lunes, 18 de abril de 2016

De la felicidad y la política


Juan Valdano

De la felicidad contadas cosas podemos decir: que muchos la buscan, pocos la alcanzan y algunos no creen en ella. La cuestión vuelve al orden del día toda vez que está regresando el Estado paternalista, el que, entre sus ofertas, erige el baratillo de la felicidad. Aquello había ocurrido (y aún ocurre) en regímenes totalitarios con una ideología férrea que no permitía disidencia alguna y en los que las generaciones presentes eran sacrificadas en nombre de una hipotética felicidad futura. Entonces, la felicidad –algo esencialmente privado-, se empantanó en esa cosa viscosa que es la política. En Venezuela, por ejemplo, el presidente Maduro ha creado un pomposo “Viceministerio de la Suprema felicidad del pueblo revolucionario” y vayan a saber ustedes qué significa aquello. En el Ecuador, el gobierno de la Revolución Ciudadana está empeñado en “medir la FIB”  (Felicidad Interna Bruta). Y todos estamos deseosos de saber cuán grande es nuestra FIB, pues, según parece, un genio ha inventado un novedoso felizómetro (valga el neologismo). 

Y es que la misma palabra felicidad tiene un estatus especial en la trama discursiva. Puede convertirse en un tópico entre ingenuo y especulativo; todo depende de quién la mencione y en qué contexto se la evoque. Si lo primero, contagiará de fantasía y puerilidad una historia que, de antemano, consideramos inventada, pues al igual que las hadas, la felicidad contamina de ingenuidad los relatos infantiles. Si lo segundo, bien podríamos zambullirnos en honduras metafísicas. 

 Hoy, la felicidad ha pasado a ser producto cotizado y con mucha demanda. Eso lo saben predicadores, psiquiatras, publicistas y políticos. No hay más que echar un vistazo al supermercado de ideologías que siempre está atiborrado de proveedores y clientes. Allí están los tenderetes de los profetas de la nueva fe, allí los barbudos gurús y maestros orientales con olor a sándalo y palo santo, allí los publicistas con su último adelanto tecnológico (computadoras que reconocen la voz del dueño), allí la tarima de los políticos ofertando el “buen vivir”. Todos prometen lo mismo: el paraíso, el analgésico perfecto, la felicidad a la vuelta de la esquina.

Nos hemos olvidado que la felicidad no es un asunto de charlatanes, fanáticos ni políticos; es algo que incumbe al fuero interno de la persona,  pertenece al campo de la ética. Al Estado le corresponde lo público, el bienestar general de los ciudadanos, lo suyo es la política. La felicidad y la libertad pertenecen al fuero íntimo de las personas. El Estado no debe inmiscuirse en ese ámbito; si lo hace se convierte en el mayor inconveniente para la felicidad del ciudadano. Mientras menos Estado, más individuo; mientras más Estado, menos libertad.


La felicidad supone que, de por medio, hay una insatisfacción, la necesidad de tener algo, ser algo, llegar a ser alguien. Para la mayoría, la felicidad consiste en alcanzar algo ordinario, simplemente sobrevivir. La necesidad cortejada por el deseo lleva a la feliz posesión del bien soñado. A su vez, la carencia adjuntada a la apatía es el principio de la infelicidad.  Si nuestros proyectos están dentro de lo alcanzable, la felicidad será posible; de lo contrario estaríamos condenados, por voluntad propia, a una permanente infelicidad. El impulso a la felicidad es legítima afirmación del yo, la más  depurada expresión del individualismo, un sentirse bien con el entorno, la proyección ética de la conciencia en relación con el mundo.

Publicado en Diario El Comercio de Quito

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