Por: Juan Valdano
(Incluido en el primer volumen de Brújula del Tiempo. Editado por la Casa
de la Cultura Ecuatoriana. Quito, 2016)
Vamos de la mano mi libro y
yo.
Michel de Montaigne
Pobre e inexacta es la enunciación que
el DRAE consigna sobre la palabra “ensayo”. Dice: “Ensayo: Acción y efecto de ensayar. 2. m. Escrito en prosa en el cual
un autor desarrolla sus ideas sobre un tema determinado con carácter y estilo
personales. 3. m. Género literario al que pertenece el ensayo”. No es de
extrañar esta generalidad cuando se trata de explicar la naturaleza del más
moderno de los géneros literarios. No
obstante hay aquí una palabra que, a mi parecer, da en el clavo: el verbo ensayar. Y en seguida salta la pregunta:
ensayar ¿qué? Es esto lo que intentaré responder aquí.
La retórica clásica, a partir de
Aristóteles, había identificado los rasgos propios de la lírica, la épica y la
dramática, los tres géneros tradicionales, pero del ensayo nadie se ocupó sino
solo a partir de finales del siglo XVI. Los preceptistas del siglo XVIII (Boileau,
Luzán) establecieron las pautas que supuestamente se cumplen en cada uno de los
géneros tradicionales, normas que las dedujeron del estudio de las obras
maestras de los clásicos griegos y latinos. Estos “legisladores el Parnaso”,
como se los llamó, dictaron, desde la estética neoclásica, las reglas que el
poeta debía respetar al crear su obra. Tal dictadura fue, evidentemente, desobedecida
por los románticos del siglo XIX quienes en asuntos del buen gusto, así como en
lo relacionado a la expresión del pensamiento, optaron por la libertad y la
espontaneidad del genio. Luego de estas batallas entre eruditos y poetas (como
la de Hernani, la más celebrada de
todas y que tuvo a Victor Hugo como su protagonista), lo que quedó en claro fue
que los géneros literarios son formas propias de la comunicación humana, estructuras
que los griegos –en esto como en tantas cosas- habían plasmado y que la
tradición las consagró como modelos de validez permanente. Tal idea fue el
sustento del clasicismo.
Fue Benedetto Croce en el siglo XX quien
negó fundamento teórico a toda división en géneros. Karl Vossler se sumó a esta
desconfianza. Hoy en día, este enfoque netamente retórico ha perdido vigencia.
Lo que prima es destacar la naturaleza particular de una obra literaria. Como
dice Wolfgang Kayser: “cada obra poética posee tan esencial singularidad, y lo
poético es tan individual y uno en sí mismo, que toda subordinación a un grupo
solo puede apoyarse en exterioridades”. (1)
No obstante de ello, soy de los que afirman que los géneros literarios
parten de una actitud propia y característica, la cual determina su naturaleza
y su tono.
Si partimos de la idea de que los géneros
literarios son modos particulares de representar el mundo, debemos concluir
entonces que, para cada uno de ellos existe una actitud específica del yo
poético, actitud que es adoptada con la intención de representarlo de un modo u
otro. Cada género literario obedece, por lo tanto, a una determinada actitud comunicativa. La
necesidad de expresar los íntimos sentimientos de un yo poético es la esencia
de lo lírico; narrar una anécdota con tono objetivo será siempre la actitud
propia de lo épico y el representarla con gestos y palabras es la esencia de lo
dramático. La pregunta que entonces surge es ¿y el ensayo dónde queda? ¿Cuál es
la forma propia del ensayo, cuál la
actitud que, en este caso, adopta el yo poético, en fin, qué determina la
manera de ser de este género?
A pesar de contar con una antigua y
noble tradición –que parte de los diálogos
platónicos- el ensayo, como género prosístico, no fue adjuntado sino
modernamente a la tríada de los géneros clásicos. Así pues, junto a la lírica,
la épica y la dramática debemos incluir al ensayo, pero no a cualquier texto en
prosa sino exclusivamente al ensayo literario. Y valga esta aclaración hecha a
tiempo porque si estamos hablando de arte literario, lo que en otras épocas
llamaban las “bellas letras”, debemos excluir aquí aquellos textos cuya
finalidad no es estética sino científica,
pragmática, meramente informativa o periodística. “El discurso literario y el
científico –precisa Claudio Maíz- han sido diferenciados, en virtud de que el
primero practica un uso emotivo del
lenguaje, en tanto que el científico se caracteriza por su peso en lo referencial”
(2). El lenguaje literario se opone al científico; el primero es polisémico, el
segundo es unívoco.
