miércoles, 26 de junio de 2013

PALABRA DE AMÉRICA


Juan Valdano

La primera palabra americana que Colón consigna en su diario es canoa.

Cuando al fin aclaró el día, un mundo esplendoroso, verde y rumoreante se abrió ante los ojos asombrados del Almirante. Aquella isla surgida, de repente del abismo del mar, no podía ser sino un milagro, un prodigio gracias al cual él pudo, entonces, salvar su pellejo y, además, su increíble empresa. Para la díscola marinería que, por meses, había navegado a bordo de esas frágiles naos, tal hallazgo si bien ahogó conatos de motín, despertó, sin embargo, adormecidos apetitos de codicia y desenfreno.

Ese viernes 12 del décimo mes de 1492 el Almirante pensó que esa tierra con la que había topado no podía ser otra que el Asia. Soñó entonces en el oro y la gloria que lo esperaban. Emocionado, anotó en el diario de bitácora: “llegamos a una isleta de los lucayos que se llama en lengua de indios Guahananí”. Presto al desembarco, se atavió de  galas. Escribió: “Sacó la bandera real con una F y una Y, encima de cada letra su corona, llamó a Rodrigo de Escobedo, escribano de la armada, que diese por fe y testimonio el hecho de que tomaba posesión de la dicha isla por el Rey y la Reina, sus señores”. Para hablar de aquel paraíso solo la hipérbole cabía: “isla la más hermosa que ojos hayan visto. Vinieron luego gentes desnudas de amoroso trato, de habla dulce, de buena talla y no mal olor, de buenas costumbres y buena memoria”. Fascinación mutua: hombres que andaban como la madre los parió frente a otros a quienes la civilización los había cubierto. Nada sabían los unos de los otros. Curiosidad mutua. Incomunicación. Los gestos suplieron a las palabras. “Las manos sirvieron de lengua”.

Colón nunca supo a dónde había llegado ni quiénes fueron esos pueblos (los taínos) con los que contactó. Poco después, se habló de un “mundus novus” al que llamaron América. Sin embargo, fue a raíz de los escritos del Almirante que a la lengua castellana llegaron palabras nuevas que nombraban la insólita realidad americana, vocablos procedentes de las lenguas nativas del Nuevo Mundo. La primera palabra americana que Colón consigna en su diario es canoa. Y, al igual que ésta, otras de origen arahuaco como hamaca, tabaco, bohío, cacique, tiburón, maní, yuca.  Conforme se extendió el señorío español en América, ésta no solo que redimió de hambrunas al Viejo Mundo al entregarle el más nutritivo de los alimentos: el maíz y la papa; no solo lo enriqueció con los metales preciosos pillados durante la Conquista, sino que, además, engrandeció el tesoro léxico del habla de Castilla con vocablos procedentes de sus lenguas nativas como, por ejemplo, aguacate, cacao, chocolate (del náhuatl);  alpaca, cóndor, mate, yapa (del quichua); ananás, jaguar, maraca, tapioca, tucán (del tupí-guaraní). En 1492, Antonio de Nebrija publicó la primera Gramática del castellano. Acá, en 1560, un humanista americano, fray Domingo de Santo Tomás, publicó la primera Gramática del quichua.


Nota: texto publicado en la página editorial de Diario El Comercio de Quito, viernes 14 de junio 2013

UN MUNDO FELIZ


JUAN VALDANO

Expulsado del jardín de los dioses, el hombre enfrentará un mundo yermo y hostil, descubrirá lo prohibido: la libertad.

Presumo que desde ese instante en que los primeros bípedos con rasgos humanoides trajinaron  sobre la faz de la tierra  no dejaron de sentir, al igual que las fieras, un mismo instinto depredador. Erguidos y sin el apoyo de las manos para caminar, dejaron de mirar el suelo para ver las estrellas. Entonces, algo nuevo prendió en su mirada; algo que los apartó del ámbito oscuro de lo irracional, que se resolvió en un estado de conciencia,  la tristeza de estar solos en un mundo poblado de amenazas y misterios, la añoranza de cierta inocencia perdida. Desde aquella lóbrega noche originaria, la humanidad ha trajinado con la nostalgia de un paraíso del que, sin saber el porqué, fue expulsada un día debiendo, en adelante, marchar por el mundo con la culpa a cuestas; culpa enigmática para el entender del hombre. La añoranza de una edad de armonía y plenitud (“edad dorada” como la denominó el poeta Virgilio), bien perdido para siempre, ha estado latiendo perpetuamente en el subconsciente de cada individuo de la especie humana; algo que se ha explicado como un residuo psíquico de experiencias semejantes que, desde un tiempo inmemorial, han vivido los antepasados y que, de tan reiteradas, han pasado a formar parte de la estructura de nuestro cerebro (Jung).

De esa “edad dorada” habló Cervantes en memorable página de El Quijote cuando puso en boca de su personaje razones tan bien dichas que los cabreros a quienes iban dirigidas lo escuchaban abobados: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados… entonces, los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. Este mismo  espíritu de hermandad triunfa en la “Oda a la alegría” de Schiller y que Beethoven la llevó a su IX Sinfonía.

A contracorriente de los que opinan que el mundo ideal quedó atrás, en la preconciencia del ser humano, están aquellos que, en cambio, sostienen que el mundo feliz está aquí, a nuestro alcance, a la vuelta de la esquina. Leibniz  (1646-1716) fue uno de los que alimentó esta idea. Filósofo optimista mimado por la corte de Maguncia, sostuvo que el mundo que vivimos  es el mejor de los mundos posibles, obra de la libre elección de Dios. Con cinismo y paradoja, Aldous  Huxley (1894-1963) imaginó  en “Un mundo feliz” (ficción distópica de la civilización tecnológica del futuro), una sociedad sin amor ni libertad, pesadilla de esclavos en la que triunfa la ética del pragmatismo.

La mitología, la literatura y la religión no han dejado de fabular acerca de ese mítico edén que acunó a los padres de la humanidad, jardín en el que, según la leyenda, todas las delicias eran posibles menos una, aquella que tienta al deseo y pone a prueba la voluntad. Expulsado del jardín de los dioses, el hombre enfrentará un mundo yermo y hostil, descubrirá lo prohibido: la libertad. Dueño de su albedrío y nostálgico del paraíso trazará su camino entre la culpa y la inocencia.


Mayo 2013

TORERO SOLO


Juan Valdano

Ataviado con oropel taurino, el hombre  está de pie en el centro de la plaza. Está solo en aquel círculo de luz; él y su sombra, señera y única, persistiendo en la ardiente arena. En sus manos sostiene el vistoso capote que el viento abanica levemente en esa tarde de sol y silencio. Espera en vano que se abra la puerta del toril a la que mira con tensa fijeza. Pero la puerta no se abre ni a la lidia se lanza el toro, su permanente antagonista.  A su memoria acuden las imágenes de otras tardes de gloria cuando desde los colmados tendidos, ahora vacíos, estallaba la fiesta y en el coso discurría la muerte en forma de un oscuro animal herido. Oficiante de un rito tantas veces repetido siente que, de repente, se ha vaciado el sentido de aquella ceremonia. Le oprime el recuerdo de esas tardes de pañuelos al viento, de trompeta y pasodoble, con  rejoneadores y más mozos de cuadrilla, comparsa engalanada con atuendos dieciochescos y a la que la modernidad ha relegado al museo de la memoria. Ahora, el silencio paraliza su gesto.

Emblema de valor, fuerza y bravura fue siempre el toro en el ámbito de la civilización mediterránea. La lidia del toro bravo rememora el eterno duelo al que obliga la ley de la vida, aquella que decreta la supervivencia del más osado: la supremacía del espíritu y la inteligencia racional sobre la mera fuerza y el instinto. Divinidad feroz, habitante en su dédalo fue en Knosos. Sin su astada figura empobrecidos quedarían el mito, el arte y la literatura de Occidente que lo evocaron en el trance de lo agónico, -esto es, de la lucha-, de la bizarría y aun de lo aciago. Como imagen simbólica, el toro de lidia fue adquiriendo significaciones según han ido corriendo los tiempos. Goya, Picasso, Hemingway y Lorca, cada uno a su guisa y en su siglo, vieron en el espectáculo taurino a una España paradójica, una España barroca de luces y sombras, una fiesta en la que, entre la gala y la pompa, se trasunta la tragedia inminente, el destino de un pueblo avocado a otras lides: la opresión napoleónica (Goya), la dictadura franquista (Picasso, Lorca). “Como el toro he nacido para el luto y el dolor”, escribió Miguel Hernández desde la prisión hermanando así su destino a la del valeroso animal acosado.

