaz opositor de los regímenes de García Moreno y Veintemilla y cuyo folleto La dictadura perpetua inspiró a un grupo de jóvenes liberales para asesinar a García Moreno en 1875. Gran ensayista y hombre de notable erudición en lenguas clásicas, el trato dado a Montalvo en estas páginas aparece marcado por la ambigüedad, pues se le llama “buen escritor aunque no siempre gentil compañero”, (9) incluso cuando es él quien con sus libros, folletos y cartas, enviados de manera clandestina a las logias masónicas, ha inflamado el espíritu libertario de los jóvenes ecuatorianos.  

En otro pasaje de la novela, Moro reflexiona sobre su propia condición como escritor, no sujeto a mandatos serviles ni beneficios pecuniarios, y la compara a la postura acomodaticia de Montalvo. Moro dice de sí mismo:
Escritor, hombre que me entiendo con la pluma, el libro y las ideas, he sido siempre y, a la hora de buscarme el pan, en lo único que confío es en mi propia capacidad y talento. Yo no espero mecenazgos para vivir y hacer lo mío, no golpeo las puertas de los pudientes, amigos o desconocidos para que me mantengan, como en cambio, si lo hacía con tamaño descaro nuestro compatriota, el señor Juan Montalvo”. (10)

La diatriba contra Montalvo continúa diciendo:
Al autor de El Cosmopolita alguien le reprochó que jamás había conocido la virtud del trabajo (lo cual me parce injusto porque escribir es labor extenuante) y que siempre fue un <<hábil escudriñador del bolsillo ajeno>> (calidad que me consta, la cultiva en grado sumo)”. (11)  

Pero El fuego y la sombra, esta novela de Juan Valdano, es sobre todo un libro de aprendizajes y experiencias vitales en el fluir del tiempo, metaforizado aquí en el río Cayapas, y en las múltiples aventuras, lances de amor y peripecias que debe sortear Juan de Dios Moro, el protagonista, para llegar a su destino en el puerto de Esmeraldas. Aquí el juego de espejos con La Odisea es evidente en más de una ocasión, como el episodio en que Moro es seducido por las tentaciones carnales de una negra llamada Flora, de voluptuosas y engañosas caricias, a cuyo frenesí erótico no tarda en ceder, para descubrir luego que sus compañeros de viaje han sido hechizados y convertidos en perros. O en el viaje al interior de la selva con un joven  poeta, en busca de su novia secuestrada por un gigante etíope y tuerto, llamado Policarpo, quien siente una extraía fascinación por los regalos exóticos. Para cerrar este retozo intertextual, en otro pasaje el narrador refiere a unos crédulos ribereños los detalles de sus  episodios por el río y sus desdichados naufragios, diciendo:
Preferí  narrarles la fabulosa  historia de Odiseo y, en vez de poner la acción en el mítico Egeo, les conté como si todo aquello hubiera sucedido en el mismísimo Cayapas. Y cual un mago de ferias trasmuté la realidad –aquella que tiene su dimensión y su peso muy tangibles- por palabras resonantes y jugosas, de tal forma que quedaron ilusionados y contentos, convencidos de  que la historia escuchada había sido verdad, toda ella, y había acaecido tal y como les narré”. (12)

 Pero Moro sabe que la literatura es capaz de crear ilusiones muy poderosas, y lo que ha hecho con sus oyentes no es más que un “hábil escamoteo, la farsa de un cuentero”, y para evitar ser descubierto se escabulle ágilmente.

Este “Diario de Juan de Dios Moro” es también una obra de reflexión sobre la condición humana y la existencia del hombre en el universo. Absorto en la contemplación de la misteriosa selva ecuatorial, con su colosal diversidad vegetal y zoológica, siente ganas de plasmar en música la lujuria de la naturaleza salvaje:
“…una música que, en vez de alejarme de las diarias tribulaciones, me sacudiera y enfrentara a los graves enigmas de la existencia del hombre, este ser que piensa y lucha por ser feliz, este Sísifo que pareciera estar condenado, de por vida y para todos los tiempos, a añorar alguna dicha  que, sin saberlo, extravió en el camino” (13).

 En otro pasaje de resonancias filosóficas existencialistas, dice:           
Igual que un animal herido y alcanzado por la flecha de un cazador anónimo, el hombre corre en busca de un ideal acosado siempre por su destino”. (14)
En otras muchas páginas es el Amor el que guía las cavilaciones de Moro. Amador sin reposo, Juan de Dios Moro conoce el afecto y la pasión de su joven esposa, Magdalena, que sucumbe pronto a la monotonía del matrimonio y a la tristeza de un hijo perdido. Luego cae rendido ante la seducción de Thalía, nombre alegórico de la musa de la comedia, una mujer ardiente, liberal y desprejuiciada que lo espera en el otro extremo del viaje.  En medio del camino fluvial practica la lujuria y el desenfreno erótico entre las piernas de la negra Flora y conoce también el amor sublime y romántico de Eva Jonnes, una joven inglesa que en realidad es un espectro, una visión fantasmagórica, la metáfora de un amor imposible. Al placer de cada búsqueda amorosa sucede la extraña sensación de vacío que deja cada pérdida. Así, el viajero y protagonista afirma en palabras de inconfundible sabor nerudiano:
Tal parece que las historias de amor siempre se repiten, siempre son iguales: un instante solo es la ventura y toda una eternidad es, en cambio, el olvido”. (15)