A partir de Michel de Montaigne el
ensayo literario adopta la forma moderna con la que hoy lo conocemos. Fue él
quien dio un nombre y le otorgó ese carácter que le es propio. Así pues leyendo
los ensayos de Montaigne podemos
decir en qué consiste este género, cuáles son sus formas y fronteras. “El logro de Montaigne –dice Harold Bloom-
fue fusionarse con su libro en un acto que solo podemos llamar originalidad (…)
donde ser original es ser raro. (…) Montaigne cambia a medida que relee y
revisa su propio libro; más quizás que en cualquier otro libro, el libro es el
hombre y el hombre es el libro. Ningún otro escritor se oye a sí mismo con
tanta agudeza como lo hace Montaigne; ningún otro libro es una obra en marcha”
(3). El libro es el hombre, ha dicho Bloom. En su obra se vierte el ensayista.
Individualidad, subjetividad, confesión, autorretrato, diálogo desde los
linderos, en fin intentos por alcanzar un aspecto de la realidad, intentos por
conocerse y explicarse, el ensayo como
intento: tal es la actitud que caracteriza a todo ensayo literario. Alfonso Reyes encuentra que el ensayo es uno
de los nuevos géneros discursivos que se han extendido por América Latina y
Europa. Lo concibe como “Prosa no
ficcional destinada a tratar todo tema como problema, a ofrecer nuevas maneras
de ver las cosas, a reinterpretar distintas modalidades del mundo, a brindarnos
nuevas síntesis integradoras, ya exploraciones de frontera y de límite, cruces
de lenguajes, en un estilo ya denso y profuso, ya denso y lúdico, tal vez la
única frontera que separe al ensayo de otras manifestaciones en apariencia
afines sea el ejercicio de responsabilidad de poner una firma y un nombre que
lo respalde…” (4)
La actitud ensayística parte, creo
yo, del asombro y la inquietud frente al
mundo, admiración que despierta en el escritor la necesidad de comprenderlo y
luego, el deseo de explicarlo, para lo cual, desde su experiencia y emoción, ensaya acercamientos a la realidad,
intentos de descifrarlo a partir de la lógica y la estética, aunando en ello, pensamiento
e imaginación. Su objeto es dar respuestas (provisionales respuestas, claro
está) a los grandes problemas del ser humano y la cultura. El ensayo enlaza lo
particular con lo universal, la experiencia privada del escritor con la
tradición universal. El ensayo no puede abstraerse del contexto del que surge
aunque tampoco debe reducirse a su entorno.
El punto de partida de la actitud
ensayística es la subjetivación del discurso. Como en todo texto poético, el
ensayista habla desde su experiencia. Al igual que Sócrates en la Apología, al igual que San Agustín en
las Confesiones su diálogo es un
“diálogo en el umbral” (Bajtin), lo que equivale a decir, surgido desde una
circunstancia original y en la que las palabras, liberadas de todo automatismo,
ahondan en interioridades y despojamientos. Y es este “impulso confesional” lo
que marca al ensayo moderno.
El ensayista sabe que su enfoque siempre
será relativo y personal de la realidad que intenta descifrar. El verdadero
ensayista parte de la búsqueda sincera de la verdad, búsqueda humildemente asumida.
Parte del “solo sé que nada sé” y del
“conócete a ti mismo” socráticos. Ello
le distancia del científico quien aspira abarcar la totalidad de la
racionalidad de los fenómenos. La ciencia se asienta en lo objetivo, mensurable
y comprobable. La literatura, el arte van por otros caminos. Son formas
diferentes de apropiación del mundo. Naturaleza
propia del ensayo es permanecer al interior de los linderos del escepticismo. La
duda y el ahondamiento en la propia visión del mundo son sus caminos. Nada es
definitivo, todo es relativo porque, según el arte, todo guarda el multiforme
aspecto de lo variable y contradictorio. Con modestia, el ensayista sabe que son
alcanzables solo ciertos aspectos de lo real. Si después de todo yo, un
ensayista, arribo a una opinión, siempre
será mi verdad, una conquista
personal y fragmentaria, jamás la Verdad. Cada ensayo es una visión inacabada
del objeto sobre el cual se discurre, un intento por atrapar un fragmento de la
realidad, un ejercicio, una pirueta, una tentativa más por dar con la verdad de
algo. De ahí la actitud escéptica del qué
sais je? de Montaigne, de ahí, su fragmentarismo, su escepticismo esencial,
su individualismo, su modernidad. Si cada ensayo es un logro relativo, la
conquista de un fragmento de lo real, ¿dónde está la unidad de un libro de
ensayos que, como el presente, recoge decenas de ellos, textos que, desde esta
perspectiva, son intentos por capturar la escurridiza realidad de las cosas? La
unidad de un libro –como el
presente- que en sus páginas recoge
varios ensayos en sí mismo fragmentarios estaría en la personalidad del autor, en su
visión, en su impulso creador, en su estilo, quizás. Y es esto lo que confiere
al ensayo ese subjetivismo tan propio de este género.