De rezago de primitivas barbaries, espectáculo sádico en el que el espectador disfruta con la tortura de un animal vivo ha sido calificada la corrida de toros. Así, frente a la exaltada adhesión de los taurinos se yergue la actitud, no con menos fanática, de sus impugnadores. Para estos, la fiesta brava, imagen y herencia de la España tradicional, debería ser abolida en nombre de principios éticos que abogan por los derechos de los animales. Sin embargo, aparte de la ética y la libertad conculcada la fiesta taurina está muriendo, aquí y en otros lugares, por algo más hondo, porque habiendo sido la alegoría de una sociedad con otros valores, hoy ha devenido en metáfora vacía, pues desaparecido el referente, el significado se evapora. El torero con su anacrónica estampa permanecerá solo en la plaza, su antagonista no llegará a la cita.


Diciembre 2012

Walt Whitman: egotista y Hombre-Masa


Juan Valdano

Que sea el poeta quien hable primero. Helo aquí: “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan,/turbulento, carnal, sensual, comiendo, bebiendo y engendrando, / nada sentimental, sin ponerse por encima de los hombres /ni de las mujeres o aparte de ellos,/no más modesto que inmodesto…/Quien degrada a otro a mí me degrada, /y cuanto se haga o diga vuelve al fin a mí… / Pronuncio el santo y seña primordial, doy la señal de la democracia…/Creo en la carne y en los apetitos. /Ver oír, tocar son milagros… /Divino soy dentro y fuera y santifico cuanto toco y me toca…”(De “Canto de mí mismo”).

Llama la atención la voz potente de Whitman, su palabra con aliento bíblico,  el verbo que no desmiente el eco lejano del “fiat” primigenio, el vocablo capaz de crear el mundo con solo nombrarlo. Voz abarcadora  que se desborda en verbalismo, en panteísmo. Si tal es su virtud, lo es también su vicio: la hojarasca, el regodeo en su propia dicción, la proclividad por inventariar todo lo que a su vista se presenta y lo que en su memoria desfila; un recurso que si bien ayuda a la gnosis de su universo, bordea el fárrago.

Extraño demiurgo, profeta con barbas del druida, divinidad sibilina con arcaicos atributos en un siglo como el suyo, de hierro, pragmatismo y democracia; en una patria como la suya, la América de Lincoln. Walt Whitman se siente parte de un antiguo linaje de agoreros que se sabían poseedores y poseídos de una divinidad oculta y potente, todo según la milenaria creencia griega. Tal idea le fue inculcada por el filósofo Emerson, su maestro, quien hablaba de los poetas como “dioses liberadores”. El temprano espaldarazo que Emerson dio al autor de “Hojas de hierba” (1855) despertó su egotismo, la vanidosa creencia de que poseía dones proféticos para anunciar su verdad a los descendientes de Calibán, sus hermanos, el  mensaje visionario para hombres nuevos, ciudadanos de un país nuevo: los Estados Unidos, en un tiempo nuevo: el siglo de la máquina, la modernidad, el progreso y la democracia.

 Muchos fueron los devotos que marcharon tras sus huellas. En él vieron al bardo nacional que, al fin, se desvincula de la esquilmada tradición europea; al poeta de América. Él era Uno y era Todos, conjunción de individuo y comunidad y en el que el “mí-mismo” de su Canto se llenaba de la altisonante voz del Hombre-Masa, el norteamericano común, “un varón bruto y agresivo”, en opinión de H. Bloom. El yo-real del Canto es, en cambio otro; guarda resonancias con su universo íntimo: la noche, la muerte, la madre y el mar.

Por esos mismos años, otros alucinados como Joseph Smith ya habían iniciado la cosecha mormónica con la Biblia en la mano y la poligamia en la alcoba. Whitman, un carpintero con poses de divino Maestro, un cuáquero disidente que había abjurado del puritanismo y sus traumas: el pecado y la culpa, se autoerigía el poeta de la nueva religión para su pueblo. (“El sacerdote se va, el divino literatus llega”). Imbuido de su trascendencia y henchido de egotismo tomó su libro y dijo: “este libro no es un libro, quien lo toca, toca un hombre… Espero  el tiempo en que yo sea un dios”.

Marzo / 2013



CONRAD Y GAUGUIN; LA CULPA Y LA INOCENCIA


Juan Valdano

La visión descarnada del colonialismo y la añoranza de la inocencia primigenia (ese paraíso perdido), están presentes en la obra de dos excepcionales testigos del mundo moderno: Joseph Conrad y Paul Gauguin. Desde la literatura y el arte, cada uno de ellos se confiesa. Hablan de sus aventuras, caídas, derrotas y pasiones; atormentados testimonios que iluminan, al menos lateralmente, ese abismo insondable de la condición humana.

No deja de escucharse en las novelas de Conrad la voz demorada del hombre que ha curtido su vida en largas travesías de mar. A sus compañeros de aventura los convoca a las páginas de sus libros. Hablan de la hazaña temeraria del despojo y el dominio colonizador en tierras de África y Asia. Cada quien destejerá su memoria, contará su historia; historias que, a la postre, resultan ser una sola: la sistemática depredación del hombre blanco -trasunto del superhombre nietzscheano-, que, en nombre del progreso y la civilización, se torna bárbaro, oprime pueblos y esquilma tesoros enriqueciendo aún más la decadente Europa de finales del siglo XIX.  

Gauguin, al igual que Conrad su contemporáneo, escapa de Europa, se hunde en universos que están más allá de su horizonte cultural y geográfico, en las antípodas del mundo civilizado de entonces. Con su baúl a cuestas, desembarca en 1891 en Tahití,  isla perdida de la Polinesia. A ese supuesto paraíso Gauguin llevó su infierno: la sífilis que le habían inoculado en los burdeles de París.  A contracorriente del conformismo y la vida muelle de otros colegas suyos, pintores mediocres que disfrutaban de la venia en los salones y cafés de París, Gauguin va en busca de lo exótico, de la libertad sin normas, el edén extraviado: el Adán y la Eva en su despojamiento primigenio. Al igual que otros espíritus de su tiempo, Gauguin tiene de su sociedad una visión sombría; está consciente de la decadencia de la cultura europea. Pocos años después, a inicios del siglo XX, ese malestar será definido por Heidegger, como un  ”olvido del ser”; esto es, el extravío de la fuente primigenia de la verdadera sabiduría, aquella de la cual surgió la cultura de Occidente: el conocimiento del mundo para el perfeccionamiento del ser humano y no para dominarlo ni menos destruirlo.

Contratado por una  sociedad belga de comercio, Conrad formó parte de un grupo de exploradores y negociantes de marfil que, a bordo de un barco mercante, se internó en los selváticos territorios  que atraviesa el río Congo, en junio de 1890. La experiencia vivida en aquella ocasión, el contacto con los pueblos nativos y sus ritos sangrientos, le sirvieron para escribir  El corazón de las tinieblas, uno de sus relatos más estremecedores. La novela narra la fluvial travesía por aguas oscuras y repletas de ominosos presagios; su misión: rescatar a Kurtz, personaje borroso y mítico que había sido secuestrado en la selva por los nativos y quienes lo veneran como a un dios. Sintiendo el quemante aliento del odio Kurtz muere no sin antes exclamar: “exterminad a esos animales”.

Cual otro Miguel Ángel, a Gauguin le consume la volcánica terribilitá creativa al momento de dar forma a sus personajes. En sus telas busca reproducir la armonía entre el ser humano y la naturaleza; busca la Eva primigenia, la dignidad sustancial de lo humano. Pinta nativas desnudas, en su inocencia salvaje, con la mirada limpia y despojada de lascivia, esa tara que la civilización acarrea. Y mostrándose entre la soledad y la solidaridad se pinta a sí mismo en medio de aquella gente sencilla,   como uno más de esa sociedad tribal a la que no acosa la ética del laboro diario que tanto atosiga a la civilización consumista, Sus cuadros dan testimonio de su perplejidad, de su estupor frente al sortilegio que despierta en él ese mundo exótico, primigenio y secreto como la vida misma. El pintor quiso renunciar a su naturaleza de hombre civilizado, se esforzó por ser un salvaje más entre esos salvajes, se vistió como ellos, quemó sus ropas parisienses y descalzo caminó, como otro polinesio, por los senderos de la isla, pero si bien pudo cambiar de atuendo, jamás pudo cambiar de alma.

