Por: Félix Julio
Alfonso López*
(Comentario a El fuego y la sombra, novela de Juan Valdano. Esta disertación fue
leída el 15 de febrero de 2016 en la Feria del Libro de La Habana con ocasión
de la presentación de la cuartad edición de la mencionada obra y publicada por
la Editorial Arte y Literatura de Cuba)
El escritor
ecuatoriano Juan Valdano (Cuenca, 1940) es un prolífico autor de relatos,
ensayos y novelas. Su bibliografía comprende novelas tan notables como Mientras llega el día (1990), Anillos de serpiente (1998), El fuego y la sombra (2001), La memoria y los adioses (2006). Entre
sus ensayos sobresalen La nación
ecuatoriana como interrogante (1971), Humanismo
de Albert Camus (1973), Panorama de
las generaciones ecuatorianas (1976), La
pluma y el cetro (1977), El cuento ecuatoriano
(1979), Léxico y símbolo en Juan Montalvo
(1981), Juan Montalvo: introducción,
selección y comentario de textos (1981), Ecuador: cultura y generaciones (1985) e Historia
del Ecuador: Ensayos de interpretación (1985). Así mismo, fue coordinador editorial
de la Historia de las Literaturas del
Ecuador, primer y segundo volumen de la obra colectiva Literatura de la Colonia (1534-1594 / 1594-1700).
La novela El fuego y la sombra es un texto que
puede ser considerado como una novela histórica, al menos en el sentido que
este concepto ha alcanzado en las últimas décadas en América Latina con obras y
autores tan destacados como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Roberto Bolaños
o Fernando del Paso, por solo citar los más importantes. Me refiero, desde
luego, a la definición de la nueva novela histórica Latinoamericana también
denominada Novela Histórica Posmoderna o Novela Intrahistórica.
La narración
que nos propone Valdano en su obra es, en principio, un homenaje a varios
autores de la tradición clásica, empezando por el Homero de la Odisea, citado en uno de los epígrafes
del libro y extensamente parafraseado a lo largo de la novela; pero también hay
muchas citas intertextuales que remiten al Quijote,
a Stendhal, a Umberto Eco y a autores latinoamericanos como el Carpentier de Los pasos perdidos, el Asturias de El señor presidente o al Vargas Llosa de
El hablador.
La novela
comienza, al igual que El nombre de la
rosa, con el hallazgo en el convento
quiteño de San Francisco, de un manuscrito escondido tras un altar, enterrado
en una caja de plomo. Estos papeles no eran otros que el diario perdido de Juan
de Dios Moro, un escritor ecuatoriano de fines del siglo XIX, de ideas
liberales y amigo del caudillo progresista Eloy Alfaro, considerado por un
conjetural descendiente, su nieto Arístides Moro Leiva. Juan de Dios Moro
vendría a ser uno de esos “héroes
anónimos de la famosa Campaña Restauradora de 1883 y a quien los historiadores
de nuestra literatura habían ignorado, seguramente por un total desconocimiento
de su nombre y de su obra”. (1)
El apócrifo
“Diario” de Juan de Dios Moro es entonces el cuerpo de la novela que transcurre
entre el 30 de abril y el 5 de junio de 1883, mientras su autor y protagonista recorre
las aguas del río Cayapas a bordo del lanchón La Colorada, en busca de un cargamento de armas, situado en el
puerto de Esmeraldas, destinadas a apoyar a las huestes de Alfaro. El escenario
geográfico de este viaje clandestino es la zona norte del Ecuador, una región
agreste y selvática, de clima cálido y húmedo, donde se cultiva café, cacao y
tabaco, hay tala de árboles y pesca, con una población mayoritaria de origen
africano y presencia de etnias aborígenes como Niguas, Lachis, Campaces,
Tzáchilas y los propios Cayapas que dan nombre al río.
Aunque las
fechas del diario están en orden consecutivo
y la narración de la novela no pretende realizar experimentos con el
espacio/tiempo, los acontecimientos del pasado y el presente tal como los
rememora Juan de Dios Moro están entrelazados en cada uno de los capítulos, y
en este discurso discontinuo vamos descubriendo los azares de su biografía.
