sábado, 21 de diciembre de 2013

En busca del padre


Por: Juan Valdano

Asunto recurrente en el mito y la leyenda es la búsqueda del progenitor; personaje brumoso que por algún evento aciago se alejó del hogar. Es una búsqueda del hijo; indagación impulsada por la nostalgia de quien se siente huérfano y desheredado de un ancestro que, por sangre y tradición, le corresponde. Es una historia que resurge en relatos antiguos y modernos de culturas muy diversas; historia que muta sin dejar de ser la misma: solo cambian los nombres y los ámbitos en los que se mueven los personajes. Telémaco buscará siempre a Odiseo; Edipo no dejará de indagar su sibilino ancestro; el Hijo Pródigo no descansará hasta recuperar el abrazo del padre; Juan Preciado atravesará Comala indagando el paradero de Pedro Páramo. La búsqueda del padre resulta ser un arquetipo generalmente trágico; el símbolo de la exploración del propio Yo; la indagación acerca del origen; la eterna pregunta sobre la identidad: ¿Quién soy?, ¿quiénes somos?

Desde los sosegados días coloniales hasta los intranquilos de hoy dos rasgos han particularizado a esta sociedad: el enmascaramiento y la orfandad. De lo primero hablé ya en un artículo anterior; de lo segundo me ocuparé ahora.

Desde lo íntimo del Yo, desde el cerco del super-Yo que teje la indeliberada trama de la conducta cotidiana, el ecuatoriano  no  es aquel que “empieza en sí mismo” ni “el hijo de la nada”, como decía Octavio Paz del mexicano; su situación resulta ser más dramática: es alguien a quien agobia un sentimiento de orfandad, el hijo que busca al padre, el expósito al que se le niega un lugar en la casa paterna. La sensación de desamparo era general en la sociedad colonial. El indio, el mestizo y el criollo vivían, cada uno a su manera, una profunda orfandad que hacía que todos se sintieran ilegítimos. Luego de la muerte de Atahualpa y ante el derrumbamiento del panteón aborigen, el indio debió sentirse un ser sin asidero alguno, ni divino ni humano, huérfano total. El criollo también alimentaba un sentimiento de orfandad al constatar que la “madre patria” no le trataba con la deferencia que él esperaba. La lucha de los criollos por reivindicar su españolismo no es sino un capítulo en esta historia de nuestra búsqueda de identidad. Sin embargo, el personaje en quien más se acendró un sentimiento de orfandad fue el mestizo, el huairapamushca por esencia, evidencia de la culpa y la afrenta. La orfandad del mestizo era ausencia de padre; el progenitor era ignoto o lejano. En este abandono crece la imagen de la madre. La relación con la  madre es muy fuerte; se sustenta en una cadena de abnegaciones, silencios, lágrimas furtivas, rencor vago. En esta soledad, el sentimiento de orfandad crece como un gran vacío, germina la cultura del lamento. Es en el pasillo, música esencialmente mestiza, donde confesamos todas nuestras tragedias, traiciones, inconstancias y blasfemias; en síntesis, nuestra orfandad irredenta.

Publicado en Diario EL COMERCIO. Quito, 20 de diciembre 2013




La máscara y el Otro


Juan  Valdano

Vienen tiempos de máscaras, disfraces e inocentadas, tiempos de la broma y la chanza callejera; tiempos de dejar de ser uno y aparentar ser otro. Quien usa la máscara esconde su yo; ostenta lo que no es, disimula lo que es. Un gesto por el cual quien la usa dice al mundo: “ya no soy el que era, ahora soy otro”. Toda transformación encierra algo de secreto, obscuro e ignominioso. Toda metamorfosis es misteriosa y ambigua, tiende a esconderse; de ahí la máscara. Desde que el hombre existe, la máscara estuvo junto a él; la necesitó para ocultarse bajo una falsa identidad, aparentar ser otro: más feroz que un tigre, más terrorífico que un dios. Bastó mirarse en un estanque y decir: “Soy nadie, soy como todos, seré Otro” e inventó la máscara. En ese instante nació Narciso quien, al ver que sus ojos a sus ojos acechaban, descubrió la conciencia y con ella, la seducción, el disimulo, la astucia, la emboscada, la simulación, la utilidad de la paciencia. La máscara convierte al enmascarado en personaje y actor de una farsa y al mundo en su escenario; lo trasmuta en hechicero, en sapiente mediador entre los seres de un día y los inmortales, pues de estos ha recibido el vedado rostro de lo terrible.

El enmascaramiento es algo inherente a la naturaleza del ser humano. Nuestra conducta está marcada por el juego del engaño y la apariencia. Freud, Marx y Nietzsche, filósofos de la sospecha, desentrañaron el probable sentido de este oscuro impulso que nos impele al disfraz. Cada uno de ellos vislumbró los mecanismos que mueven el comportamiento enmascarado: las celadas de la conciencia. Para Freud, el ser humano no siempre es racional; al contrario hay, en él, mucho de irracionalidad, el inconsciente maneja las claves de su conducta y el Yo no manda en su propia casa. Marx se especializó en la denuncia de las máscaras ideológicas, de los elaborados mecanismos de control social a partir de las relaciones económicas. Decir que la vida es eterno conflicto es llover sobre mojado, Heráclito lo dijo hace siglos y Darwin volvió a esta idea en aquellos días en los que  Marx elaboraba su visión de la Historia como irreconciliable lucha entre los de arriba y los de abajo. En sus insomnios recurrentes Nietzsche vislumbró al ser humano agobiado bajo la opresiva máscara de una moral heredada, la “moral del rebaño”, despreciadora de la vida y los sentidos; redimirse de ella, dijo, es tarea de superhombres.

La máscara encubre el subconsciente que tras la faz asecha, espejo de secretas frustraciones, reflejo de carencias, jeroglífico de íntimos naufragios. No hay ser sin accidente,  salvo el Ser divino; ontológicamente somos la suma de accidentes, casualidades y atropellos que se han añadido a nuestra esencia humana. La metamorfosis es la escritura de la vida: la crisálida quiere ser mariposa, el rostro deviene en máscara y la máscara en persona.

Hay especies zoológicas  (y el ser humano es una de ellas) a las que la Naturaleza les ha dotado de asombroso talento mimético, facultad que les permite esconder, tras una grata apariencia su verdadero aspecto, no de otra forma, los humanos actuamos ante los demás en ciertas circunstancias. Todo ello es comportamiento instintivo y la conducta enmascarada una refinada técnica de engaño y conquista.