Las ideas de Darwin y un radical pesimismo por la naturaleza humana circulan, cual un río subterráneo, por los textos de Conrad. La clave de sus relatos estaría en la ironía: Conrad parece decirnos que la barbarie más atroz no está en la jungla tropical, se agazapa en el corazón de una civilización depredadora que en nombre del progreso lleva la destrucción y la muerte a pueblos inermes. El blanco civilizado resulta más salvaje y tenebroso que el oscuro hombre de las selvas

En la mirada de Gauguin hay un intento de adentrarse en las vidas de esos nativos; sin embargo y a pesar de ello, hay todo un universo que los separa,  una distancia psicológica y cultural. El mundo secreto de esas gentes sencillas persistirá clausurado,  incomprensible  y el pintor, por más que se aplique en entrar en ese universo, permanecerá en el exterior, lejano siempre, cercado por los juicios y prejuicios de su civilización. Gauguin no llegará a encontrar la clave para ingresar en esa ciudad secreta. Quedó fuera del paraíso, su infierno, la sífilis traída desde su propio mundo, lo mató, la civilización de la que abjuró un día se vengó. Era un extraño al paraíso; en sus venas portaba el veneno de la sierpe.


Octubre 2012

GABRIEL CEVALLOS GARCÍA

GABRIEL CEVALLOS GARCÍA:
FILÓSOFO DE LA HISTORIA Y ENSAYISTA LITERARIO


Juan Valdano


            Del ensayo y de un ensayista

Fue en ese texto –memorable por tantos motivos- titulado Apología de Sócrates que escribiera Platón que, según entiendo, surgió, por primera vez en Occidente, esa forma de discurso literario que, andando los siglos, se conocerá como ensayo. Diálogo en el que Platón puso en boca de su maestro aquellas palabras pronunciadas por él en el momento culminante de su despedida, cuando frente a sus discípulos se aprestaba a apurar la cicuta. En efecto, en este libro se halla ya presente ese rasgo generador del ensayo, en tanto prosa literaria, rasgo por el cual la materia verbal ya no es únicamente soporte de objetividades y razonamientos sino, aparte de ello, subjetivación de un yo, altavoz de una conciencia. El “conócete a ti mismo” socrático, ahondamiento en los abismos interiores y fuente de una auténtica actitud ensayística, reaparecerá luego en otro texto, tan célebre como el nombrado, en los albores mismos de la Edad Media, y en forma de íntima confidencia cuando San Agustín escriba  sus Confesiones. Y el obispo de Hipona no fue en esto el único que, en su tiempo, trajinó por este camino: Boecio (siglo V),  escribió un tratado, muy leído entonces, poco conocido hoy, De consolatione philosophiae, que bien podríamos catalogarlo también de protoensayo y en el que su autor encuentra en el discurrir filosófico un bálsamo a sus tribulaciones. Es en estos “diálogos en el umbral” que Mijail Bajtin halla la forma propia del ensayo, lo que implica la actitud de un yo literario que partiendo de una visión original del mundo discurre de esto o de aquello, pues el asunto no es lo determinante en este caso, sino ese matiz particular y personalísimo que ese yo imprime a su visión y a su palabra; tal como, en su momento y en pleno Renacimiento, lo hizo Michael Montaigne quien fue el que, no sin cierto escepticismo, bautizara a esos intentos suyos por explicar su mundo, a esos reiterados ensayos suyos por arribar a una intelección cabal de lo humano,  justamente con el nombre de essais, con lo que esta sui géneris forma de expresión literaria halló, al fin, un nombre que da la medida de su carácter.

Valga este introito para ponernos en la perspectiva adecuada de lo que yo quiero destacar en la amplia, varia y polivalente obra literaria de Gabriel Cevallos García, escritor nacido en 1913, en Cuenca y cuyo magisterio intelectual incidió notablemente en el ámbito universitario de su ciudad durante las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado. Su calidad humana y docto saber, su fácil comunicación, su cálida cercanía con los jóvenes estudiantes facilitaron un ir y venir de  ideas entre maestro y discípulos, un fecundo diálogo ejercido desde su cátedra de Historia en la, entonces, recientemente fundada Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca, y desde el rectorado de ella, después. (1) En 1969, Gabriel Cevallos García salió de Cuenca para trasladarse con su familia a Mayagüez, (Puerto Rico) en cuya universidad ejerció, por algún tiempo, el magisterio. Los años cuarenta habían sido, para Cevallos García, una época de inicio y preparación de un oficio literario que no conocerá tregua hasta el final de sus días, esto es hasta 2004, año de su fallecimiento acaecido en la ciudad norteamericana de Tampa. En esos años, juveniles aún, ya se presenta como un asiduo periodista de pluma ágil que colabora en periódicos y revistas locales de escasa circulación, en una época en la que la disputa política en el Ecuador (y más en una ciudad pequeña como la Cuenca de entonces), estuvo siempre impregnada de dogmatismo e intemperancia entre conservadores y liberales, contienda en la que Cevallos García optó siempre por la derecha ideológica, postura intelectual con la que fue consecuente hasta su muerte. En lo filosófico es un pensador cristiano fogueado en las contiendas ideológicas de primera mitad del siglo, cuando en el Ecuador se ventilaban aún doctrinas antirreligiosas y los clericales y anticlericales se enfrentaban con armas y pasiones a ultranza, como en los peores tiempos del jacobinismo.  

Toda su obra escrita, voluminosa y prolífica y reunida en trece tomos (2) se inscribe íntegramente en el ámbito del ensayo, género en el que Cevallos García se mueve a sus anchas y en cancha propia y en el que, desplegando erudición y solvencia, aborda, desde su perspectiva, los más diversos temas siendo los más recurrentes aquellos que se vinculan con la historia, la biografía, la filosofía, la religión, la crónica periodística, la crítica literaria y la reflexión sobre el arte. He aquí algunos títulos de sus obras: Entonces fue el Ecuador (1942); Anhelo y dimensión del orden nuevo (1943); Sacrificio: emoción humana en la realidad divina (1944); Teoría del hombre-pueblo (1944); Caminos de España (1947); Del arte actual y de su existencia (1950); Tiempo y hombre (1952); De Sócrates a Freud: una herencia inquietante (1956); Reflexiones sobre la Historia del Ecuador (dos volúmenes: 1957, 1961); Visión teórica del Ecuador (1960); América: teoría de su descubrimiento (1960); De aquí y de allá (colección de ensayos, dos volúmenes, 1963); Historia del Ecuador (1964); Cuatro  estaciones del periodismo (1977); Un milenio, un poeta y dos ciudades (1979); Filosofía del Derecho (1997). Y la lista no está completa.

Gabriel Cevallos García, a pesar de su importancia en las letras ecuatorianas, es, hasta hoy, un autor poco conocido. Se lo menciona, sobre todo, como historiador y como filósofo de la historia (3); sin embargo, su obra ensayística se despliega, como he señalado, por otros campos de este género. Y al hablar del conocimiento que de él se tiene en el medio nacional (me refiero a aquellos que, por oficio o afición, se ocupan de estar al corriente de nuestros procesos literarios), debo afirmar que nuestro autor es escasamente mencionado en las reseñas que sobre las letras ecuatorianas del siglo XX se han escrito y, por ende, poco leído. No he encontrado un estudio realmente valedero acerca de su obra ya como historiador, pensador o prosista. (4) Ello se debe, probablemente y entre otras razones, a que su obra no ha tenido la divulgación adecuada.  (5) Estas circunstancias han incidido en el hecho de que Cevallos García haya sido considerado más como un autor local, adscrito fundamentalmente a una tradición letrada de provincia.