Hijo de padre desconocido, un antiguo militar en los primeros tiempos de la
República y huérfano a temprana edad, su precoz afición a las letras lo llevó a
profesar ideas liberales y frecuentar logias
masónicas, en franco desacato a las rígidas costumbres impuestas en el Ecuador de entonces por el dictador
Gabriel García Moreno, uno de los personajes históricos de la novela, junto a
Eloy Alfaro e Ignacio de Veintemilla.
Alfaro,
viejo luchador contra gobiernos despóticos de Gabriel García Moreno (1861-1865
y 1869-1975) y sus testaferros Jerónimo Carrión (1865-1867) y Javier Espinosa
(1867-1869) es aquí apenas una referencia patriótica, un personaje distante y
lejano, que apenas tiene desarrollo dramático, solo como corresponsal de Moro.
Su retrato, en la pluma del viajero, es el de los próceres liberales y
representante de una protoburguesía nacional:
“Mi correspondencia con
Alfaro se fue haciendo, con los años, nutrida, puntual, enriquecedora. Luego de
una invitación que él me hiciera para que vaya a verlo en Panamá viajé con mis
medios desde Tumaco hasta el istmo y allí pude conocerlo personalmente. Era un
hombre próspero con muchos negocios entre manos: comercio, agricultura,
minería. Hay un temple de líder en su mirada y cierta calidez en las palabras. Desprendido y
generoso, un apasionado por sus ideales
políticos, está convencido de que él será, algún día, quien abra las
puertas de este enclaustrado país al mundo moderno”. (2)
Ignacio de
Veintemilla (Presidente de 1878 a 1883), un antiguo opositor de García Moreno,
aparece aquí bajo el nombre de Ignacio de la Cuchilla, alias “El Mudo” y es contra su arbitrario régimen que Alfaro
prepara una nueva insurrección en el momento que transcurre la novela. En
ausencia de este extraño tirano, que solía irse de borracheras y putas, quien
manda en su palacio es una resuelta mujer llamada Marietta, bella y valerosa
dama que debe enfrentarse a los opositores “exponiendo
su vida por defender el mal gobierno de su tío”. (3)
El trazado
sicológico de este personaje, Marietta, nos lo presenta el novelista como una
mujer culta y delicada, amante de los salones, al punto que
“…sus enemigos
reconocen en ella a una mujer sin par, de hermosa figura, inteligencia despierta,
carácter definido y una voluntad pronta
y decidida. Los hombres la imaginamos tierna y ardorosa en las batallas del
amor. Las mujeres la envidian por su independencia en el actuar, por su lucidez
en el hablar”. (4)
El escritor y protagonista la compara con Manuelita Sáenz, “hembra y consejera” del Libertador Simón
Bolívar y esta evocación sirve para un extenso monólogo sobre la condición
sumisa y servil de las mujeres en la sociedad “destinadas a rendir el yugo al hombre que les fue escogido por
inextricable decisión paterna”, y si no condenadas a una
“vida solitaria de estéril soltería”.
Otras
reflexiones sobre el lugar social de las mujeres parecen adelantadas a su época.
Moro comenta:
“En esta sociedad es
lamentable ver que nuestras mujeres, a poco tiempo de casadas, vegetan en una
vida opaca de amas de casa, para luego engordar, abandonadas a la inercia. Su
misión se resume en parir, criar los hijos y comandar el rebaño de una nutrida
servidumbre que pulula en el hogar (…), en pocas palabras: paridora puntual,
abnegadísima madre, sirvienta infatigable y… esposa traicionada”. (5)
Sin embargo,
el personaje histórico que mayor relieve alcanza dentro de la trama novelesca
es Gabriel García Moreno, pues además de autócrata es el tío del primer gran
amor de Moro y a la postre su esposa, la sufrida Magdalena del Alcázar. El
protagonista describe a García Moreno, cuya tiranía aborrecía doblemente, por
su patria y por su amada, como
“alto, esbelto y
prematuramente calvo. Tenía una voz grave con
resonancias cavernosas y una mirada fía. Vestía de negro impecable, y de
su brazo derecho colgaba el bastón”. (6)
En el plano
moral lo señala como
“hombre vehemente, de
acción febril y temeraria (…) hombre capaz de todas las maquinaciones y de
todos los excesos y a quien jamás le
tembló la mano cuando hubo, en inúmeras ocasiones, de firmar la sentencia de
muerte de algún sedicioso, insurgente contumaz o desfalcador del erario, pues su divisa siempre fue: <<a
quien el oro lo corrompe que el plomo lo reprima>>”. (7)
La
prolongada dictadura de García Moreno, en pleno siglo XIX, trató de convertir
al Ecuador en un estado teocrático, donde junto a la feroz represión de las
ideas liberales y la ausencia de derechos civiles, la Iglesia detentaba
inmensos poderes en lo económico, lo jurídico y lo social. Con García
Moreno se llegó incluso al extremo de
conceder la nacionalidad ecuatoriana
solo a aquellos que profesaban el catolicismo. Esta asfixiante situación social
es descrita por el novelista cuando, por boca de su personaje, dice:
“La alegría había sido
expulsada por el dictador, no solo de su casa sino del país entero. La risa, el
juego y la broma eran mal vistos, a no ser en el Día de los Inocentes. Estaba
decretado que todo ciudadano debía ser católico, apostólico y romano. La
severidad, la parquedad y la melancolía debían ser virtudes de todo buen
cristiano, y por tanto, de todo buen
ciudadano. Este era el país de los hombres tristes”. (8)
En un guiño
al escritor guatemalteco Miguel Ángel Asturias y a la saga de novelas sobre
dictadores escritas en América Latina, el narrador casi siempre se refiere a
García Moreno, uno más de esa larga
lista de tiranos, como El señor
presidente.
