JUAN VALDANO
Expulsado
del jardín de los dioses, el hombre enfrentará un mundo yermo y hostil,
descubrirá lo prohibido: la libertad.
Presumo
que desde ese instante en que los primeros bípedos con rasgos humanoides
trajinaron sobre la faz de la
tierra no dejaron de sentir, al igual
que las fieras, un mismo instinto depredador. Erguidos y sin el apoyo de las
manos para caminar, dejaron de mirar el suelo para ver las estrellas. Entonces,
algo nuevo prendió en su mirada; algo que los apartó del ámbito oscuro de lo
irracional, que se resolvió en un estado de conciencia, la tristeza de estar solos en un mundo
poblado de amenazas y misterios, la añoranza de cierta inocencia perdida. Desde
aquella lóbrega noche originaria, la humanidad ha trajinado con la nostalgia de
un paraíso del que, sin saber el porqué, fue expulsada un día debiendo, en
adelante, marchar por el mundo con la culpa a cuestas; culpa enigmática para el
entender del hombre. La añoranza de una edad de armonía y plenitud (“edad dorada”
como la denominó el poeta Virgilio), bien perdido para siempre, ha estado
latiendo perpetuamente en el subconsciente de cada individuo de la especie
humana; algo que se ha explicado como un residuo psíquico de experiencias
semejantes que, desde un tiempo inmemorial, han vivido los antepasados y que,
de tan reiteradas, han pasado a formar parte de la estructura de nuestro
cerebro (Jung).
De esa
“edad dorada” habló Cervantes en memorable página de El Quijote cuando puso en
boca de su personaje razones tan bien dichas que los cabreros a quienes iban
dirigidas lo escuchaban abobados: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a
quien los antiguos pusieron nombre de dorados… entonces, los que en ella vivían
ignoraban estas dos palabras de tuyo
y mío”. Este mismo espíritu de hermandad triunfa en la “Oda a la
alegría” de Schiller y que Beethoven la llevó a su IX Sinfonía.
A
contracorriente de los que opinan que el mundo ideal quedó atrás, en la
preconciencia del ser humano, están aquellos que, en cambio, sostienen que el
mundo feliz está aquí, a nuestro alcance, a la vuelta de la esquina.
Leibniz (1646-1716) fue uno de los que
alimentó esta idea. Filósofo optimista mimado por la corte de Maguncia, sostuvo
que el mundo que vivimos es el mejor de
los mundos posibles, obra de la libre elección de Dios. Con cinismo y paradoja,
Aldous Huxley (1894-1963) imaginó en “Un mundo feliz” (ficción distópica de la
civilización tecnológica del futuro), una sociedad sin amor ni libertad,
pesadilla de esclavos en la que triunfa la ética del pragmatismo.
La
mitología, la literatura y la religión no han dejado de fabular acerca de ese
mítico edén que acunó a los padres de la humanidad, jardín en el que, según la
leyenda, todas las delicias eran posibles menos una, aquella que tienta al
deseo y pone a prueba la voluntad. Expulsado del jardín de los dioses, el
hombre enfrentará un mundo yermo y hostil, descubrirá lo prohibido: la
libertad. Dueño de su albedrío y nostálgico del paraíso trazará su camino entre
la culpa y la inocencia.
Mayo 2013
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