A despecho de ello, a Cevallos García se lo debe ver y apreciar en su verdadera estatura, en su valor intrínseco, como uno de los ensayistas ecuatorianos más notables, dueño de una obra vasta en la extensión de lo escrito, profunda en la concepción de sus ideas, en el despliegue de conocimientos, en la comprensión de lo ecuatoriano y dueño de un estilo muy personal que refleja  las calidades de un temperamento, de una pasión. Por su obra escrita, por su magisterio de vida y de palabra –insisto- Gabriel Cevallos García debe ser visto como una figura que brilla con luz propia, que se hombrea con los más acaudalados del pensamiento latinoamericano de su tiempo; y al decir esto pienso en Alfonso Reyes, en Pedro Henríquez Ureña, en José Juan Arrom, en Silvio Zabala,  en Luís Alberto Sánchez, en German Arciniegas… Lo que ha pasado con Cevallos García es lo que, lamentablemente, ocurre con frecuencia con aquellos escritores que obedeciendo a íntimas convicciones exhiben con honestidad su postura ideológica, pensamiento que, a veces, los descoloca de las tendencias en boga, motivo por el cual su nombre llega a ser relegado. Estas injusticias no son raras en nuestra historia literaria; cosa parecida ha ocurrido con figuras tan destacas de las letras como lo son Juan Bautista Aguirre y Juan León Mera. El primero fue soslayado, por más de un siglo, a causa de su gusto barroco en una época en la que primaba lo romántico y el segundo fue, igualmente, menospreciado por romántico en un tiempo en el que prevalecía el realismo social. Hoy en día, a uno y otro se les ha hecho justicia; se les reconoce el valor que ellos representan en la historia de las letras nacionales.


La Historia es dolor…

Hay, en el pensamiento filosófico de Gabriel Cevallos García, en el trasfondo de su ideología, una  visión del ser humano que podría parecernos pesimista: La vida del hombre sobre la tierra es dolor y sufrimiento; la raza humana está abocada a la caída, a la culpa, a la expiación. “La existencia del hombre sobre la tierra, y aquí debemos entender por existencia la biografía y la Historia, es dolor, quiebra, defecto, sacrificio, abnegación”, escribe en Para entender bien al Ecuador. (6)  La frase suena a archiconocida, pues toda la tradición cristiana, desde la patrística hasta hoy, ha insistido en esta imagen del hombre como criatura caída y necesitada de redención.

Esta idea no es banal ni casual en nuestro autor; al contrario, es un filón que nos conduce a las fuentes de su pensamiento, a su concepción del ser humano y de la Historia, veneros que no son otros que la filosofía cristiana, su convicción católica. Y al volcar la mirada a su entorno, a su país, constata que “el dolor nos ha circuido y los fracasos se han acumulado espectacularmente en la Historia del Ecuador”. No obstante de ello, Cevallos García aclara:

“No hay para alarmarse: mientras hay más dolor, existen mayores posibilidades de vencimiento y supervivencia. Son falsas, con absoluto desconocimiento de la vida humana, las tesis dulzonas del optimismo, del pacifismo… Quisiera decir a cada ecuatoriano que no se amedrente porque el dolor nos acompaña… Con el dolor, el sufrimiento, se levantan las mejores edificaciones humanas. La facilidad nada grande ha edificado. La facilidad es bienestar de los  pusilánimes”. (7)

 La visión histórica de Gabriel Cevallos García giró, cual satélite, alrededor de ese gran astro que es San Agustín… Ello será evidente cuando él exponga su concepción de la Metahistoria. Él mismo sintetizó la inspiradora filosofía de la Historia del obispo de Hipona en los siguientes términos: “Parte de Dios, autor del drama y llega a Dios… Todo el desarrollo humano es libre, pero enmarcado en la bondad providencial y se desenvuelve en tres etapas sobrehumanas… las tres etapas agustinianas son la de la creación, la de la redención y la de la santificación”. (8)

Si en este escenario el gran telón de fondo resulta ser el pensamiento agustiniano, Cevallos García convocará a otros actores al tablado, a otros filósofos, esta vez contemporáneos, a otras ideas tomadas de las modernas ciencias del espíritu y con las que afinará su concepción del ser humano y de la Historia… Hablamos de Guillermo Dilthey, de Henry Bergson, de José Ortega y Gasset. Dilthey, por ejemplo, le ayudó a ajustar su concepto de “crítica de los sucesos históricos” (9) “La captación de lo singular o de lo individual es la última meta de las ciencias del espíritu, no menos que el desarrollo de uniformidades abstractas lo es de las ciencias de la naturaleza,” había observado el filósofo alemán en la Introducción a las Ciencias del Espíritu. El vitalismo de Ortega y Gasset y su concepción de la vida como realidad fundamental y como resultado del quehacer diario del hombre con las cosas, el yo-soy-yo-y-mi-circunstancia, estarán también rondando las propuestas de Cevallos, sobre todo cuando, en plan de biógrafo, se proponga “revelar la doctrina implícita  en la biografía egregia”. (10)

 A partir de estas ideas Cevallos García buscará cimentar su propio camino. Dice:

“Al hombre no se le puede conocer sino por lo que hace, afirma Dilthey, es decir por su biografía y por su historia, no por su naturaleza, pues en ésta nada hay de peculiar que le distinga… en el mundo de la Historia, cada ser es una singularidad que opera por cuenta propia y, además, es dueño de su destino y de su personalidad. El concepto de naturaleza o el de especie se funda sobre generalidades, sobre lo común o semejante, tanto que un ejemplar o un individuo se reemplaza por otro de la serie: la muerte de uno de ellos no aniquila la especie. En tanto que la noción de Historia parte de la posibilidad de lo variable, de lo insustituible, de lo que al faltar interrumpe el proceso o permite que surja otro proceso distinto. En buenos términos: la biografía singular es la célula de la totalidad histórica, pero una célula que autoerige su postura, su papel, su gesto y, por lo mismo, irremplazable”. (11)

            Cevallos García mira la trayectoria del pensamiento y la cultura de Occidente como expresión de dos grandes corrientes: el subjetivismo primero y el colectivismo, después. El subjetivismo es racionalismo en la filosofía, reforma luterana en la religión, liberalismo en la política, capitalismo en la economía, romanticismo en el arte… El subjetivismo que conoció su clímax y fracaso en la Revolución Francesa dio paso a un nuevo protagonista: el colectivismo. La sociología fue el gran invento de entonces, la nueva disciplina que intenta explicar al homo gregario. “El sociologismo –dice Cevallos- empeñado en pilotear la Historia resultó un fracaso… se alojó sin remedio en la política”. Para nuestro autor, una de estas formas sociologistas de explicar la Historia es el marxismo, doctrina que “por su empeño de reducir lo humano y su variedad al simple fenómeno productivo, tiene que sacar las cosas de sus quicios y llevarlas a lugares inconvenientes… El fenómeno productivo es sociología pura; en cambio la vida humana se muestra infinitamente más compleja y sorpresiva  que este fenómeno porque es Historia”.  (12)


De la Historia como dolor a la Historia como Teología

En este ir y venir de ideas e ideologías y en el firme empeño de buscar  un pensamiento propio, Gabriel Cevallos García parte de los conceptos de extrahistoria e intrahistoria. Afirma que la Historia “fue construida con dos materiales cumplidamente metafísicos: el tiempo y la causalidad”. (13)  En concordancia con estos supuestos, “la Historia siguió explicándose y sistematizándose desde fuera de ella, desde el plano de la metafísica”. (14)  Y es a esto que Cevallos García llama una “explicación extrahistórica de la Historia”. Ejemplo de ello sería el sistema ideado por Hegel. La intrahistoria se fundamenta, en cambio, “en el finalismo del acto y en la intencionalidad del acontecer singular o colectivo destacada por Brentano”. (15) Esto porque “la finalidad no se explica de manera intrínseca. Y mientras mejor se la vuelve a contemplar, mejor se descubre en ella su raigambre trascendental”. (16) La explicación intrahistórica de la Historia significa “tomar la hondura del acto humano en su esencia colectiva y en sus objetivaciones culturales”, todo lo cual fue tarea de la filosofía de los valores. (17) De estas consideraciones, Cevallos García desemboca en su propia idea: la relación entre los conceptos de Persona y de Historia, relación de la que se desprende su idea de la metahistoria.