Otro
personaje histórico que alcanza relieve en las páginas de la novela es el
escritor Juan Montalvo (1832-1889), amigo de Eloy Alfaro, tenaz opositor de los
regímenes de García Moreno y Veintemilla y cuyo folleto La dictadura perpetua inspiró a un grupo de jóvenes liberales para asesinar
a García Moreno en 1875. Gran ensayista y hombre de notable erudición en
lenguas clásicas, el trato dado a Montalvo en estas páginas aparece marcado por
la ambigüedad, pues se le llama “buen
escritor aunque no siempre gentil compañero”, (9) incluso cuando es él
quien con sus libros, folletos y cartas, enviados de manera clandestina a las
logias masónicas, ha inflamado el espíritu libertario de los jóvenes
ecuatorianos.
En otro
pasaje de la novela, Moro reflexiona sobre su propia condición como escritor,
no sujeto a mandatos serviles ni beneficios pecuniarios, y la compara a la
postura acomodaticia de Montalvo. Moro dice de sí mismo:
“Escritor, hombre que
me entiendo con la pluma, el libro y las ideas, he sido siempre y, a la hora de
buscarme el pan, en lo único que confío es en mi propia capacidad y talento. Yo
no espero mecenazgos para vivir y hacer lo mío, no golpeo las puertas de los
pudientes, amigos o desconocidos para que me mantengan, como en cambio, si lo
hacía con tamaño descaro nuestro compatriota, el señor Juan Montalvo”. (10)
La diatriba
contra Montalvo continúa diciendo:
“Al autor de El
Cosmopolita alguien le reprochó que jamás
había conocido la virtud del trabajo (lo cual me parce injusto porque escribir
es labor extenuante) y que siempre fue un <<hábil escudriñador del
bolsillo ajeno>> (calidad que me consta, la cultiva en grado sumo)”.
(11)
Pero El fuego y la sombra, esta novela de
Juan Valdano, es sobre todo un libro de aprendizajes y experiencias vitales en
el fluir del tiempo, metaforizado aquí en el río Cayapas, y en las múltiples
aventuras, lances de amor y peripecias que debe sortear Juan de Dios Moro, el
protagonista, para llegar a su destino en el puerto de Esmeraldas. Aquí el
juego de espejos con La Odisea es
evidente en más de una ocasión, como el episodio en que Moro es seducido por
las tentaciones carnales de una negra llamada Flora, de voluptuosas y engañosas
caricias, a cuyo frenesí erótico no tarda en ceder, para descubrir luego que
sus compañeros de viaje han sido hechizados y convertidos en perros. O en el
viaje al interior de la selva con un joven
poeta, en busca de su novia secuestrada por un gigante etíope y tuerto, llamado
Policarpo, quien siente una extraía fascinación por los regalos exóticos. Para
cerrar este retozo intertextual, en otro pasaje el narrador refiere a unos
crédulos ribereños los detalles de sus
episodios por el río y sus desdichados naufragios, diciendo:
“Preferí narrarles la fabulosa historia de Odiseo y, en vez de poner la
acción en el mítico Egeo, les conté como si todo aquello hubiera sucedido en el
mismísimo Cayapas. Y cual un mago de ferias trasmuté la realidad –aquella que
tiene su dimensión y su peso muy tangibles- por palabras resonantes y jugosas,
de tal forma que quedaron ilusionados y contentos, convencidos de que la historia escuchada había sido verdad,
toda ella, y había acaecido tal y como les narré”. (12)
Pero Moro sabe que la literatura es capaz de
crear ilusiones muy poderosas, y lo que ha hecho con sus oyentes no es más que
un “hábil escamoteo, la farsa de un cuentero”, y para evitar ser descubierto se
escabulle ágilmente.