Una expresión de ese fragmentarismo
tan propio del ensayo literario es la recurrencia a la digresión. Juan Montalvo
hacía gala de esa habilidad suya de abandonar un tema en el que nos había
involucrado para ir a otro; retroceder o avanzar dando curvas, virando a un
lado y otro, lo cual, según él, confería agilidad y fuerza a su estilo.
Oigámosle: “Bien como los soldados en sus evoluciones cambian de frente cuando
menos lo esperan los espectadores, y toman otra dirección, así nosotros,
después de este proemio que venía prometiendo un mar de poesía, le volvemos la
espalda, y acometemos a tratar un asunto más positivo y triste” (5). Por lo
visto, su intención no es trajinar por la línea recta de una avenida, sino por
el tortuoso sendero de un parque que caprichosamente da vueltas ya a derecha,
ya a izquierda. Su actitud es la del paseante ocioso que disfruta del paisaje,
no la del peatón apurado que escoge, de
manera lógica, el camino más corto para ir de un punto a otro. La lógica del
ensayista es, por supuesto, la misma del filósofo; solo que el ensayista es un
esteta, un conversador sin apuros que gusta desviarse del camino, perderse a la
buena de Dios y disfrutar de aquello que descubre en su aventura, y el
filósofo, en cambio, es aquel que se concentra en cada paso que da, el peatón
que mide la ruta, que ni se detiene ni desvía del camino.
La digresión es algo consustancial y
propio del ensayo literario. Lo hallamos en Montaigne y en tantos ensayistas
como es el caso de Juan Montalvo. Es el extravío temporal del hilo discursivo
para dar paso a un inesperado torrente de ideas que aparentemente nos alejan
del asunto principal. La digresión se explica, a mi entender, porque el ensayo
surge de una actitud netamente literaria. Con ello quiero decir que el autor
penetra en la realidad a partir de su visión personal, desde su experiencia,
desde el íntimo llamado de la asociación de ideas. El pulso de su prosa es el
pulso de su pensamiento, la palpitación de la idea es la urgencia con la que
ésta comparece en la frase y, al hacerlo, dicta la dilatación o el encogimiento
del estilo. Michel de Montaigne, anota Jorge Edwards, “era una mente en
movimiento, que se corregía a sí misma, que rectificaba a cada rato, que
ingresaba a senderos laterales, que se extraviaba y no se preocupaba de salir
de su extravío. Un maestro consumado de la digresión: sabía retomar el hilo del
discurso y también sabía abandonarlo, olvidarlo, acabar su cuento con un acorde
diferente, dejando cabos sueltos por un lado y por otro. En otras palabras una
mente imprevisible. Dicho lo anterior, puedo concluir que el maestro nos
autoriza y nos autorizará siempre a la digresión. Su sombra, su aura, su
espíritu particular, su humor soterrado, nos llevan a los caminos laterales, a
los paréntesis, a los hilos sueltos. Es
la idea esencial de producir ensayos: ensayar un sendero, y si no
conduce a ninguna parte, desandar lo andado y ensayar otro. Y termina en la
mitad del tercero o del cuarto, sin la menor necesidad de darle un cierre, un
desenlace determinado, una moraleja. Su escritura es un ritmo que prosigue, una
actividad ociosa” (6).
Leer a un gran ensayista (Montaigne,
Juan Montalvo, José Martí, Ortega y Gasset, Albert Camus, Alfonso Reyes, Jorge
Luís Borges, Mario Vargas Llosa o George Steiner) es ver el mundo con los ojos
de un testigo de excepcional valor, riqueza
y experiencia. Un ensayista es siempre un hombre de buena fe (salvo
excepciones, claro), un espectador que dice lo que ve y piensa. Su testimonio,
antes que proporcionarnos respuestas, nos plantea preguntas, siembra inquietudes.