“Ver la persona en la Historia y a ésta como obra exclusiva de aquella. Persona e Historia, dos extremos necesarios  de una vinculación que rebasa los límites de lo material, sea en la geografía o sea en el tiempo,  que colinda con misterios  infinitos cuyo silencio reposa, como última instancia, en Dios Creador y Padre. Pues bien, mi primera aseveración es que ni extrahistoria ni intrahistoria agotan y justifican la esencia del humano acontecer cuya naturaleza natural   solo alcanza a comprender a la luz de lo sobrenatural, a la luz de una metahistoria que no  es ya Historia simplemente sino Teología y Teología de la más alta calidad.  En otras palabras: el hombre acierta a definirse plenamente solo en Dios. Y en otras palabras también: solo en la obra de Dios logra precisarse el sentido de las obras del hombre. Lo cual quiere decir que  nuestra vida mundana de ahora, con todo su finalismo, necesita justificarse  a la postre más allá, en una existencia ultratemporal y sin límites. Y lo cual quiere decir también que no nos es dable hablar solo de una Teología de la Historia, sino de que la Historia es Teología. Así como es filosofía. Y una segunda aseveración es que la Historia es Teología, pues el gran drama de la vida humana sobre el tiempo de sus claudicaciones y sus éxitos, no sirve de otra cosa  que de escenario donde se patentiza o se explicita la acción divina tamizada en la acción humana…. Hay una metahistoria que llega a Dios”.  (18)

            Esta metahistoria en la que se explica y confluye el acontecer humano a través de los siglos contiene a toda la Historia en sus dimensiones y alcances. No está hecha ni tampoco nos es dada; el ser humano debe conquistarla “en lo profundo de los espíritus”, pues a ella se llega “buscando la verdad, la justicia, con auxilio de la Gracia”. (19)  Esta idea, como bien sabemos, es muy cercana a la expresada, hace siglos, por San Agustín cuando éste insistía en que la verdad del hombre no está fuera de él, está en el fondo de sí mismo, porque en el centro de toda criatura racional está Dios.  En conclusión, acota Cevallos García:

“El finalismo terreno  quedaría trunco si no lo completáramos con el finalismo ultraterreno. La única definición natural y completa de la persona es su definición sobrenatural. De tal modo, el pensamiento católico enlaza la extrahistoria, la intrahistoria y la metahistoria en un proceso que podría llamar así: Persona, Historia y Dios”. (20)

            En esta visión del gran drama de la raza humana sobre la Tierra, el rector de la Universidad de Cuenca se muestra como un pensador cristiano o, como él mismo lo confesó: “apoyado en la fuerza y claridad de mi fe” (21); recio, dogmático y apasionado a la vez, coherente con su manera personal de sentir y entender el mundo. Las doctrinas por él expuestas pueden ser discutibles –de hecho  lo son y mucho-, pero desde el punto de vista de la literatura (asunto que me propuse abordar en estas páginas) Gabriel Cevallos García es un prosista notable que aborda y defiende con pasión sus ideas, un prosista con todos los rasgos propios del ensayismo literario. Y son estas las cualidades que marcan su particular modo expresivo, asunto del que me ocuparé más adelante.

De la biografía a la reflexión sobre la cultura

Buena parte de la obra escrita por Gabriel Cevallos García discurre por otros cauces del ensayo, además del histórico y filosófico; me refiero a la biografía, la crónica y la interpretación del hecho artístico en sus distintas formas de expresión: la literatura, la pintura, la música, el cine o la danza. Los personajes que escoge para ponerlos bajo su lupa de biógrafo se relacionan siempre con la historia comarcana del Azuay, hombres que, a su vez, representan ciertos valores y paradigmas en la historia de la Nación: El santo Hermano Miguel, Luís Cordero, Remigio Crespo Toral, Honorato Vázquez, Rafael María Arízaga, Alfonso Moreno Mora. En fin, santos, sabios, poetas, caudillos políticos.  Y aunque él sabe que la “alabanza es flor del viento” no se mide en el encomio de aquellos personajes que él admira. Son vidas humanas sobresalientes, figuras –piensa él- que están ahí para mirarlas y revivirlas, pues “son voces grandes, palabras que claman”. Para Cevallos García el comprender la trayectoria vital de un personaje es “revelar la doctrina implícita en la biografía egregia”. (21) Sabe que tarea imposible es llegar a definir una vida humana, intentarlo es estropearla, desfigurarla; por ello, la tarea del biógrafo es compleja, pues “la biografía no admite la prisión de las fórmulas”. (22)  En muchos de estos ensayos ocurre que, en su empeño por explicar lo local, nuestro autor, valiéndose de una inagotable erudición clásica se empina a la historia, a la filosofía y a los mitos grecolatinos en un vivo anhelo por conferir dignidad o trascendencia a la modesta vida comarcana. Todas estas evocaciones están impregnadas de filial devoción por el paisaje nativo, por la vida que transcurre apacible y rural de la Cuenca de antaño. Con ello Cevallos García se constituyó, a mediados del XX, en el continuador más calificado y culto de una tradición literaria y regional que había desplegado sus mejores logros entre finales del XIX y mediados de la centuria siguiente.

En De Sócrates a Freud: una herencia inquietante, uno de los mejores ensayos escritos por Cevallos García, ahonda en las raíces del pensamiento occidental a partir del nosce te ipsum socrático y lleva la reflexión a través de San Agustín hasta llegar a Freud. Con ello se pone de relieve una clara tendencia de la cultura europea marcada por un impulso de profundización en el conocimiento del Yo. Y así como las enseñanzas de Sócrates fructificaron en Platón, las lecciones de Freud también dieron nuevos frutos no solo en Max Scheller y su ética de los valores, sino además, en la filosofía de Bergson y su concepción de la conciencia como duración y temporalidad. Estos antecedentes dan pie a Cevallos García para explicar las tendencias de la cultura y el arte del siglo XX manifestadas en el cine, la novela (Proust, Joyce: un “cubista de la novela”, Thomas Mann…) y en la pintura (Picasso).

Vislumbrar la nación

En Visión teórica del Ecuador, Gabriel Cevallos García expuso sus ideas acerca del Ecuador como entidad histórica, como nación. El libro fue publicado en 1960 y constituyó, a la época, una propuesta aparentemente novedosa y, sin duda, con mayor enjundia reflexiva sobre el tema nacional. No obstante de ello, sus planteamientos no superaron el enfoque tradicional que, sobre la nación ecuatoriana, habían expuesto siempre los representantes del pensamiento conservador ecuatoriano desde el siglo XIX. En la búsqueda de un concepto de nación afirma:

Ella “hace referencia formal a aquel conjunto de virtualidades, potencias, fuerzas ancestrales, suficientes o insuficientes con que el ser humano llega a la vida… En esencia la palabra nación señala claramente dos realidades diversas: la material de un nacimiento aquí o allí, y la formal de una suma de posibilidades con qué edificar la biografía” (23)

Es el pueblo el sustento de la nación y es el  pueblo el que, por tradición, por sus ancestros comunes, acumula una experiencia o una herencia que, según Cevallos, consistiría en un…

“repertorio de posibilidades colectivas… tesoro acrecentado con lentitud ejemplar  en siglos de acumularse por el ejercicio de cierta virtud que podría llamar ahorro tradicional. El monto de tal ahorro se ha llegado a constituir en las respuestas ensayadas o logradas por el grupo ante las incitaciones del contorno, con los resultados obtenidos por las fusiones culturales y con el haber biológico alcanzado por la unión de estas o de aquellas corrientes humanas. Sumadas experiencia y vida, consolidadas a largo plazo, forman un  caudal que garantiza la pervivencia y obliga a continuar acrecentando unos valores por los que el grupo tiene razón de existir entre otros grupos semejantes o diversos”. (24)
           
Es evidente que hay aquí un eco de Arnold Toynbee cuando se nos habla de esa dialéctica de fondo que se manifiesta en aquella terquedad del ser humano y su infatigable “respuesta” ante las inmutables “incitaciones” del medio, idea que, de manera gráfica, se la mezcla aquí con una imagen contable, de lo contante y sonante del acrecentamiento de un capital que crece con el tiempo como un tesoro o un patrimonio.