Este “Diario
de Juan de Dios Moro” es también una obra de reflexión sobre la condición
humana y la existencia del hombre en el universo. Absorto en la contemplación
de la misteriosa selva ecuatorial, con su colosal diversidad vegetal y
zoológica, siente ganas de plasmar en música la lujuria de la naturaleza
salvaje:
“…una música que, en
vez de alejarme de las diarias tribulaciones, me sacudiera y enfrentara a los
graves enigmas de la existencia del hombre, este ser que piensa y lucha por ser
feliz, este Sísifo que pareciera estar condenado, de por vida y para todos los
tiempos, a añorar alguna dicha que, sin
saberlo, extravió en el camino” (13).
En otro pasaje de resonancias filosóficas
existencialistas, dice:
“Igual que un animal
herido y alcanzado por la flecha de un cazador anónimo, el hombre corre en
busca de un ideal acosado siempre por su destino”. (14)
En otras
muchas páginas es el Amor el que guía las cavilaciones de Moro. Amador sin
reposo, Juan de Dios Moro conoce el afecto y la pasión de su joven esposa,
Magdalena, que sucumbe pronto a la monotonía del matrimonio y a la tristeza de
un hijo perdido. Luego cae rendido ante la seducción de Thalía, nombre
alegórico de la musa de la comedia, una mujer ardiente, liberal y
desprejuiciada que lo espera en el otro extremo del viaje. En medio del camino fluvial practica la
lujuria y el desenfreno erótico entre las piernas de la negra Flora y conoce
también el amor sublime y romántico de Eva Jonnes, una joven inglesa que en
realidad es un espectro, una visión fantasmagórica, la metáfora de un amor
imposible. Al placer de cada búsqueda amorosa sucede la extraña sensación de
vacío que deja cada pérdida. Así, el viajero y protagonista afirma en palabras de
inconfundible sabor nerudiano:
“Tal parece que las
historias de amor siempre se repiten, siempre son iguales: un instante solo es
la ventura y toda una eternidad es, en cambio, el olvido”. (15)
Entre tantas
conquistas sensuales, hay una que no logra consumar con una mujer aborigen, en
medio de una orgía a orillas del río. Juan de Dios Moro se resiste a la unión
sexual con la india a quien describe como “una
de aquellas sacerdotisas del amor
salvaje que busca colmar su insatisfecho apetito”. (16) Aquí hay, en
primera instancia, un prurito discriminador hacia la joven que se le ofrece,
desconocida y llena de olores extraños. Su virilidad no logra excitarse con la
muchacha desnuda que le agarra el sexo con violencia y ríe desconcertada ante
el rechazo. Moro apunta que “copular con
aquella pobre salvaje, me dije, hubiese sido simplemente un acto de irrespeto a
la naturaleza, un acto más de violencia en contra de ella” (17), aunque, a
reglón seguido, se pregunta si este pensamiento no sería…
“un diletantismo que
enmascara ciertas incapacidades mías
para descender a otra clase de relaciones entre los seres humanos,
ciertos prejuicios arraigados que me
atan al mástil de la tradición. El ser humano, civilizado o salvaje, vestido o
desnudo, es, en el fondo, el mismo”. (18)
Positivista
de formación, Juan de Dios Moro enfrenta el dilema de las teorías racistas que
predican la inferioridad de ciertos pueblos y etnias, y que en la América
Latina del siglo XIX encontró su mayor exponente en la obra del escritor y político
argentino Domingo Faustino Sarmiento y
su consabida fórmula de la civilización europea enfrentada a la barbarie
americana. Invirtiendo los términos de
aquel falaz argumento, Moro discute la primacía moral de la ciudad sobre el
campo cuando exclama:
“me ha tocado ver que
los hombres más sinceramente piadosos están en la selva y, en cambio, los más
salvajes e inhumanos los he conocido, casi siempre, en la ciudad. La verdadera
cultura ha salido del seno de la naturaleza y del respeto a ella; en tanto que
el destino de las civilizaciones urbanas será la creciente deshumanización”.
