Juan Valdano
El proyecto
de Donald Trump de levantar una muralla a lo largo de la frontera entre los
Estados Unidos y México pone en evidencia no solo su desfasada y ahistórica
visión del mundo contemporáneo sino, además, devela un inquietante indicio de
lo que un sector de la sociedad norteamericana piensa de América Latina y su
gente. El descabellado proyecto que este político promete llevar adelante me ha
traído a la memoria otras empresas igualmente descomunales e inútiles como lo
fueron la Muralla china y el Muro de Berlín. Uno y otro, titánicos esfuerzos
que, a la postre, de nada sirvieron a los fines para los cuales fueron
concebidos.
Ser latino
hoy en los Estados Unidos cuando un político como Trump promueve su aversión a
los hispanos que viven y trabajan en ese país se ha convertido en un reto para
ellos, un desafío político, una prueba de supervivencia. Una de las fortalezas
de los pueblos latinos ha sido, justamente, su capacidad de resistencia, valor
equiparable a su vocación universalista. Hoy más que ayer se ha vuelto
necesario defender la pervivencia de la tradición hispánica en los Estados
Unidos, una nación que se fundó bajo los principios de libertad, igualdad y tolerancia,
razón por la cual no puede desmentir su naturaleza y la tradición de respeto al
otro. Repudiar el legado de los pueblos latinos sería negar una parte
consustancial de esa nación plural que son los Estados Unidos de América.
Aquellos que hoy buscan excluir lo hispano de la vida norteamericana habrá que
recordarles que lo español nunca fue algo extraño a la historia de esa nación.
La cultura y la lengua españolas estuvieron allí presentes desde el siglo XVII,
antes de que se fundara ese gran país que hoy es.
Los pueblos mexicanos
y angloamericanos que, por siglos, comparten una misma frontera tienen una
historia común, heroicas zagas de hombres animosos y de las cuales dan buena
cuenta la memoria de sus habitantes, el español que se habla a un lado y otro
del río Bravo, la toponimia del sur y el oeste de los Estados Unidos, pues ahí
están esos territorios y ciudades cuyos nombres se los pronuncia ya con acento
gringo, ya con rotundidad castellana: Florida, Nuevo México, California, Texas,
Los Ángeles, San Diego, San Francisco… ¡Cuánto de fantasía renacentista, cuánto
de perseverancia misionera e intrepidez castellana evocan estos nombres!
El
hispanoamericano que llega a esa proverbial tierra de los sueños realizados, entra
con el ánimo de edificar su vida y hallar un destino para los suyos; llega con la
irrenunciable filiación que le otorga su cultura: su ser latino, su lengua
castellana, su catolicismo. Una vez instalado allí se afilia o se adapta a las
normas y costumbres del país que lo ha acogido, pues no de otra forma logrará
respeto y prosperidad en tierra extraña. Con el tiempo, la patria ajena llega a
ser tan entrañable como la propia, pues se
convierte en la patria de los hijos, la tierra donde un día yacerán los
abuelos. Y esto lo viven y lo llevan en su ánimo cada uno de esos 40 millones
de latinos que hoy comparten, por igual, rigores y esperanzas como cualquier
otro ciudadano de esa nación.
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