En lo que a nosotros concierne, pueblos andinos y mestizos, sostengo que hay dos rasgos que han marcado nuestro ser colectivo: el enmascaramiento y la orfandad. Me referiré a lo primero. Para ello, es inevitable regresar a lo que ya expuse en mi libro Identidad y formas de lo ecuatoriano (Eskeletra, 2005).

Hay un dicho popular que nos retrata: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Una conducta que siempre nos ha definido es esta tendencia a esconder lo que profundamente somos: nuestro origen y filiación mestiza; ello conlleva a ostentar aquello que no somos y a lo que, con toda el alma, anhelamos copiar: lo extranjero (europeo o yanqui). El huir de sí mismo, el ir tras sus quimeras es lo que hace del mestizo un hombre con un hondo vacío interno, un vacío que quiere llenarlo con presencias ajenas. El ¿quién soy? es su incógnita; el ¿cómo vivir?, el ¿cómo amar?, el ¿cómo morir? son sus frustraciones. Si la esencia del mestizo es un enigma, su existencia es una agonía. Somos comediantes por adaptación social. Si queremos sobresalir en una sociedad en la que todos esconden su identidad hay que ser buenos actores. Pueblo mitómano e imaginativo, la mentira es nuestra mayor flaqueza, pero también la fuente de nuestro ingenio. La mentira nunca es sana, pero entre nosotros puede ser lucrativa aunque siempre estéril porque a la par que nos niega, nos empequeñece. ¿Afán de vestirnos con disfraz prestado con la intención de parecer ante el mundo mejor de lo que en verdad somos? ¿Qué nos define? ¿Lo que somos y no lo aceptamos o lo que no somos y, por el contrario, lo anhelamos? ¿Qué es más importante en la vida: ser o parecer? ¿Vale más mostrarnos como una mala copia de lo ajeno, antes que identificarnos a partir de nuestras raíces? ¿Es buena la mentira porque nos maquilla y mala la verdad porque nos desdora? Estas y otras conexiones ideológicas subyacen, sin duda, en todas estas hechuras de titiritero.

La máscara pasa a ser el rostro y el parecer deviene en una forma de ser. Lo ridículo adquiere atuendo de dignidad; lo trágico cómico de las actuaciones se diluye en el patetismo con el que llevamos nuestras vidas. El camino de las paradojas está entonces abierto. Somos auténticos en la mentira y en la verdad, falaces. El actor se vuelve cómplice del personaje. No importa ser Nadie, lo que vale es parecer Alguien. Si hay en todo esto una ética, no es otra que la ética de la simulación.


6 de diciembre, 2013

sábado, 23 de noviembre de 2013

Los mares de Debussy



Juan Valdano

¿Quién no se habrá dejado seducir por ese oleaje de música que discurre en la sinfonía que sobre el mar compuso Claude Debussy? Escrita en 1903, “El mar” es la obra sinfónica que más define el estilo impresionista de su autor. En la historia de la música, Debussy significa una ruptura con las formas tradicionales del Romanticismo. Su obra marca la apertura a un nuevo lenguaje,  el camino por el que trajinará la música contemporánea. Con Debussy desaparece la anécdota; la grandilocuencia wagneriana es cada vez más lejana. En opinión de Pierre Boulez, el precursor de las formas musicales del siglo XX es Debussy y no Ígor Stravinski; sin aquel no se explicaría lo que, luego, vino detrás: las audacias de un Varese o de un Messiaen.

“El mar”, obra cumbre de Debussy, se abre a sonoridades sutiles y acordes sensoriales; una asociación de color, luminosidad, movimiento e instantaneidad. Escucharla es sumergirse en un vaivén de olas marinas en el suave declive de una playa. Música con exóticos ecos orientales de címbalos y ajorcas; flautas con el poder de encantar serpientes; cantos mágicos de sirenas que subyugan al argonauta; ulular de cornos que suenan a nostalgia, a lejano llamado de un misterio. Un desplegar de impresiones y sinestesias; una sabia concepción con un resultado admirable.  En fin, retorno a lo primitivo, a lo abisal, a lo dormido. En cierta forma, este mar de Debussy anunciaba los mesurados versos de Valery: “el mar, el mar que siempre está empezando…/ piel de pantera y clámide horadada… hidra absoluta/ que te muerdes la cola refulgente/ en un túmulo análogo al silencio” (Cementerio marino”).

En Debussy confluyen las corrientes espirituales y estéticas de la cultura francesa de fines del siglo XIX. En esa búsqueda de nuevas formas y lenguajes, su música se enriqueció en un ir y venir de influencias. Hay un diálogo constante con el simbolismo, el impresionismo y ese espíritu decadente de fin de siglo marcado por el pesimismo, el tedio y la filosofía de Schopenhauer. Ejemplo de ello son las coincidencias entre Debussy y los poetas simbolistas como Verlaine (“la música ante todo”), Rimbaud (su soneto a las vocales) y, sobre todo, Mallarmé quien trataba de conferir al verso sugestivas asonancias musicales o, como él decía: “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. De igual forma, aquel afán sensualista del impresionismo pictórico, aquella insobornable voluntad de un Monet o un Cézanne por capturar en un lienzo la vibración instantánea de la luz sobre las cosas, es evidente también en la sensualidad colorista de Debussy.  

Pleno de sugestiones y sugerencias, esta sinfonía es el mar y todos los mares, a la vez; lo permanente y lo cambiante, la roca y la espuma; la apoteosis del sonido, la música sin otro asidero que la música misma; el “arte por el arte”. Debussy lo sugiere todo con esa lúcida inocencia de las cosas naturales y sencillas.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Los tiranos y sus novelas



Juan Valdano

No ha habido en Hispanoamérica dictador con caché que no haya pasado a la categoría de ilustre personaje literario.

         Si bien es verdad que los hispanoamericanos no somos los inventores de esa forma del Mal que son las dictaduras, sin embargo, la torturada historia de este Continente muestra que nuestros pueblos han debido sufrirlas cíclicamente como esas pestes que llegan y se quedan para desdicha de la humanidad. Parece que fue Julio César quien primero modeló el arquetipo del dictador vitalicio, patrón que muchos han imitado y siguen imitando imbuidos, como siempre, de la idea de que son ellos y nadie más que ellos los únicos guías y protectores de sus pueblos.