(19)
Al final del
proyecto y recuperadas las armas que debían garantizar el éxito militar del
general Eloy Alfaro, Juan de Dios Moro debe enfrentar un último conflicto.
Separado de su Penélope, en este caso Magdalena, lo espera el amor absorbente y
la pasión inextinguible de Tahlía. Pero Juan de Dios, escritor y aventurero,
duda de que este amor sea definitivo, que no sucumba nuevamente al tedio, a la
rutina y el hábito que conducen al abismo de la desdicha conyugal. “¿Es la jaula o el vuelo el amor?”, se
pregunta atormentado, con la incertidumbre de no tener la respuesta. Thalía le
ofrece no solamente la pasión y el atrevimiento, también le promete seguridad
económica y la fama venidera de ver un no lejano día publicados sus escritos en
Europa a donde le invita a fugarse.
Pero Juan de
Dios no cree en la posibilidad de que ese amor clandestino, una vez adormecido
por la fortuna y el éxito, sea venturoso. Prefiere eludir las cómodas certezas
y perseguir eternamente una existencia entre lo épico y lo azaroso del peligro.
Es una criatura romántica y rebelde, exaltada y visionaria, apasionada e
insatisfecha. En última instancia, el verdadero sentido de la vida para este
Ulises criollo llamado Juan de Dios Moro es precisamente lo que en su diario lo
consignó el 30 de mayo de 1883:
“Enlazar mi vida a una
gran pasión –y en ello soy plenamente un hombre de mi siglo- ha sido siempre,
para mí, la epifanía suprema. Amar a una mujer y admirar la belleza en toda
mujer bella; mantener insatisfecha la sed del conocimiento y en todo
conocimiento ampliar la capacidad de admirarse; ceder al impulso de una gran aventura
y en cada aventura desafiar al destino; aceptar la humana existencia como
perpetua lucha y en cada batalla saber que son más las derrotas que las victorias;
aborrecer la tiranía por sobre todas las cosas y en cada tirano combatir el
despotismo; y si de jugarnos la vida se trata, que sea por algo grande como
Dios, el honor, la libertad o la patria”. (20)
La
Habana, febrero de 2016
NOTAS:
(1) Juan Valdano, El fuego y la sombra, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2012,
p. 10.
(2) Ídem, p. 186.
(3) Ídem. P. 30.
(4) Ídem, p. 47.
(5) Ídem, p.47.
(6) Ídem, p. 75.
(7) Ídem, pp. 77-78.
(8) Ídem, p. 73.¨
(9) Ídem, p. 41.
(10) Ídem, p. 185.
(11) Ídem, p. 185.
(12) Ídem, p. 151.
(13) Ídem, pp. 54-55.
(14) Ídem, pp. 147-148.
(15) Ídem, p. 107.
(16) Ídem, p. 117.
(17) Ídem, p. 118.
(18) Ídem, p. 118.
(19) Ídem, p. 118.
(20) Ídem, p. 201.
Félix Julio Alfonso López. Ensayista, historiador y profesor
universitario cubano. Panelista del programa televisivo Escriba y Lea. Pertenece a la Asociación de Escritores (UNEAC).
Autor de varios libros. Director de la Revista Cubana de Pensamiento e
Historia, Caliban. Santaclareño
nacido en el 1972. Doctor en Ciencias Históricas, Máster en Estudios
Interdisciplinarios sobre América Latina, el Caribe y Cuba, Licenciado en
Historia y Diplomado en Antropología Social. Es miembro de varias asociaciones
profesionales y culturales cubanas, entre ellas la Asociación de Historiadores
de América Latina y el Caribe (ADHILAC) y la Unión Nacional de Historiadores de
Cuba (UNHIC). Desde 2001 se desempeña como panelista invitado al programa
cultural de televisión Escriba y Lea.
Ensayos y artículos suyos han sido publicados en revistas, antologías y páginas
digitales de Cuba, México, Puerto Rico, Italia, Venezuela, España y en el País
Vasco.