Quien busca en él bálsamos o alivios mejor no lo lea. Todo gran ensayista nos
desvela, nos intranquiliza. Al dar un
testimonio personal de su mundo, el ensayista se aventura, incluso, a teorizar
sobre sí mismo: filósofo de su vivencia, de su época y circunstancia. Montaigne
decía: “preferiría entenderme bien a mí mismo antes que entender bien a
Cicerón”. Actitud socrática y principio de sensatez práctica. En fin, la
literatura como espejo, un espejo en el que el hombre se mira en su perecedera condición.
Es normal que en el ensayo hallen
cabida discursos procedentes de otros géneros como la narración, la ficción, la
crónica, la autobiografía y la poesía.
En los ensayos de Borges el discurso epistémico comparte fronteras con la
ficción, la crónica apócrifa con la prosa hermenéutica. Nuestro ensayo, el
ensayo hispanoamericano es un género proteico que se adapta a todos los temas,
género sin orillas en el que todas las interpretaciones del mundo hallan
cabida, el “centauro de los géneros” como lo llamó Alfonso Reyes. El ensayo
contemporáneo “preocupado por explotar y ampliar los límites de lo visible,
decible e inteligible” (7) ha logrado una dinámica propia y una renovada
vitalidad que lo han convertido en uno de los géneros literarios que mejor
interpretan los problemas del mundo actual.
La prosa ensayística adquiere calidad
literaria cuando en ella está presente cierto ánimo estético, una voluntad de
estilo, ese elemento subjetivo y personal del autor que la confiere esa calidad
y que la convierte en un proyecto artístico. Un ensayo llega a ser literario
cuando lo sugestivo de su forma pesa tanto como lo persuasivo de su contenido. El
ensayo literario es prosa que discurre entre dos corrientes: la función
estética y la aspiración pragmática y en la que, desde el punto de vista del
lenguaje y la eficacia cognitiva, triunfa siempre lo primero sobre lo segundo. Y
si bien la prosa expositiva y argumentativa es lo propio del ensayo en general,
ello no impide que al interior de sus fronteras campeen, por igual, las formas
de la descripción y la narración. Walter Mignolo (8): distingue tres tipos de ensayo
literario: a) El ensayo “hermenéutico” que se origina con Montaigne, “centrado
en la experiencia de un sujeto universal que se piensa como representativo de
la condición humana toda”. b) El ensayo “epistemológico” apoyado en el
discurrir de un sujeto cognoscente, camino por el que transitaron Bacon, Locke,
Berkeley y unido, más bien, al tratado filosófico. c) El ensayo “ideológico”
centrado en el sujeto que mira y analiza el entorno social, que aplaude,
reprueba o critica las costumbres de su tiempo. De este nervio y de este fuste
fueron Voltaire y León Bloy en Francia y cada uno en su siglo; y también lo
fueron Juan Montalvo, Manuel González Prada, Alfonso Reyes, Octavio Paz en Hispanoamérica.
Por tradición, nuestro ensayo ha conservado
un carácter ético, comprometido con la defensa de los valores humanos, siempre
combativo, nunca neutral; ha sido el instrumento idóneo para lograr un cambio
de mentalidad; lección para nuestras elites; medio a través del cual el escritor dice,
destapa, interpreta, denuncia y critica los problemas de su sociedad. No en
vano el ensayo ha sido, desde el siglo XIX, el más
recurrido en las letras de América, género a través del cual nos pensamos e
identificamos como un solo pueblo y al encontramos hemos ido afirmándonos en la
lenta construcción de un mismo destino,
de una misma nación, la nación hispanoamericana.
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(1) Wolfgang Kayser. Interpretación y análisis de la obra literaria. Gredos, Madrid.
1961 p. 437.
(2) Claudio Maíz. El ensayo: entre género y discurso. Mendoza, 2004. P 74.
(3) Harold Bloom. El código occidental. Anagrama. Barcelona. 2001. P.159.
(4) Alfonso Reyes. “Las nuevas artes”. Obras completas de Alfonso Reyes.
México. FCE, 1959.
(5) Juan Montalvo. El Regenerador. Tomo I Garnier, París, 1929. P. 126.
(6) Jorge
Edwards. La muerte de Montaigne. Tusquets,
Barcelona, 2011. Ps. 175, 176)
(7) Liliana Wienberg. El ensayo latinoamericano entre la forma de
la moral y la moral de la forma. Cuadernos CILHA 2007. Facultad de
Filosofía y Letras. Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina. P. 110.
(8) Walter Mignolo “Discurso
ensayístico y tipología textual”. En
Isaac Lévy y Juan Loveluck (eds). El
ensayo hispánico. Columbia: University of South Carolina, 1984, p
53))