         La figura del dictador emerge cuando una sociedad está a punto de naufragar en la anarquía y el caos; para conjurar el peligro surge la necesidad de un caudillo que sea capaz de restablecer el orden y la ley. Tal fue el caso de García Moreno. Hay caudillos que, una vez trepados al poder, se engolosinan con él, inventan formas de eternizarse en el mando. Se erigen en destino de los ciudadanos, convierten en ley su arbitraria voluntad, constriñen la libertad individual. En vez de instaurar la armonía, se agrava la discordia. El tirano es ese rey que las ranas pedían a Júpiter les enviase. Tanto clamaron que el dios les envió lo que ellas merecían: una sierpe que acalló el charco devorándolas

         Nada bueno suelen dejarnos los tiranos a no ser la leyenda que tras  ellos pervive siempre. Sombría leyenda la suya, conseja que se  queda flotando en el tiempo, en tanto que su vera efigie se pierde en el pasado; fantasía que pasa a formar parte de la fábula que acerca del poder tiene el pueblo y que se convertirá, luego, en cantera inagotable de la que los escritores extraerán personajes y situaciones que pasarán a formar parte de novelas y relatos.

          No ha habido en Hispanoamérica dictador con caché que no haya pasado a la categoría de ilustre personaje literario. Mientras más inverosímiles son sus historias más cerca de la verdad se hallan. Entre los galardonados figuran: Rosas, el Doctor  Francia, García Moreno, Veintemilla, Estrada Cabrera, Rafael Trujillo, Juan Vicente Gómez, Manuel Odría. Acerca de sus crueldades, megalomanías, soledades, crímenes, vicios y pequeñeces han escrito y con provecho no pocos narradores: Mármol, Montalvo, Asturias, Roa Bastos, Carpentier, García Márquez, Alicia Yánez, Dávila, Vargas Llosa, en fin.

         Luego de hurgar en la desolada vida de estos tiranos hubo escritores que se sintieron decepcionados. Nada grandioso ni humanamente excepcional hallaron en ellos. Juan Montalvo se quejó por tener que enfrentarse con tiranuelos tan esmirriados que convertían en grotesco sainete toda esa máquina mortífera que él  estruendosamente movió en “Las catilinarias”. Con razón comentó Augusto Monterroso: “Todo el mundo desea un dictador auténtico, un Julio César, un Napoleón, un padre que valga la pena. Pero a nosotros siempre tienen que salirnos estos pobres diablos hechos a imagen y semejanza nuestra”.    

Brujas y candelas




Juan Valdano

    Desde hace unas décadas, cada 31 de octubre irrumpe en nuestro calendario la extraña celebración del Halloween. Digo “extraña” por lo intrusa e importada para nosotros los ecuatorianos, ya que no se origina en ninguna tradición latinoamericana ni tampoco en las costumbres de los pueblos ibéricos. Su intromisión y persistencia obedecen, claro está, a ese afán nuestro y nunca desmentido, de contagiarnos de lo ajeno, de adherirnos a lo foráneo; y, desde luego, a la eficaz promoción de modelos de conducta que difunde una cultura globalizada a través de medios de comunicación. Lo cierto es que resulta ya una costumbre, entre escalofriante y bufa, el presenciar ese día un insólito desfile de brujas, espectros, cadáveres ambulantes y más tétricos personajes portando flamígeras calabazas, un aquelarre en el que son los niños los principales protagonistas.

    James George Frazer, célebre autor de “La rama dorada”, da cuenta de los remotos orígenes del Halloween. Sus inicios estarían en el festival ígneo que solían celebrar los pueblos celtas la noche de la “víspera de todo lo sagrado” (All-hallow Even) que es el 31 de octubre, vigilia de Todos los Santos. En esa fecha, según el calendario celta, se iniciaba el año nuevo, por lo que los fuegos del Halloween en las montañas de Irlanda eran ritos purificatorios, la quema de lo viejo y la bienvenida a lo nuevo. Llega noviembre y en Europa se abren las puertas del invierno, el viento helado sopla en las desnudas arboledas, vuelve el tiempo de la esterilidad y el recogimiento. Para los antiguos celtas era el tiempo de la evocación de aquellos que se fueron, el culto pagano de los muertos. Las ánimas abandonaban los fríos cementerios para buscar el calor de la antigua casa y, junto a los parientes vivos,  abrigarse en torno al hogar doméstico. Pero esa noche, los difuntos familiares no llegaban solos, tras ellos desfilaba una terrorífica procesión de espectros, fantasmas, brujas volantes, duendes, momias resecas y más habitadores del inframundo quienes vagaban entre las sombras para aterrorizar al incauto que tenía la mala suerte de topar con uno de ellos al abrir una ventana o virar una esquina.

    Si estas celebraciones tuvieron su sentido en una sociedad arcaica con pensamiento mágico ¿cuáles podrían ser los motivos por los cuales persisten en las complejas sociedades contemporáneas? El Halloween y su culto por lo macabro bien podría parecer un simple juego de niños, sin embargo, el creciente entusiasmo que hoy despierta entre nosotros no deja de ser un inquietante síntoma de algo más profundo. ¿No será que los sentimientos de terror, asco y la conmoción por lo espantoso se han vuelto algo cotidiano en nuestras vidas? Echemos un vistazo al espectáculo cotidiano: la crónica roja (crimen, violación, asalto, sangre) copa los espacios de la prensa; la televisión alimenta un sentimiento colectivo de horror: la muerte, en su aspecto más espeluznante y sangriento, está siempre al centro de la escena; personajes monstruosos y violentos son los héroes que admiran nuestros niños; las quiebras y el desplome de la economía global son noticias de cada día; el fantasma del terrorismo quita el sueño en las ciudades; el trauma de la amenaza atómica alimenta la obsesión colectiva de un apocalíptico final del mundo. La sociedad contemporánea ha creado un morboso culto a la muerte, fomenta un clima de terror, de tragedia inminente. En fin, hay una proclividad por lo negativo y asqueroso. A pesar de que la sociedad del siglo XXI ha alcanzado mayores niveles de bienestar material y de seguridad social vivimos atenazados por el miedo: la confianza que antaño teníamos en la comunidad ha sido sustituida por la inseguridad. He aquí unos cuántos signos que indican que hemos dejado de lado la preferencia por los valores sociales positivos.