            Cevallos García habla del “espíritu nacional” como el modo de ser de un pueblo; temperamento o impulso que permanece más o menos constante y más allá de los cambios que llegan con la marejada de los acontecimientos históricos. Dice:

 “Sería romántico si creyese en el volkgeist o espíritu popular endiosado por los filósofos alemanes de comienzos del siglo pasado, espíritu cuya calidad esencial se definía por preceder a la materia histórica –hombres y pueblos- a la que estaba llamada a dar fisonomía… Pero sin ser romántico, sí creo en la existencia de cierta realidad permanente que vence el cambio y permite que los hombres se integren en una unidad duradera superando al tiempo y a la muerte… Mientras los hombres pasan, el espíritu nacional o el espíritu del grupo resiste y logra una permanencia ejemplar”. (25). 
           
En su visión de la nación ecuatoriana, Gabriel Cevallos parte de la constatación del mestizaje, hecho innegable que condiciona la existencia de los pueblos latinoamericanos:

“El Ecuador, como los demás países de América, es producido por la fusión de razas y de culturas, sin que esto podamos abdicar, ni siquiera negar”. (26)

En este avatar que toda existencia histórica implica son múltiples los contactos que un pueblo realiza con otros pueblos, los constantes encuentros y encontronazos, las injerencias e influencias que recibe de otros, lo que, con el tiempo, va configurando su genética, su temple, su espíritu. Para el caso del Ecuador, Cevallos García parte del examen del aporte de los pueblos originarios, aquellos que, desde épocas inmemoriales, ocuparon el territorio de este país y que constituyen, lo que él llama, “el primer nivel”, el sustrato antropológico más arcaico, al que, luego, se superpone el incásico o cuzqueño (el “segundo nivel”), pues con ellos descendemos al “inframundo arqueológico”, un universo que él estima “primitivo” y dominado “por el pavor”. De estos pueblos, Cevallos opina que

“se movían  sobre nuestro paisaje sin haber conseguido mayor altura en cuanto a formas de convivencia política y a estabilidad y, sobre todo, que no lograron conquistar el tesoro supremo del pensamiento lógico”. (27)

El espíritu que los dominó fue, el “llamado espíritu mágico”, el cual, según este autor,

“no es apto para introducir un ordenamiento capaz de explicar el mundo que, por lo disperso, variado y múltiple, en gran parte ni siquiera es considerado como realidad. (…) Sólo el espíritu lógico vuelve al hombre universal o apto para universalizar y dominar al mundo…” (28)

            Si esta es la visión que Cevallos García tiene acerca de los pueblos originarios que poblaron el Ecuador –pueblos cuyas formas persistían hasta los días de la Conquista española- sus aportes a la conformación de lo que llegaría a ser la nación ecuatoriana se reducirían entonces a lo puramente biológico; esto es, a haber transmitido una herencia genética, lo que les reduciría a haber sido una suerte de tronco antropológico, patrón o sustento en el cual se injertarán, en el futuro, otras ramas étnicas con mayores potencialidades vitales y culturales. En esta, su “visión” histórica, Cevallos niega a estos pueblos -que él los llama “primitivos”-, cualquier capacidad mental, organizativa y, por ende, proyectiva y universalizadora; pues, según él, aquellos seres humanos no poseían un “pensamiento lógico” y su relación con el mundo estaba dominada por la magia, el totemismo y el pavor.

Casi por esos mismos años en los que Cevallos García hacía estas afirmaciones, circulaba en Francia un libro titulado La pensée sauvage (1964) y cuyo autor era Claude Levi-Strauss, uno de los más notables antropólogos del siglo XX. La opinión que este profesor de La Sorbona tiene acerca de la organización social y estructura mental de aquellos pueblos aislados de la “civilización” y considerados “primitivos” es muy otra a la que expone el autor de Visión teórica. Dice Levi-Strauss:

“Se supera la falsa antinomia entre mentalidad lógica y mentalidad prelógica. El pensamiento salvaje es lógico, en el mismo sentido y de la misma manera que el nuestro, pero como lo es solamente el nuestro cuando se  aplica al conocimiento de un universo al cual reconoce simultáneamente propiedades  físicas y propiedades semánticas. Una vez disipado este error de interpretación sigue siendo verdad que en contrario de la opinión de Lévy-Bruhl, este pensamiento avanza por las vías  del entendimiento, y no de la afectividad; con la ayuda de distinciones y de oposiciones y no de confusión y de participación”. (29)

El pensamiento lógico y, por ende, el matemático, no son elaboraciones privativas de pueblos que, a su haber, ostentan un avance científico o tecnológico, no son creaciones exclusivas del pensamiento dialéctico, como sostiene Cevallos García. Esto lo saben perfectamente quienes han ahondado en el estudio de la antigua civilización de los mayas y cuyos conocimientos astronómicos no dejan de admirar sabios de nuestro tiempo. “Los enunciados de la matemática –insiste Levy-Strauss- reflejan el funcionamiento libre del espíritu, es decir, la actividad de las células de la corteza cerebral, relativamente liberadas de toda constricción exterior, y obedeciendo a sus propias leyes. La lógica y la logística son ciencias empíricas que pertenecen a la etnografía más que a la psicología”. (30)

A la luz de verdades científicas como éstas, aportadas por la antropología contemporánea, no tienen cabida afirmaciones tan dogmáticas que niegan al hombre prehistórico toda posibilidad de poseer un pensamiento lógico y, por ende, un conocimiento universalizador. Esos pueblos, desde la más oscura noche de los tiempos, cada uno con un estilo propio de cultura, en un relativo aislamiento y agrupados en tribus y en ayllus, supieron organizar su mundo, universalizarlo, invocarlo o imprecarlo según su humano saber, entender y sentir, pueblos cuya sensibilidad pervive hasta hoy en el subconsciente colectivo del hombre del Ecuador.

Aquella representación de América como el continente predestinado para el mestizaje, la tierra privilegiada que fusiona en su seno pueblos y culturas de la más disímil procedencia (ese crisol de “la raza cósmica” de la que habó José Vasconcelos), es una idea que está presente en el libro de Cevallos García, sobre todo cuando se refiere a la herencia española, pues fue el hispano quien nos legó esta tendencia a la apertura y comunicación con el otro: “…somos herederos de la actitud vital más auténtica de lo español: simpatía racial, afán de contagio humano, necesidad de versión hacia los demás”. (31) Y es este mestizaje lo que nos define:

“Somos hispano-americanos, somos mestizos de blanco, de cobrizo, de negro. Y de esto no tenemos escape ni remedio”. (Visión: 298). “Fusión cultural y mestizaje racial: he allí el hontanar de la calidad histórica de los pueblos hispanoamericanos, del ecuatoriano entre ellos… Por nación somos un pueblo mestizo”. (32)

Sin embargo, páginas adelante, Cevallos se contradice cuando afirma: “El Ecuador no es país de blancos, no es país de montuvios (sic), no es país de indios, no es país de cholos; es país de ecuatorianos, simplemente”. (33)

Definición tautológica y discordante que niega lo que precisamente busca afirmar, esto es el mestizaje y lo que éste conlleva: las diferencias sociales y de cultura.

Y es España o mejor, Europa (“el blanco europeo”) quien, a la hora del mestizaje, aporta el legado más valioso en la conformación del espíritu y la cultura del pueblo hispanoamericano. Esta es la opinión de Cevallos García: “Pero lo que resulta inobjetable es que el blanco europeo, hasta hoy, ha dado cumplimiento a las faenas más altas de la Historia occidental, con lo que ha modelado al Occidente y al mundo entero”. (34)

Defender, a la altura de 1960 (fecha en la que se publicó Visión teórica del Ecuador),  un enfoque racista de la Historia, hablar de la superioridad del “blanco europeo” (concepto no lejano a ese otro: la “raza aria”) significaba un lamentable retroceso a posturas ideológicas superadas en la década de los sesenta y sostenidas solo en cenáculos ultranacionalistas, allá en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, hay aquí un eco de los supuestos justificativos que siempre esgrimió la conciencia colonialista de las potencias europeas; esto es, la creencia en la superioridad racial y cultural de Occidente, declaración que ha servido para autorizar, desde hace siglos, el dominio del mundo por parte de Europa y los Estados Unidos. Y como todo imperialismo ha traído consigo etnocidio, despojo y arbitrariedad, nunca han faltado, desde Roma para acá, los justificativos de tales desmanes invocando principios de civilización. Es así, y desde esta perspectiva, que Cevallos García juzga los atropellos de los colonizadores españoles en tierras de América:

“Los españoles pudieron ser crueles en América; y lo fueron de verdad, por recurso de política o por urgencia económica; mas no fueron inhumanos  como otros imperialistas civilizados…” (35)

Esta concepción unilateral e hispanófila de la Conquista de América nos resulta ya lejana y hasta diría inadmisible, a la altura del siglo XXI. Opiniones como éstas, de Gabriel Cevallos, nos remiten por contraste a otras que, sobre este mismo hecho, habían sido emitidas, en su momento, por otro hispanoamericano hacia finales del siglo XIX y que, a pesar del tiempo transcurrido, sintonizan con la sensibilidad de una nueva generación; me refiero a José Martí.

