Juan
Valdano
Pintura sin anécdota, referida a sí misma, preludio del
abstraccionismo del siglo XX y del expresionismo pictórico de un Jackson
Pollock.
Del
pintor Claude Monet se cuenta una anécdota que lo retrata en su terco empeño
por llegar a capturar en sus lienzos el pulso de la luz vibrando en el paisaje.
Narra la historia que un día, provisto de paleta, pinceles y bastidor plantó su
caballete en una playa de Normandía resuelto a pintar el oscilante mar cuyas
olas venían a morir en la arena. Y cuando ya se hallaba a punto de concluir el
cuadro, se levantó una ola que lo envolvió de repente llevándose consigo la
pintura y al pintor, quien, si no salió ahogado sí, al menos, con las ilusiones
perdidas.
Monet,
pintor del pleno aire y de la luz cambiante,
baja el cielo y las nubes a sus cuadros, los jardines en ellos se
ventilan con la brisa. No son paisajes recordados, son visiones fugaces de un feliz hallazgo del mundo, impresiones
efímeras de una vivencia poética de la naturaleza, el gozo pasajero de los
sentidos. Decir que pinta el cielo resulta una metáfora tan vacía como
trillada, porque lo que pinta es el eco visual del cielo y las movedizas nubes
en el penetrable espejo de un estanque. Al mirar esos cuadros suyos en los que
las olas marinas se rompen contra los acantilados de Normandía nos subyuga la
visión de aquel magnífico espectáculo en el que el mar estalla con fuerza en la
abrupta roca y, por misteriosas asociaciones, me ocurre, a veces, que a los oídos
me llega esa célebre sinfonía que sobre el mar escribiera Debussy, ese otro
impresionista.
Por
un juego visual y mental (novedoso hallazgo del Impresionismo), aquellas
pequeñas manchas de color puro que Monet dejaba caer sobre la tela llegan a la
retina de quien las contempla ya no aisladas ni yuxtapuestas, sino
milagrosamente combinadas produciendo la magia de un color compuesto que vibra
con la cálida luz del día.
Si
quien mira uno de sus jardines de Giverny es un espectador dotado de
imaginación hasta podría entrar en el cuadro y deambular por esos senderos bajo la tamizada luz diurna, entre el rojo de
las amapolas, el blanco de los lirios, el azul de los corimbos y la verde
cabellera de sauces llorones que se miran en estanques donde flotan islas de
ninfeas. Y hasta es posible que, por un previsible juego de sinestesias, a la
vez que el color de las flores nos subyugue, su perfume nos exalte. Si no hay
capacidad de asombrarse no será posible penetrar en el misterio de ese pequeño
mundo de apariencia salvaje que, sin embargo, guarda su secreta armonía. En
algunas de las telas, como sus puentes y ninfeas, se sugiere un espacio sin
límite y sin medida y, a la vez, íntimo y decorativo. Pintura sin anécdota,
referida a sí misma, preludio del abstraccionismo del siglo XX y del
expresionismo pictórico de un Jackson Pollock.
No
es impertinencia afirmar que Claude Monet buscaba trasladar a su pintura esa misma
idea del arte “visionario” que, por aquellos años y en los antros bohemios de
París, subyugó a ese joven díscolo y provocador llamado Arthur Rimbaud.
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