Nov. 2013

La mordaza y la jaula



Juan Valdano

   El bien más preciado es la libertad y si esta representa algo es la facultad de decir lo que otros no quieren escuchar.

   En su obra sobre la prensa guayaquileña, Camilo Destruge menciona los riesgos que afrontaban los periodistas en los años del presidente García Moreno. “Era menester –dijo- que el escritor tuviera vocación de mártir para resolverse a dar a la estampa artículos de ideas que no concordaban con el espíritu político-religioso implantado en la República”. Caso paradigmático fue el del periódico “La Nueva Era” (1873) y cuyos redactores eran Miguel Valverde y Federico Proaño, dos jóvenes liberales que se atrevieron a desafiar al tirano. El entonces “dueño del país” opinó que el periódico difundía “expresiones sediciosas e irreligiosas y ataques al Jefe del Estado”, por lo que ordenó el enjuiciamiento y prisión para sus autores. Un juez, actuando en probidad, se negó a condenarlos. La sentencia vino entonces de puño y letra del autócrata: desterrarlos al Perú. Con esmero y sadismo dispuso el dictador el cumplimiento de la pena: al exilio fueron conducidos por las infestadas trochas de las selvas orientales. Con piadoso propósito esperaba, quizás, que algún saurio de grandes fauces o uno de esos torrentosos ríos amazónicos los engullera en el trayecto.

   Otro caso: en 1906 se publicaba en Guayaquil “La nación”, periódico redactado por Manuel J. Calle y acerbo crítico del alfarismo. Alfaro, fiel a su costumbre, había maniobrado en los cuarteles y usurpado el poder mediante golpe de Estado. “El Jefe del país –escribió Calle-  se cree un monarca con omnímodas facultades para hacer y deshacer de la suerte de los ecuatorianos, como le dé su regalada gana”. Esto provocó la furia del “patrón grande”. Esa misma noche, la imprenta en la que se publicaba el periódico fue destruida por los áulicos del régimen y a prisión fueron conducidos los periodistas.

    Más de un siglo ha pasado desde entonces y en este país lo que menos ha prosperado es la tolerancia. Unos gobiernos fueron menos intransigentes que otros; en todo caso, la intolerancia ha sido la norma. De aquellos que escriben y opinan dijo alguna vez un obeso  cagatinta de palacio: “A esos vagos hay que hacerles lo que al pavo, sacrificarlos la víspera”. No ha amainado la intransigencia. Hoy mismo, el poder central es obstinadamente hostil frente a la prensa independiente y la opinión discrepante. Al igual que en los gobiernos autócratas del pasado, los periodistas son enjuiciados y condenados a prisión por emitir opiniones que disgustan al régimen. El bien más preciado del ser humano es la libertad y si esta representa algo es la facultad de decir lo que otros no quieren escuchar. No puede hoy concebirse una sociedad democrática sin libertad de expresión, respeto al pensamiento disidente, apertura a un pluralismo ideológico. “El despotismo se ha instaurado tantas veces en nombre de la libertad que la experiencia nos advierte que debemos juzgar a los partidos por lo que practican que por lo que predican” (Raymond Aron). 

domingo, 6 de octubre de 2013

1492 y el descubrimiento de Europa


Juan Valdano

La soberbia Europa, no hay duda, no sería lo que hoy es sin América, sobre todo sin la América íbera.

En 1992 y cuando el mundo se aprestaba a recordar los 500 años de la aventura de Colón, se hizo evidente que aquello del “descubrimiento de América”, tal como lo había expuesto la historiografía tradicional,  ya no era sostenible ni desde el punto de vista histórico y peor aún, político. Es claro que tal interpretación de los hechos acaecidos a partir de 1492 obedecía a una concepción eurocéntrica de la historia mundial, proyecto que no fue ajeno a designios expansionistas y colonizadores.  Si para la mentalidad europea había existido un “descubrimiento”, para los pueblos americanos (sobre todo los grupos indígenas) esa idea resultaba inaceptable. A cambio de ello se habló del “encuentro de dos mundos”. La nueva nominación si bien calmó los ánimos, no dejó de ser ambigua, pues si por “encuentro” se entiende un acercamiento amistoso, la conquista española nada tuvo de ello.  
En todo caso, si algo empezó a develarse en 1492 (además, claro está, del Nuevo Mundo), fue la Europa misma para los propios europeos. El contacto de los españoles con el insólito universo americano cambió radicalmente la mentalidad que los europeos habían tenido acerca de sí mismos. La originalidad del Nuevo Mundo (tanto antropológica como natural), despertó la conciencia de éstos en el sentido de que empezaron a reflexionar sobre aquello que los particularizaba frente a los demás pueblos del orbe. América surgió como un desafío al dogma, a la Biblia y a la ciencia del Viejo Mundo. 

En síntesis, fue gracias a América que germinó la idea europea en el pensamiento de humanistas como Montaigne. Europa se descubrió a sí misma. Desde Herodoto, no se había dado una corriente de reflexión sobre la propia cultura como la que surgió en la Europa del siglo XVI, lo que determinó el espíritu del Renacimiento

Antes del siglo XV lo que existía entre el Mediterráneo y el Mar del Norte era una comunidad de reinos rivales entre sí con un estilo feudal de vida, aglutinados alrededor de una vivencia colectiva llamada “cristiandad”. A partir del siglo XVI el hombre europeo empieza a reflexionar sobre las particularidades de su civilización; introversión que surge cuando mide las distancias que existen entre él, un cristiano, y ese Otro con el cual se niega a identificarse, pues rehúye el verse reflejado en ese espejo cóncavo de la humanidad americana.


Para quienes buscamos comprender nuestra Historia desde una perspectiva andina está claro que sin América la vieja Europa no hubiese encontrado los caminos de la modernidad. El Renacimiento, como un proceso endógeno de la cultura europea, se hubiese dado de todas maneras; sin embargo, sus alcances no habrían sido iguales sin la experiencia americana. Este “parir” de América a Europa obró de tal manera que ésta se desprendió de la Edad Media, se abrió a la otredad. La soberbia Europa, no hay duda, no sería lo que hoy es sin América, sobre todo sin la América íbera.