De los pueblos aborígenes que el conquistador español doblegó, dice el patriota cubano:

“No más que pueblos en ciernes, no más que pueblos en bulbo eran aquellos que con maña sutil de viejos vividores se entró el conquistador valiente, y descargó su poderosa herrajería, lo cual fue una desdicha histórica y un crimen natural”. (36)

En cambio, por esos mismos años en los que Martí expresaba su pensamiento anticolonialista (finales del XIX), Domingo Faustino Sarmiento (un argentino que, en palabras de H. A. Murena, bien se hubiese considerado un “europeo desterrado”), cuando trató de definir al conquistador español lo hizo en estos términos: “(un) español, repetido cien veces en sentido odioso de impío, inmoral, raptor, embaucador es sinónimo de civilización, de la tradición europea traída por ellos a estos países”. Y este civilizador de las pampas argentinas (me refiero al autor de Facundo, desde luego) dirá también:

“Puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que están en posesión de un terreno privilegiado: pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada  a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy  por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra”. (37)

Y aquí vuelvo a la afirmación que motivó la reflexión que antecede: “los españoles pudieron ser crueles… mas no fueron inhumanos”. Y yo pregunto: ¿acaso la crueldad no es una forma de ser inhumano?

            Pero regresemos, una vez más, al texto de Visión teórica del Ecuador. En esta fusión de sangres y culturas que conforma nuestro mestizaje, en esta confluencia de lo indígena, lo africano y lo hispano, el aporte que, según Cevallos García, confirió personalidad y trascendencia histórica a nuestro espíritu fue el español. A esto él lo llama el  ascenso al “tercer nivel”: 

“Porque en este nivel, nuestro espíritu adquirió conformación definitiva y entró ya en la Historia, completándose al contacto y mezcla con la cultura y la raza hispana que, a más de darnos lo suyo peculiar –que fue incalculable-  nos trajo lo europeo universal”. (38)

Ahora bien: estos “aportes y donativos generosos” del español fueron fundamentalmente tres: el “espíritu lógico, el urbanismo y la cristianización de la vida”. (39)

            Es común que cada civilización se considere el eje de la historia del mundo y bajo esta ególatra  perspectiva relata  esa historia como el gran drama de su pueblo. Esto es especialmente verdad en relación a Europa y, en general, a Occidente. Hasta hace poco, bajo el título de Historia Universal se narraba la historia de Grecia, Roma, Inglaterra, Francia, España, Alemania, Portugal, Italia, Rusia, etc. El resto del mundo casi no contaba. Pueblos colonizados como los latinoamericanos así pensaron su propia historia, como sociedades periféricas y dependientes, así la escribieron y así la repitieron. Nuestras historias nacionales han sido vistas y explicadas desde la perspectiva europea. Hegel, el referente moderno de la Filosofía de la Historia, concebía el desarrollo de la historia humana como un proceso que avanzaba en una determinada dirección: “La historia universal –decía- va del Oriente al Occidente. Europa es absolutamente el fin de la Historia Universal. Asia es el comienzo”. Estos conceptos implican la exclusión de la  historia mundial de América Latina y el África. (Asia ha permanecido, según el filósofo, en un prolongado estado de “inmadurez”). Dice, además, Hegel:

“El mundo se divide en el  Viejo Mundo y en el Nuevo Mundo. El nombre de Nuevo Mundo proviene del hecho de que América… no ha sido conocida hasta hace poco para los europeos. Pero no se crea que esta distinción es puramente externa. Aquí la división es esencial. Este mundo es nuevo no solo relativamente sino absolutamente; lo es con respecto a todos sus caracteres propios, físicos y políticos… De América y de su grado de civilización, especialmente en México y Perú, tenemos información de su desarrollo, pero como una cultura enteramente particular, que expira en el momento en que el Espíritu se le aproximaLa inferioridad de estos individuos en todo respecto, es enteramente evidente”.  (Filosofía de la historia universal, vol. II)
           
            En el siglo XX, esta concepción eurocéntrica de la Historia ya fue criticada y mal vista por los propios europeos, me refiero a filósofos como Spengler y Toynbee. En 1918 Spengler ya denunció esta postura prevalida de ciertos europeos al dividir la historia del mundo aplicando los mismos criterios con los que  explicaban la evolución de Europa, esto es, en antigua, medieval, moderna, etc. Toynbee, años después, denunció el “provincialismo absurdo” de Occidente de creer que el mundo gira en torno a él desconociendo los valores de otras civilizaciones que han evolucionado con un tiempo histórico distinto y con unos valores diferentes a los occidentales. Esta visión tolemaica de la historia y en la que Europa aparece como el centro del drama universal sigue teniendo sus adeptos entre nosotros. Hay todavía historiadores (y no son pocos) que no han logrado liberarse de una visión colonizada (eurocéntrica) de los procesos latinoamericanos. Esta es la perspectiva que mantuvo Cevallos García a lo largo de su obra; y me explico que así haya sido ya que en esto, como en otras opiniones suyas, fue fiel hijo de su tiempo y de su circunstancia. Su visión del Ecuador no se apartó, en lo esencial, de la tradicional concepción hispanófila que, durante la primera mitad del siglo XX, había defendido la derecha ecuatoriana representada por Remigio Crespo Toral, Aurelio Espinosa Pólit, Isaac J. Barrera o Julio Tobar Donoso. De los textos citados se deduciría que fue España la que nos confirió un Espíritu, pues los pueblos originarios (vernáculos e incásicos) carecían de él o si lo tenían era incipiente. Ya sabemos que ese “Espíritu” al que se refiere Cevallos García no es otro que el pensamiento lógico, el pensamiento dialéctico, la cultura universalizadora, el cristianismo, el urbanismo, etc.; es decir todo aquello de que habían carecido estos pueblos para ser “civilizados”; pues –como dijo Hegel-, en cuanto se aproximó a ellos la cultura europea (el “Espíritu”) “expiró” el hombre primitivo. Como vemos, el pensamiento de Cevallos García está, en este punto, más cerca del viejo y anacrónico Hegel que de su historiador preferido, mister Arnold Toynbee.


Una prosa y un estilo

 “El dominio de la forma, la posesión del estilo, la plenitud de la manera personal, son metas inasequibles, vedadas al vulgo de los pergeñadores… A un escritor, en su condición de escritor, solo puede comprenderle otro de igual oficio,” (40) escribió Gabriel Cevallos García atestiguando con ello de algo muy cercano a él: la faena diaria que consume al auténtico escritor en su búsqueda por encontrar su propio lenguaje, la forma que exprese la impronta de su alma en aquello que escribe, ese estilo que es su huella personal. “La faena intelectual –confesó en otra ocasión- es un trabajo que cada día se cumple y jamás está cumplida. Inmenso deber. Casi infinito. Somos infinitos en la esperanza”. (41)

Al inicio de este trabajo marqué un punto de partida: el auténtico ensayo, recordé, es aquel escrito en prosa en el cual la materia verbal ya no es solo soporte de objetividades y razonamientos acerca de un tema,  cualquiera que éste sea, pues el asunto no es lo determinante, en este caso, sino, aparte de ello, de subjetivaciones de un yo, el ser altavoz de una conciencia. Además, “el arte del ensayo literario –lo dije en cierta ocasión- se fundamenta en la personalidad del  ensayista; mientras más rica sea ésta, mientras más experiencias de vida y conexiones cognoscitivas despliegue el autor, contrastando así el impulso lógico con la intuición y la imaginación, más sugestivo será el resultado”.  (42) Y es esto lo que triunfa en los ensayos de Cevallos García.