Entre tantas conquistas sensuales, hay una que no logra consumar con una mujer aborigen, en medio de una orgía a orillas del río. Juan de Dios Moro se resiste a la unión sexual con la india a quien describe como “una de aquellas  sacerdotisas del amor salvaje que busca colmar su insatisfecho apetito”. (16) Aquí hay, en primera instancia, un prurito discriminador hacia la joven que se le ofrece, desconocida y llena de olores extraños. Su virilidad no logra excitarse con la muchacha desnuda que le agarra el sexo con violencia y ríe desconcertada ante el rechazo. Moro apunta que “copular con aquella pobre salvaje, me dije, hubiese sido simplemente un acto de irrespeto a la naturaleza, un acto más de violencia en contra de ella” (17), aunque, a reglón seguido, se pregunta si este pensamiento no sería…
un diletantismo que enmascara ciertas incapacidades mías  para descender a otra clase de relaciones entre los seres humanos, ciertos prejuicios arraigados  que me atan al mástil de la tradición. El ser humano, civilizado o salvaje, vestido o desnudo, es, en el fondo, el mismo”. (18)

Positivista de formación, Juan de Dios Moro enfrenta el dilema de las teorías racistas que predican la inferioridad de ciertos pueblos y etnias, y que en la América Latina del siglo XIX encontró su mayor exponente en la obra del escritor y político argentino Domingo Faustino Sarmiento  y su consabida fórmula de la civilización europea enfrentada a la barbarie americana.  Invirtiendo los términos de aquel falaz argumento, Moro discute la primacía moral de la ciudad sobre el campo cuando exclama:
me ha tocado ver que los hombres más sinceramente piadosos están en la selva y, en cambio, los más salvajes e inhumanos los he conocido, casi siempre, en la ciudad. La verdadera cultura ha salido del seno de la naturaleza y del respeto a ella; en tanto que el destino de las civilizaciones urbanas será la creciente deshumanización”. (19)

Al final del proyecto y recuperadas las armas que debían garantizar el éxito militar del general Eloy Alfaro, Juan de Dios Moro debe enfrentar un último conflicto. Separado de su Penélope, en este caso Magdalena, lo espera el amor absorbente y la pasión inextinguible de Tahlía. Pero Juan de Dios, escritor y aventurero, duda de que este amor sea definitivo, que no sucumba nuevamente al tedio, a la rutina y el hábito que conducen al abismo de la desdicha conyugal. “¿Es la jaula o el vuelo el amor?”, se pregunta atormentado, con la incertidumbre de no tener la respuesta. Thalía le ofrece no solamente la pasión y el atrevimiento, también le promete seguridad económica y la fama venidera de ver un no lejano día publicados sus escritos en Europa a donde le invita a fugarse.
Pero Juan de Dios no cree en la posibilidad de que ese amor clandestino, una vez adormecido por la fortuna y el éxito, sea venturoso. Prefiere eludir las cómodas certezas y perseguir eternamente una existencia entre lo épico y lo azaroso del peligro. Es una criatura romántica y rebelde, exaltada y visionaria, apasionada e insatisfecha. En última instancia, el verdadero sentido de la vida para este Ulises criollo llamado Juan de Dios Moro es precisamente lo que en su diario lo consignó el 30 de mayo de 1883:
Enlazar mi vida a una gran pasión –y en ello soy plenamente un hombre de mi siglo- ha sido siempre, para mí, la epifanía suprema. Amar a una mujer y admirar la belleza en toda mujer bella; mantener insatisfecha la sed del conocimiento y en todo conocimiento ampliar la capacidad de admirarse; ceder al impulso de una gran aventura y en cada aventura desafiar al destino; aceptar la humana existencia como perpetua lucha y en cada batalla saber que son más las derrotas que las victorias; aborrecer la tiranía por sobre todas las cosas y en cada tirano combatir el despotismo; y si de jugarnos la vida se trata, que sea por algo grande como Dios, el honor, la libertad o la patria”. (20)
           
                                                                       La Habana, febrero de 2016

NOTAS:
(1)      Juan Valdano, El fuego y la sombra, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2012, p. 10.
(2)     Ídem, p. 186.
(3)     Ídem. P. 30.
(4)     Ídem, p. 47.
(5)     Ídem, p.47.
(6)     Ídem, p. 75.
(7)     Ídem, pp. 77-78.
(8)     Ídem, p.   73.¨
(9)     Ídem, p. 41.
(10)  Ídem, p. 185.
(11)  Ídem, p. 185.
(12) Ídem, p. 151.
(13)  Ídem, pp. 54-55.
(14)  Ídem, pp. 147-148.
(15)  Ídem, p. 107.
(16)  Ídem, p. 117.
(17)  Ídem, p. 118.
(18)  Ídem, p. 118.
(19)  Ídem, p. 118.
(20)  Ídem, p. 201.


Félix Julio Alfonso López. Ensayista, historiador y profesor universitario cubano. Panelista del programa televisivo Escriba y Lea. Pertenece a la Asociación de Escritores (UNEAC). Autor de varios libros. Director de la Revista Cubana de Pensamiento e Historia, Caliban. Santaclareño nacido en el 1972. Doctor en Ciencias Históricas, Máster en Estudios Interdisciplinarios sobre América Latina, el Caribe y Cuba, Licenciado en Historia y Diplomado en Antropología Social. Es miembro de varias asociaciones profesionales y culturales cubanas, entre ellas la Asociación de Historiadores de América Latina y el Caribe (ADHILAC) y la Unión Nacional de Historiadores de Cuba (UNHIC). Desde 2001 se desempeña como panelista invitado al programa cultural de televisión Escriba y Lea. Ensayos y artículos suyos han sido publicados en revistas, antologías y páginas digitales de Cuba, México, Puerto Rico, Italia, Venezuela, España y en el País Vasco.