 Publicado en Diario El Comercio, Quito, Septiembre 2013

lunes, 30 de septiembre de 2013

300 años de la RAE



Juan Valdano

El 3 de agosto de 1713, un grupo de ilustrados españoles convocados por el marqués de Villena firmaron un acta por la cual fundaron la Real Academia de la Lengua. La institución nació con un propósito: velar por “la elegancia y pureza del idioma” español,  procurando “fijarlo en el estado de plenitud alcanzado en el siglo XVI”. Solo un año después, y luego de apaciguadas las guerras por la sucesión del trono español, el rey Felipe V, un francés implantado en el trono de España, dio su venia y protección a la naciente institución a sabiendas de que en ella se congregaba una elite intelectual que resistía la influencia gala que, a partir de 1700, promovía la nueva dinastía borbónica.

En España, por entonces, había una conciencia de rezago y decadencia, la sensación de ser un país venido a menos en el concierto europeo, situación motivada por la crisis política. En esas décadas agobiadas de gris retórica y en las que vientos cargados de afrancesamiento soplaban desde el otro lado de los Pirineos, el llamado “siglo de oro”, aquellos años del Emperador Carlos,  pasaron a ser un recuerdo de glorias lejanas, la dolida evocación de perdidos esplendores. No hay duda de que cierto nacionalismo hispánico, cierto desquite frente a la injerencia de corrientes extrañas al alma española, movieron a este grupo de letrados a conformar una sociedad cuya finalidad era velar por la pureza de un tesoro lingüístico cuyo brillo y expansión estuvieron unidos a grandes ejecutorias del espíritu y la espada.

Cuidar el uso correcto del idioma supone dictar normas, definir los significados de las palabras, formular gramáticas, elaborar diccionarios.  Pero ¿quién se atreve a ello? ¿Quién debe separar el grano de la paja? ¿Quién tiene autoridad para semejante criba y entendérselas con una tradición de mil años de habla española?  Tal ha sido la tarea que la RAE asumió desde su fundación, hace 300 años. En el siglo XIX, luego de la Independencia de los países hispanoamericanos, estuvo en peligro la unidad de la lengua por el intento de separar el español de América del de España. Con buen sentido, la RAE supo conjurar la amenaza auspiciando la fundación de Academias americanas correspondientes de las de Madrid, práctica que hoy sustenta una política panhispánica como corresponde para una lengua que ha desbordado su ámbito originario. En tal labor hoy colaboran las l9 Academias hispanoamericanas, a más de la filipina y la norteamericana en conjunción con la Real Española que en tareas e iniciativas es “primus inter pares”.

Unamuno afirmaba que la lengua es “la sangre del espíritu”. Al igual que usted, lector, soy parte de esta comunidad lingüística del español, colectividad conformada por más de 500 millones de personas en el mundo. Ser parte de un idioma es respirarlo, es habitarlo, es compartir con otros un torrente de experiencias acumuladas por la tradición de un pueblo. Como ecuatoriano, como hispanoamericano soy un ciudadano de la lengua española.    

domingo, 18 de agosto de 2013

MAQUIAVELO: EL LADO OSCURO DEL PODER


Juan Valdano

En 1513, Nicolás Maquiavelo escribió El príncipe. Han trascurrido quinientos años y su libro sigue siendo un referente en el pensamiento político y, al igual que antes, continúa despertando polémica. El aporte de Maquiavelo es posiblemente el haber presentado una visión realista y descarnada del ejercicio de la política cuando se la concibe como una práctica encaminada a alcanzar y conservar el poder sin otro fin que el poder mismo, para lo cual el gobernante (o quien aspira a serlo) pone en juego sus mejores dotes y virtualidades positivas, pero también aquellas otras negativas que surgen de ese lado oscuro del ser humano y que, en su obsesión de mando, lo llevan a utilizar el engaño, la astucia y la fuerza relegando los valores éticos que son, precisamente, los que justifican toda forma de autoridad y gobierno.

Maquiavelo dedujo sus reflexiones de la observación de la conducta de los soberanos de la Italia renacentista. El personaje de quien aprende y a quien admira es César Borgia, el hijo del papa Alejandro VI, hombre educado para príncipe, “hijo de rey” y quien aspiraba a una grandeza en la medida de sus ambiciones e insaciables apetitos. Borgia: personalidad misteriosa y temperamento melancólico. Cortés cuando convenía, cruel si se enfadaba. Hábil seductor con la palabra sin dejar, por ello, que trasunten sus ocultas intenciones. Hombre de inteligencia clara, designio siniestro y voluntad pronta. Nadie sabía a ciencia cierta qué pensaba ni cómo iba a actuar. Parlamentar con él solo era posible en la alta noche, cuando sumido en la penumbra de su despacho y en medio del tenebroso titilar de las velas recibía a Maquiavelo, canciller de la República florentina. Todos sabían que a su sombra medraban los más crueles verdugos dispuestos a ejecutar, al pie de la letra, sus  decisiones. “Todo ello  -deduce el florentino-, le hace temible y asegura siempre la victoria”.

Desde que lo conoció, Maquiavelo  supo que tenía delante el modelo de hombre de Estado que en ese tiempo se requería para unificar Italia: el príncipe que encarnaba la “voluntad de potencia”; aquel que poseía la capacidad de alcanzar el poder total haciendo uso de todos los medios a su alcance, tanto lícitos como ilícitos. El dominio así logrado llevará indefectiblemente al desafuero, a la tiranía. El  temor de los súbditos, el silencio del pueblo pasarán a ser aliados del tirano.

Cuando Aristóteles definió el arte de gobernar como una actividad sin otro fin que hacer posible el mayor bien común, puso el fundamento de toda la filosofía política de Occidente. Ello era factible en la polis griega en la que la ciudad y el individuo conformaban una unidad. La escolástica tomista no se apartó de esta doctrina. En 1690, Locke puso el fundamento del poder en el consenso que proviene de la comunidad. En el siglo XVIII se produjo la gran escisión entre sociedad civil y sociedad política; entre el momento del consenso y el momento del dominio. La orientación de la política cambió radicalmente. El maquiavelismo político había triunfado como un signo más de la modernidad.  

