JUAN VALDANO
Entre
la serpiente y el cóndor, Cusco espera ensimismada el retorno de antiguas
grandezas.
Hace unos días he estado en
el Cusco. Mis pasos han fatigado sus calles estrechas y tortuosas, ateridas de
frío y llovizna; he visitado sus museos, iglesias y monasterios. Me he entado
en sus casas viejas con olor a decadencia y virreinato y en las que aún duermen
gastados vestigios de esplendores imperiales. He visto, no sin admiración y cierto
pesar, las nobles piedras del Coricancha, templo mayor del incario que yace humillado bajo el peso de advenedizos
arcos de medio punto del santuario dominicano que el conquistador, en gesto de
dominio, los erigió sobre él. Me he
aventurado por senderos inverosímiles de abismo y pedernal, peldaños de canto
tosco que me llevaron a los ciclópeos muros de Sacsayhuamán, a las terrazas
agrícolas de Pisac, a los monolitos rosados de Ollantaytambo, a las neblinosas alturas
de Machu Picchu. Cada civilización trae su propia visión del espacio y del
tiempo; modela una arquitectura que se nutre de su espíritu; lleva una forma
que le es propia, una cosmovisión que informa un estilo de ser y concebir esa relación
del ser humano con su entorno, lo que determina el ritmo de la vida, las labores
y sus días. No hay cambio de arquitectura sin cambio de civilización.
Y he imaginado al Inca entrando
por altas puertas trapezoidales que dan
acceso a sus palacios de piedra, al rey transportado en vistosas andas que
sobre sus hombros cargan decenas de servidores: a Pachacútec el demiurgo del
imperio; a Túpac Yupanqui el conquistador y cuyo palacio de pulido granito es
hoy un banco inglés, lo que, en buena semántica, quiere decir que el colonialismo
de los tiempos de Pizarro aún está vivo; a
Huayna Capac que apreció más el aire soleado del Quitu que el álgido de su
patria; a Huascar, el desdichado.
En cada sitio he palpado la perseverancia
de la cultura inca, su paciencia, tesón y terquedad; la única gran civilización
que ha florecido en Sudamérica y cuya voluntad de pervivencia se materializa en
la piedra, su elemento, su signo y su destino.
A cada provocación del entorno, el inca dio respuestas originales. Solo
así logró superar las duras condiciones que los Andes imponen a la vida humana.
Al igual que el cóndor que hace su nido en la más alta cresta de la cordillera,
el inca hizo del risco su casa y mirador. Incapaz de sobrevivir en la selva o
el desierto, dominó su medio: la montaña, la roca, el frío, la soledad, la
altura. Nación rica en reservas morales y dotada de férrea voluntad de dominio,
avasalló los pueblos de la gran cordillera y que, con el tiempo, hicieron del
quichua su lengua y de lo inca su estilo de vida.Más acá del tiempo y más allá
del silencio, entre la piedra y el cielo, entre la serpiente y el cóndor, Cusco
espera ensimismada el retorno de antiguas grandezas, sabe que el futuro se
recuerda y el pasado se lo inventa, espera a Pachacútec, el renovador eterno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario