Juan Valdano
De la felicidad contadas cosas podemos decir: que muchos la
buscan, pocos la alcanzan y algunos no creen en ella. La cuestión vuelve al orden
del día toda vez que está regresando el Estado paternalista, el que, entre sus
ofertas, erige el baratillo de la felicidad. Aquello había ocurrido (y aún
ocurre) en regímenes totalitarios con una ideología férrea que no permitía disidencia
alguna y en los que las generaciones presentes eran sacrificadas en nombre de
una hipotética felicidad futura. Entonces, la felicidad –algo esencialmente
privado-, se empantanó en esa cosa viscosa que es la política. En Venezuela, por
ejemplo, el presidente Maduro ha creado un pomposo “Viceministerio de la
Suprema felicidad del pueblo revolucionario” y vayan a saber ustedes qué significa
aquello. En el Ecuador, el gobierno de la Revolución Ciudadana está empeñado en
“medir la FIB” (Felicidad Interna
Bruta). Y todos estamos deseosos de saber cuán grande es nuestra FIB, pues, según
parece, un genio ha inventado un novedoso felizómetro (valga el neologismo).
Y es que la misma palabra felicidad tiene un estatus especial
en la trama discursiva. Puede convertirse en un tópico entre ingenuo y
especulativo; todo depende de quién la mencione y en qué contexto se la evoque.
Si lo primero, contagiará de fantasía y puerilidad una historia que, de
antemano, consideramos inventada, pues al igual que las hadas, la felicidad contamina
de ingenuidad los relatos infantiles. Si lo segundo, bien podríamos
zambullirnos en honduras metafísicas.
Hoy, la felicidad ha
pasado a ser producto cotizado y con mucha demanda. Eso lo saben predicadores,
psiquiatras, publicistas y políticos. No hay más que echar un vistazo al supermercado
de ideologías que siempre está atiborrado de proveedores y clientes. Allí están
los tenderetes de los profetas de la nueva fe, allí los barbudos gurús y maestros
orientales con olor a sándalo y palo santo, allí los publicistas con su último
adelanto tecnológico (computadoras que reconocen la voz del dueño), allí la
tarima de los políticos ofertando el “buen vivir”. Todos prometen lo mismo: el
paraíso, el analgésico perfecto, la felicidad a la vuelta de la esquina.
Nos hemos olvidado que la felicidad no es un asunto de
charlatanes, fanáticos ni políticos; es algo que incumbe al fuero interno de la
persona, pertenece al campo de la ética.
Al Estado le corresponde lo público, el bienestar general de los ciudadanos, lo
suyo es la política. La felicidad y la libertad pertenecen al fuero íntimo de las
personas. El Estado no debe inmiscuirse en ese ámbito; si lo hace se convierte
en el mayor inconveniente para la felicidad del ciudadano. Mientras menos
Estado, más individuo; mientras más Estado, menos libertad.
La felicidad supone que, de por medio, hay una
insatisfacción, la necesidad de tener algo, ser algo, llegar a ser alguien.
Para la mayoría, la felicidad consiste en alcanzar algo ordinario, simplemente
sobrevivir. La necesidad cortejada por el deseo lleva a la feliz posesión del
bien soñado. A su vez, la carencia adjuntada a la apatía es el principio de la
infelicidad. Si nuestros proyectos están
dentro de lo alcanzable, la felicidad será posible; de lo contrario estaríamos
condenados, por voluntad propia, a una permanente infelicidad. El impulso a la
felicidad es legítima afirmación del yo, la más
depurada expresión del individualismo, un sentirse bien con el entorno,
la proyección ética de la conciencia en relación con el mundo.
Publicado en Diario El Comercio de Quito
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