          La originalidad de Maquiavelo no está en la doctrina que propone; no está en una idea de poder que antes de él se la había practicado y se la seguirá aplicando después, sino en la desfachatez con que la sostiene, atrevimiento que le acarreó no pocos anatemas y censuras. Los colonialismos europeos, los Estados totalitarios y fundamentalistas de los siglos XIX y XX, las dictaduras latinoamericanas, las policías secretas, la prepotencia de las transnacionales del siglo XXI (banca, petróleo, comunicación) confirman, en el mundo de hoy, la persistencia del maquiavelismo, doctrina públicamente execrada por todos los políticos, mas practicada por casi todos ellos. Lo novedoso de El príncipe está en su sentido realista del dominio, en su visión práctica del ejercicio del mando, en la vistosa retórica con la que viste sus reflexiones sobre lo sórdido de la política y la oscura proclividad al mal del corazón humano como, por ejemplo, cuando, sin reparo alguno,  defiende el crimen como “obra de arte” si la necesidad lo pide y si se lo ejecuta con frialdad y eficiencia ejemplares como medio para afianzar las ambiciones del soberano. 


Después de todo, El príncipe nos deja sus lecciones. Cuando en una sociedad empiezan a ser aceptados los modelos de conducta que Maquiavelo presenta como idóneos es porque esa comunidad ha llegado a un grado tal de corrupción y decadencia moral que el respeto a los valores éticos y la práctica de las virtudes han caído en lamentable olvido. Cuando ello ocurre, lo anómalo pasa a ser normal, el embuste es aplaudido, el fraude celebrado y la justicia es una farsa. Entonces, el  abuso del poderoso  se convierte en “virtud” del audaz.   

miércoles, 31 de julio de 2013

HISTORIA Y NOVELA


Por:  Juan Valdano

Al fin y al cabo, ninguna cosa es como es, sino como se la rememora.

Retóricos de todos los tiempos han sostenido que entre la Historia y la Épica (epopeya y novela) existe una discordancia de principio que es irreconciliable. Aristóteles dictaminó que mientras el campo de la Historia son los hechos reales, el de la Épica son los inventados. Cervantes aseveró algo semejante. La Historia aspira a reconstruir el pasado desde una verdad objetiva y documentada; la novela es una ficción que se construye a partir del libre juego de la imaginación y que, por ser tal, no apela a soportes documentales ni testimoniales ya que su universo  es ficticio. La Historia y la novela entrañan dos formas de mirar la realidad; la primera se ocupa de los hechos ocurridos en su singularidad y en su significación particular; la novela se nutre de esa misma realidad  pero vista y sentida en su universalidad. Capturar la totalidad de un universo humano no es dable para ningún historiador; su campo de observación es lo público, lo que se exterioriza en actos y palabras, lo que registran los documentos. Aspiración propia y legítima de la novela moderna es, en cambio, adentrarse en la intimidad de lo humano, en  la subjetividad del personaje, esa “terra ignota” del historiador.

Si la Historia y la novela marchan por caminos separados, el debate sobre la factibilidad de la novela histórica se planteó en el siglo XIX, cuando escritores como Scott, Hugo y Dumas publicaron las primeras novelas de este género. En esta disputa retórica, la Historia se impuso sobre la Literatura, pues para muchos críticos la novela histórica es poéticamente factible solo si se somete a la “verdad” de la Historia. En la perspectiva de Lukacs, esta novela es un intento por “comprender racional y científicamente la peculiaridad histórica del presente y su origen”. El carácter problemático de los valores se da en la conciencia del personaje ya que la novela es crítica social, biografía íntima de una sociedad; algo inalcanzable en el horizonte propio de la Historia.

Entre 1979 y 1992 se publicaron “El arpa y la sombra”, de Alejo Carpentier, “La guerra del fin del mundo” de Vargas Llosa, “Los perros del paraíso” de Abel Posse, “Noticias del imperio” de Fernando del Paso, y otras más, con las que resurgió en América Latina una  nueva novela histórica liberada de servidumbres dogmáticas y designios pedagógicos. El material histórico es sometido a un proceso de ficción en el que el novelista inventa tramas, personajes y episodios que frecuentemente desacralizan y contradicen la historia oficial. Lo suyo es la metaficción; la intertextualidad (Bajtin); la recurrencia a lo paródico, a lo carnavalesco, la exageración humorística y la heteroglosia. En síntesis, ver la sociedad del pasado no desde los monumentos sino desde la intimidad de las alcobas que es donde se gesta el destino de los pueblos. Al fin y al cabo, ninguna cosa es como es, sino como se la rememora.

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EL GRAN INSULTADOR


Por; Juan Valdano

     Era madrugada cuando atravesó la frontera. Liviano de equipaje y en el corazón pesándole el rencor huía de la dictadura. “Despechado no, pero sí desconsolado y triste me voy. De la tiranía hemos caído en la barbarie”, escribirá a los suyos. Prometió volver; mas nunca regresará a la patria. Otros vientos lo llevarán a París donde morirá un día gris, entre nevadas y abandonos. Cabalgando ligero tordillo había salido de Tulcán hacia la media noche. La ventisca azotaba su rostro, la neblina borraba los lindes de un sendero que bordeaba el abismo. Cual un obcecado terrorista llevaba en su mochila la secreta bomba que había fabricado: los borradores de “Las catilinarias”. Llegó a Ipiales. El frío y la soledad lo recibieron. Transcurría diciembre de 1879. Otros desterrados, liberales como él, lo buscaron. No los recibió. Huraño, ensimismado y misántropo, evitó su trato. Él sabe que muchos lo huyen, otros lo temen, pocos lo toleran, alguno lo estima. Llegó pobre. La pluma nada produce; mas, el encono que sentía por el tirano lo mantuvo atento, anheloso de insulto.  Escribió a Alfaro, quien prosperaba en Panamá;  le solicitó ayuda para publicar su libelo. Alfaro aceptó la propuesta de Juan Montalvo; la publicación de “Las catilinarias” le cayó de perlas para sus planes políticos. Estuvieron de acuerdo: será una bomba que demolerá la dictadura de Ignacio de Veintemilla.
     
