Juan
Valdano
La
visión descarnada del colonialismo y la añoranza de la inocencia primigenia (ese
paraíso perdido), están presentes en la obra de dos excepcionales testigos del
mundo moderno: Joseph Conrad y Paul Gauguin. Desde la literatura y el arte, cada
uno de ellos se confiesa. Hablan de sus aventuras, caídas, derrotas y pasiones;
atormentados testimonios que iluminan, al menos lateralmente, ese abismo
insondable de la condición humana.
No
deja de escucharse en las novelas de Conrad la voz demorada del hombre que ha
curtido su vida en largas travesías de mar. A sus compañeros de aventura los
convoca a las páginas de sus libros. Hablan de la hazaña temeraria del despojo
y el dominio colonizador en tierras de África y Asia. Cada quien destejerá su
memoria, contará su historia; historias que, a la postre, resultan ser una sola:
la sistemática depredación del hombre blanco -trasunto del superhombre
nietzscheano-, que, en nombre del progreso y la civilización, se torna bárbaro,
oprime pueblos y esquilma tesoros enriqueciendo aún más la decadente Europa de
finales del siglo XIX.
Gauguin,
al igual que Conrad su contemporáneo, escapa de Europa, se hunde en universos
que están más allá de su horizonte cultural y geográfico, en las antípodas del
mundo civilizado de entonces. Con su baúl a cuestas, desembarca en 1891 en
Tahití, isla perdida de la Polinesia. A
ese supuesto paraíso Gauguin llevó su infierno: la sífilis que le habían
inoculado en los burdeles de París. A
contracorriente del conformismo y la vida muelle de otros colegas suyos,
pintores mediocres que disfrutaban de la venia en los salones y cafés de París,
Gauguin va en busca de lo exótico, de la libertad sin normas, el edén extraviado:
el Adán y la Eva en su despojamiento primigenio. Al igual que otros espíritus
de su tiempo, Gauguin tiene de su sociedad una visión sombría; está consciente
de la decadencia de la cultura europea. Pocos años después, a inicios del siglo
XX, ese malestar será definido por Heidegger, como un ”olvido del ser”; esto es, el extravío de la
fuente primigenia de la verdadera sabiduría, aquella de la cual surgió la
cultura de Occidente: el conocimiento del mundo para el perfeccionamiento del
ser humano y no para dominarlo ni menos destruirlo.
Contratado
por una sociedad belga de comercio,
Conrad formó parte de un grupo de exploradores y negociantes de marfil que, a
bordo de un barco mercante, se internó en los selváticos territorios que atraviesa el río Congo, en junio de 1890.
La experiencia vivida en aquella ocasión, el contacto con los pueblos nativos y
sus ritos sangrientos, le sirvieron para escribir El
corazón de las tinieblas, uno de sus relatos más estremecedores. La novela
narra la fluvial travesía por aguas oscuras y repletas de ominosos presagios;
su misión: rescatar a Kurtz, personaje borroso y mítico que había sido secuestrado
en la selva por los nativos y quienes lo veneran como a un dios. Sintiendo el
quemante aliento del odio Kurtz muere no sin antes exclamar: “exterminad a esos
animales”.
Cual
otro Miguel Ángel, a Gauguin le consume la volcánica terribilitá creativa al
momento de dar forma a sus personajes. En sus telas busca reproducir la armonía
entre el ser humano y la naturaleza; busca la Eva primigenia, la dignidad
sustancial de lo humano. Pinta nativas desnudas, en su inocencia salvaje, con
la mirada limpia y despojada de lascivia, esa tara que la civilización acarrea.
Y mostrándose entre la soledad y la solidaridad se pinta a sí mismo en medio de
aquella gente sencilla, como uno más de
esa sociedad tribal a la que no acosa la ética del laboro diario que tanto
atosiga a la civilización consumista, Sus cuadros dan testimonio de su
perplejidad, de su estupor frente al sortilegio que despierta en él ese mundo
exótico, primigenio y secreto como la vida misma. El pintor quiso renunciar a
su naturaleza de hombre civilizado, se esforzó por ser un salvaje más entre esos
salvajes, se vistió como ellos, quemó sus ropas parisienses y descalzo caminó,
como otro polinesio, por los senderos de la isla, pero si bien pudo cambiar de
atuendo, jamás pudo cambiar de alma.
Las
ideas de Darwin y un radical pesimismo por la naturaleza humana circulan, cual
un río subterráneo, por los textos de Conrad. La clave de sus relatos estaría
en la ironía: Conrad parece decirnos que la barbarie más atroz no está en la
jungla tropical, se agazapa en el corazón de una civilización depredadora que
en nombre del progreso lleva la destrucción y la muerte a pueblos inermes. El
blanco civilizado resulta más salvaje y tenebroso que el oscuro hombre de las
selvas
En
la mirada de Gauguin hay un intento de adentrarse en las vidas de esos nativos;
sin embargo y a pesar de ello, hay todo un universo que los separa, una distancia psicológica y cultural. El
mundo secreto de esas gentes sencillas persistirá clausurado, incomprensible y el pintor, por más que se aplique en entrar
en ese universo, permanecerá en el exterior, lejano siempre, cercado por los
juicios y prejuicios de su civilización. Gauguin no llegará a encontrar la
clave para ingresar en esa ciudad secreta. Quedó fuera del paraíso, su
infierno, la sífilis traída desde su propio mundo, lo mató, la civilización de
la que abjuró un día se vengó. Era un extraño al paraíso; en sus venas portaba
el veneno de la sierpe.
Octubre 2012
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