Lo dicho aquí nos acerca al aprecio de ciertas claves del estilo de este autor. Los rasgos formales de la prosa ensayística de Gabriel  Cevallos García se subordinan a una clara voluntad de estilo. En su caso, las líneas expresivas de su prosa surgen del íntimo impulso de sus ideas, obedecen al ritmo torrencial de su pensamiento, a su nunca desmentida capacidad de afinar conexiones asociativas, en fin, a la riqueza de su conocimiento y de su imaginación. Ello da como resultado un estilo claro y fluido, río de aguas espesas que se remansa, a ratos y a ratos se desborda, que acarrea evocaciones cultas que ilustran una idea que se expone o una doctrina que se defiende. El pensamiento avanza impulsado por tales asociaciones que convocan imágenes, lo que torna  sugerente y rica su prosa; una prosa que, por otra parte, corre el riesgo de la ampulosidad, el oropel verbal, el regodeo de la frase de amplia estructura.

Su saber histórico y filosófico, su conocimiento de libros y de autores, vertidos en sus escritos de forma natural y para nada petulante, amplían su palabra, confieren solidez a una prosa que se disuelve en frases amplias, que se deleita en el enunciado oratorio, enjundioso; prosa en la que la claridad del pensamiento no se pierde ni se opaca, pero que se torna barroca ya que, cual torrente caudaloso, arrastra sedimentos conceptuales, sugestiones semánticas. Ello se aprecia en la construcción del párrafo, estructura que  se divide y subdivide en incisos subordinados a impulsos de los diversos matices de la idea. El resultado es un estilo verboso que se vierte en abundante fraseo, en ostentación retórica,  ajeno a toda economía expresiva, que convoca demasiadas palabras,  hojarasca barroca que al caer en desmesura, se torna en vicio elocutivo…


Tumbaco, septiembre de 2010
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(1)   Un testimonio personal de lo aquí expresado lo podrá encontrar el lector en “Evocación de un maestro”, microensayo incluido en mi libro titulado Los espejos y la noche; edición de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, Quito, 2010.
(2)   Edición del Banco Central del Ecuador, sucursal de Cuenca, 1987.
(3)   Su libro más conocido es probablemente Visión teórica del Ecuador, obra con la que se inicia la colección bibliográfica llamada Biblioteca Ecuatoriana Mínima.
(4)    En la biblioteca de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, en Quito, he encontrado un trabajo mecanografiado (230 pág.) escrito en 1991 por Guillermo Urgilés Campos titulado “Filosofía de la Historia o Metahistoria en Gabriel Cevallos García.” tesis previa a la obtención del título de Doctor en Filosofía. En la Revista Procesos   No. 22, año 2005, publicada por la Corporación Editora Nacional consta un artículo de Catalina León Pesantez titulado “Filosofía e Historia en el pensamiento de Gabriel Cevallos García” (ps. 131 a 136). Y no he encontrado más comentarios dignos de consideración sobre nuestro autor.
(5)    Son pocos los libros suyos que uno logra encontrar en las bibliotecas públicas. Los trece tomos de las “Obras completas” que publicó el Banco Central del Ecuador, sucursal de Cuenca, tuvieron escaso tiraje (lo que equivale a quedarse elegantemente inédito). Pero,  además –y esto es lo peor-, fueron mal editadas, con un prólogo –hay que decirlo- nada auspicioso, pues no estuvo a la altura del autor.  
(6)   En Obras Completas T. I  Temas históricos ecuatorianos. Cuenca, 1987, p 71.
(7)   Idem
(8)   En “En la entraña de la Historia”, incluido en De aquí y de allá; Tomo II. Cuenca, Casa de la Cultura, Núcleo del Azuay. 1963. p 318.
(9)   Con este concepto Dilthey dio por superada la clásica tríada kantiana de la crítica de la razón pura, de la razón práctica y del juicio..
(10) En “Tres siluetas de la palabra de honor”. Ensayo incluido en De aquí de allá; Tomo I,             Cuenca, 1962.
(11)  “En la entraña de la Historia”, ps. 325, 326.
(12)   Idem p. 348. Añade luego: “… debemos afirmar que la Historia no es obra de tres o cuatro pasiones negativas hábilmente explotadas ni que el hombre es simple juguete de la vida económica, del imperialismo o de la lucha de clases. Necesitamos, de modo absoluto, afirmar que el hombre es sujeto y señor de la Historia, que es persona responsable que se desenvuelve contrariando los estrechos postulaos del materialismo histórico”. Ps. 350, 351.
(13)   En la entraña de la Historia”, 351
(14)  Idem 351.
(15)  Idem 355.
(16)  Idem  356.
(17)   Idem 352.
(18)   Idem 353 a 355.
(19)   Idem 357, 358.
(20)   Idem 361.
(21)   Nota “Tres siluetas de la palabra de honor”, incluido en De aquí y ahora. Tomo 1. P. 80.
(22)   Idem
(23)  Visión Teórica del Ecuador, 307.
(24)   Visión, 309.
(25)   Visión, 312.
(26)   Visión, 294.
(27)   Visión, 319.
(28)   Visión, 326, 327.
(29)   El pensamiento salvaje. Fondo de Cultura Económica, México. 1964, p. 388.
(30)   Id. p. 359. Frase, esta última, de Beth, en Les fondaments logiques des mathematiques, Paris, 1955. Los  pueblos originarios de  América, aquellos que encontraron aquí los europeos, no fueron, ni de lejos, ese rebaño de infrahombres incapaces de pensar con lógica, ineptos para dar soluciones inteligentes frente al medio y organizar, a su modo, el espacio, el tiempo y la vida social tal como los mira Gabriel Cevallos García. Como hemos señalado, a la luz de la antropología contemporánea y luego de los estudios de Levy-Strauss ya nadie puede sostener tamaña desmesura. No está demás abundar aquí en razones  citando las conclusiones a las que arriba el célebre profesor de La Sorbona en su libro La pensée sauvage: Cierto es que las propiedades accesibles al pensamiento salvaje no son las mismas que las que  llaman la atención de los sabios. Según cada caso, el mundo físico es abordado por extremos opuestos. Uno supremamente concreto, otro supremamente abstracto, y ya sea desde el punto de vista  de las cualidades sensibles  o del de las propiedades formales. (…)  así el uno como el otro, e independientemente el uno del otro, tanto en el tiempo como en el espacio, hayan conducido a dos saberes distintos, aunque igualmente positivos: aquel cuya base ha sido proporcionada  por una teoría de lo sensible, y que continúa satisfaciendo nuestras necesidades esenciales por medio de esas artes de la civilización: agricultura, cría de ganado, alfarería, tejido, conservación  y preparación de alimentos, etc., de las que la época neolítica señala el florecimiento y aquel que se sitúa, de golpe, en el plano de lo inteligible y del que ha salido la ciencia contemporánea. Hemos tenido que esperar hasta mediados del siglo actual para que estos caminos, durante tanto tempo separados, se cruzasen: el que llega al mundo físico por rodeo de la comunicación, y aquel del que sabemos, desde hace poco, que, por el rodeo de la física, llega al mundo de la comunicación. El sistema entero del conocimiento humano cobra, así, el carácter de un sistema cerrado. Por tanto, es seguir siendo fiel a la inspiración del pensamiento salvaje  el reconocer que el espíritu científico en su forma más moderna, habrá contribuido, en virtud de un encuentro que solo él supo prever, a legitimar sus principios y a restablecerlo en sus derechos”. (390).
(31)  Visión: 295.
(32) Visión: 310.
(33) Visión: 301.
(34) Visión: 296.
(35) Visión: 296. Cursivas del propio autor.
(36): Citado por Roberto Fernández Retamar en Calibán y otros ensayos.  Editorial Arte y Literatura. La Habana, 1979.
(37) Cf. Fernández Retamar, op. cit.
(38) Visión: 368.
(39) Visión: 370.
(40)  En “Crespo Toral, testimonio de su tiempo”. De aquí y allá Tomo I p. 82.
(41)  “Liminar”, en De aquí y de allá, Tomo I p.9.

(42)  Juan Valdano, en Los espejos y la noche, p. 42.