     “Las catilinarias” son un apasionado discurso sobe la tiranía y sus efectos en un país como el Ecuador. Para Montalvo, la tiranía es una plaga que, a través del miedo, suprime la voluntad y adormece la memoria del ciudadano. Es un mal moral que: a) desencadena pasiones desordenadas y acciones ilícitas; b) atenta contra la vida de las personas y c) atropella los bienes del Estado y de los particulares. El léxico agresivo que Montalvo convoca a las páginas de su libro para convertirlo en arma de ataque contra Veintemilla no es arbitrario; halla justificación si se lo explica desde una función semántica: obedece a la idea que el autor tiene del tirano. De ahí que los insultos, desde el punto de vista del significado, se orientan por estos tres cauces:1/ Léxico que alude a las “pasiones locas” del tirano: su irracionalidad (“murciélago”, “caballo”, “monte de carne”), su concupiscencia y vicios (“dios falo”, “padre de los vicios”, “Ignacio de la Morcilla”), su torpeza e ignorancia (“mudo”, “Ignacio de los palotes” etc.). 2/ Léxico que alude a la proclividad criminal del tirano (“Ignacio de la Cuchilla”, “Calígula”, “Buitre blanco”, “Malhechor”, etc.). 3/ Léxico que alude al tirano como usurpador de la propiedad privada (“Caco”, “Hijo del robo”, “Jestas”, “Uñas”, “Ignacio Pilla-Pilla, etc.) “No puedo negar que en ocasiones soy un tigre”, exclamó un día inflado de orgullo y soberbia.  

     Pero “Las catilinarias” no son solo una estruendosa catapulta de injurias lanzadas contra un dictador de opereta. En sus páginas no solo hay agravios y desprecios, no solo es el “libro de los insultos”, aquellos que “llenan el alma ardorosa de Montalvo”, tal como en malhadada frase lo celebró Miguel de Unamuno. En esa literatura retórica que el rector de Salamanca evitó descifrar, está el pensamiento vivo de Montalvo, su visión del Ecuador del siglo XIX: una sociedad entre la civiización y la barbarie, están sus conceptos sobre la libertad, el poder, las clases sociales y la revolución.  De todo ello di buena cuenta en dos de mis libros, en Léxico y símbolo en Juan Montalvo (1980) y Palabra en el tiempo (2008).


miércoles, 26 de junio de 2013

PALABRA DE AMÉRICA


Juan Valdano

La primera palabra americana que Colón consigna en su diario es canoa.

Cuando al fin aclaró el día, un mundo esplendoroso, verde y rumoreante se abrió ante los ojos asombrados del Almirante. Aquella isla surgida, de repente del abismo del mar, no podía ser sino un milagro, un prodigio gracias al cual él pudo, entonces, salvar su pellejo y, además, su increíble empresa. Para la díscola marinería que, por meses, había navegado a bordo de esas frágiles naos, tal hallazgo si bien ahogó conatos de motín, despertó, sin embargo, adormecidos apetitos de codicia y desenfreno.

Ese viernes 12 del décimo mes de 1492 el Almirante pensó que esa tierra con la que había topado no podía ser otra que el Asia. Soñó entonces en el oro y la gloria que lo esperaban. Emocionado, anotó en el diario de bitácora: “llegamos a una isleta de los lucayos que se llama en lengua de indios Guahananí”. Presto al desembarco, se atavió de  galas. Escribió: “Sacó la bandera real con una F y una Y, encima de cada letra su corona, llamó a Rodrigo de Escobedo, escribano de la armada, que diese por fe y testimonio el hecho de que tomaba posesión de la dicha isla por el Rey y la Reina, sus señores”. Para hablar de aquel paraíso solo la hipérbole cabía: “isla la más hermosa que ojos hayan visto. Vinieron luego gentes desnudas de amoroso trato, de habla dulce, de buena talla y no mal olor, de buenas costumbres y buena memoria”. Fascinación mutua: hombres que andaban como la madre los parió frente a otros a quienes la civilización los había cubierto. Nada sabían los unos de los otros. Curiosidad mutua. Incomunicación. Los gestos suplieron a las palabras. “Las manos sirvieron de lengua”.

Colón nunca supo a dónde había llegado ni quiénes fueron esos pueblos (los taínos) con los que contactó. Poco después, se habló de un “mundus novus” al que llamaron América. Sin embargo, fue a raíz de los escritos del Almirante que a la lengua castellana llegaron palabras nuevas que nombraban la insólita realidad americana, vocablos procedentes de las lenguas nativas del Nuevo Mundo. La primera palabra americana que Colón consigna en su diario es canoa. Y, al igual que ésta, otras de origen arahuaco como hamaca, tabaco, bohío, cacique, tiburón, maní, yuca.  Conforme se extendió el señorío español en América, ésta no solo que redimió de hambrunas al Viejo Mundo al entregarle el más nutritivo de los alimentos: el maíz y la papa; no solo lo enriqueció con los metales preciosos pillados durante la Conquista, sino que, además, engrandeció el tesoro léxico del habla de Castilla con vocablos procedentes de sus lenguas nativas como, por ejemplo, aguacate, cacao, chocolate (del náhuatl);  alpaca, cóndor, mate, yapa (del quichua); ananás, jaguar, maraca, tapioca, tucán (del tupí-guaraní). En 1492, Antonio de Nebrija publicó la primera Gramática del castellano. Acá, en 1560, un humanista americano, fray Domingo de Santo Tomás, publicó la primera Gramática del quichua.


Nota: texto publicado en la página editorial de Diario El Comercio de Quito, viernes 14 de junio 2013

UN MUNDO FELIZ


JUAN VALDANO

Expulsado del jardín de los dioses, el hombre enfrentará un mundo yermo y hostil, descubrirá lo prohibido: la libertad.

Presumo que desde ese instante en que los primeros bípedos con rasgos humanoides trajinaron  sobre la faz de la tierra  no dejaron de sentir, al igual que las fieras, un mismo instinto depredador. Erguidos y sin el apoyo de las manos para caminar, dejaron de mirar el suelo para ver las estrellas. Entonces, algo nuevo prendió en su mirada; algo que los apartó del ámbito oscuro de lo irracional, que se resolvió en un estado de conciencia,  la tristeza de estar solos en un mundo poblado de amenazas y misterios, la añoranza de cierta inocencia perdida. Desde aquella lóbrega noche originaria, la humanidad ha trajinado con la nostalgia de un paraíso del que, sin saber el porqué, fue expulsada un día debiendo, en adelante, marchar por el mundo con la culpa a cuestas; culpa enigmática para el entender del hombre. La añoranza de una edad de armonía y plenitud (“edad dorada” como la denominó el poeta Virgilio), bien perdido para siempre, ha estado latiendo perpetuamente en el subconsciente de cada individuo de la especie humana; algo que se ha explicado como un residuo psíquico de experiencias semejantes que, desde un tiempo inmemorial, han vivido los antepasados y que, de tan reiteradas, han pasado a formar parte de la estructura de nuestro cerebro (Jung).

