Juan Valdano
Que sea el poeta quien hable primero.
Helo aquí: “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan,/turbulento, carnal, sensual,
comiendo, bebiendo y engendrando, / nada sentimental, sin ponerse por encima de
los hombres /ni de las mujeres o aparte de ellos,/no más modesto que
inmodesto…/Quien degrada a otro a mí me degrada, /y cuanto se haga o diga
vuelve al fin a mí… / Pronuncio el santo y seña primordial, doy la señal de la
democracia…/Creo en la carne y en los apetitos. /Ver oír, tocar son milagros…
/Divino soy dentro y fuera y santifico cuanto toco y me toca…”(De “Canto de mí
mismo”).
Llama la atención la voz potente de
Whitman, su palabra con aliento bíblico,
el verbo que no desmiente el eco lejano del “fiat” primigenio, el vocablo
capaz de crear el mundo con solo nombrarlo. Voz abarcadora que se desborda en verbalismo, en panteísmo.
Si tal es su virtud, lo es también su vicio: la hojarasca, el regodeo en su
propia dicción, la proclividad por inventariar todo lo que a su vista se
presenta y lo que en su memoria desfila; un recurso que si bien ayuda a la
gnosis de su universo, bordea el fárrago.
Extraño demiurgo, profeta con barbas del
druida, divinidad sibilina con arcaicos atributos en un siglo como el suyo, de
hierro, pragmatismo y democracia; en una patria como la suya, la América de
Lincoln. Walt Whitman se siente parte de un antiguo linaje de agoreros que se
sabían poseedores y poseídos de una divinidad oculta y potente, todo según la milenaria
creencia griega. Tal idea le fue inculcada por el filósofo Emerson, su maestro,
quien hablaba de los poetas como “dioses liberadores”. El temprano espaldarazo
que Emerson dio al autor de “Hojas de hierba” (1855) despertó su egotismo, la
vanidosa creencia de que poseía dones proféticos para anunciar su verdad a los descendientes
de Calibán, sus hermanos, el mensaje
visionario para hombres nuevos, ciudadanos de un país nuevo: los Estados
Unidos, en un tiempo nuevo: el siglo de la máquina, la modernidad, el progreso y
la democracia.
Muchos
fueron los devotos que marcharon tras sus huellas. En él vieron al bardo nacional
que, al fin, se desvincula de la esquilmada tradición europea; al poeta de
América. Él era Uno y era Todos, conjunción de individuo y comunidad y en el
que el “mí-mismo” de su Canto se llenaba de la altisonante voz del Hombre-Masa,
el norteamericano común, “un varón bruto y agresivo”, en opinión de H. Bloom. El
yo-real del Canto es, en cambio otro; guarda resonancias con su universo íntimo:
la noche, la muerte, la madre y el mar.
Por esos mismos años, otros alucinados
como Joseph Smith ya habían iniciado la cosecha mormónica con la Biblia en la
mano y la poligamia en la alcoba. Whitman, un carpintero con poses de divino
Maestro, un cuáquero disidente que había abjurado del puritanismo y sus
traumas: el pecado y la culpa, se autoerigía el poeta de la nueva religión para
su pueblo. (“El sacerdote se va, el divino literatus llega”). Imbuido de su trascendencia
y henchido de egotismo tomó su libro y dijo: “este libro no es un libro, quien
lo toca, toca un hombre… Espero el
tiempo en que yo sea un dios”.
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