De esa “edad dorada” habló Cervantes en memorable página de El Quijote cuando puso en boca de su personaje razones tan bien dichas que los cabreros a quienes iban dirigidas lo escuchaban abobados: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados… entonces, los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío”. Este mismo  espíritu de hermandad triunfa en la “Oda a la alegría” de Schiller y que Beethoven la llevó a su IX Sinfonía.

A contracorriente de los que opinan que el mundo ideal quedó atrás, en la preconciencia del ser humano, están aquellos que, en cambio, sostienen que el mundo feliz está aquí, a nuestro alcance, a la vuelta de la esquina. Leibniz  (1646-1716) fue uno de los que alimentó esta idea. Filósofo optimista mimado por la corte de Maguncia, sostuvo que el mundo que vivimos  es el mejor de los mundos posibles, obra de la libre elección de Dios. Con cinismo y paradoja, Aldous  Huxley (1894-1963) imaginó  en “Un mundo feliz” (ficción distópica de la civilización tecnológica del futuro), una sociedad sin amor ni libertad, pesadilla de esclavos en la que triunfa la ética del pragmatismo.

La mitología, la literatura y la religión no han dejado de fabular acerca de ese mítico edén que acunó a los padres de la humanidad, jardín en el que, según la leyenda, todas las delicias eran posibles menos una, aquella que tienta al deseo y pone a prueba la voluntad. Expulsado del jardín de los dioses, el hombre enfrentará un mundo yermo y hostil, descubrirá lo prohibido: la libertad. Dueño de su albedrío y nostálgico del paraíso trazará su camino entre la culpa y la inocencia.


Mayo 2013

TORERO SOLO


Juan Valdano

Ataviado con oropel taurino, el hombre  está de pie en el centro de la plaza. Está solo en aquel círculo de luz; él y su sombra, señera y única, persistiendo en la ardiente arena. En sus manos sostiene el vistoso capote que el viento abanica levemente en esa tarde de sol y silencio. Espera en vano que se abra la puerta del toril a la que mira con tensa fijeza. Pero la puerta no se abre ni a la lidia se lanza el toro, su permanente antagonista.  A su memoria acuden las imágenes de otras tardes de gloria cuando desde los colmados tendidos, ahora vacíos, estallaba la fiesta y en el coso discurría la muerte en forma de un oscuro animal herido. Oficiante de un rito tantas veces repetido siente que, de repente, se ha vaciado el sentido de aquella ceremonia. Le oprime el recuerdo de esas tardes de pañuelos al viento, de trompeta y pasodoble, con  rejoneadores y más mozos de cuadrilla, comparsa engalanada con atuendos dieciochescos y a la que la modernidad ha relegado al museo de la memoria. Ahora, el silencio paraliza su gesto.

Emblema de valor, fuerza y bravura fue siempre el toro en el ámbito de la civilización mediterránea. La lidia del toro bravo rememora el eterno duelo al que obliga la ley de la vida, aquella que decreta la supervivencia del más osado: la supremacía del espíritu y la inteligencia racional sobre la mera fuerza y el instinto. Divinidad feroz, habitante en su dédalo fue en Knosos. Sin su astada figura empobrecidos quedarían el mito, el arte y la literatura de Occidente que lo evocaron en el trance de lo agónico, -esto es, de la lucha-, de la bizarría y aun de lo aciago. Como imagen simbólica, el toro de lidia fue adquiriendo significaciones según han ido corriendo los tiempos. Goya, Picasso, Hemingway y Lorca, cada uno a su guisa y en su siglo, vieron en el espectáculo taurino a una España paradójica, una España barroca de luces y sombras, una fiesta en la que, entre la gala y la pompa, se trasunta la tragedia inminente, el destino de un pueblo avocado a otras lides: la opresión napoleónica (Goya), la dictadura franquista (Picasso, Lorca). “Como el toro he nacido para el luto y el dolor”, escribió Miguel Hernández desde la prisión hermanando así su destino a la del valeroso animal acosado.

De rezago de primitivas barbaries, espectáculo sádico en el que el espectador disfruta con la tortura de un animal vivo ha sido calificada la corrida de toros. Así, frente a la exaltada adhesión de los taurinos se yergue la actitud, no con menos fanática, de sus impugnadores. Para estos, la fiesta brava, imagen y herencia de la España tradicional, debería ser abolida en nombre de principios éticos que abogan por los derechos de los animales. Sin embargo, aparte de la ética y la libertad conculcada la fiesta taurina está muriendo, aquí y en otros lugares, por algo más hondo, porque habiendo sido la alegoría de una sociedad con otros valores, hoy ha devenido en metáfora vacía, pues desaparecido el referente, el significado se evapora. El torero con su anacrónica estampa permanecerá solo en la plaza, su antagonista no llegará a la cita.


Diciembre 2012

Walt Whitman: egotista y Hombre-Masa


Juan Valdano

Que sea el poeta quien hable primero. Helo aquí: “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan,/turbulento, carnal, sensual, comiendo, bebiendo y engendrando, / nada sentimental, sin ponerse por encima de los hombres /ni de las mujeres o aparte de ellos,/no más modesto que inmodesto…/Quien degrada a otro a mí me degrada, /y cuanto se haga o diga vuelve al fin a mí… / Pronuncio el santo y seña primordial, doy la señal de la democracia…/Creo en la carne y en los apetitos. /Ver oír, tocar son milagros… /Divino soy dentro y fuera y santifico cuanto toco y me toca…”(De “Canto de mí mismo”).

Llama la atención la voz potente de Whitman, su palabra con aliento bíblico,  el verbo que no desmiente el eco lejano del “fiat” primigenio, el vocablo capaz de crear el mundo con solo nombrarlo. Voz abarcadora  que se desborda en verbalismo, en panteísmo. Si tal es su virtud, lo es también su vicio: la hojarasca, el regodeo en su propia dicción, la proclividad por inventariar todo lo que a su vista se presenta y lo que en su memoria desfila; un recurso que si bien ayuda a la gnosis de su universo, bordea el fárrago.

Extraño demiurgo, profeta con barbas del druida, divinidad sibilina con arcaicos atributos en un siglo como el suyo, de hierro, pragmatismo y democracia; en una patria como la suya, la América de Lincoln. Walt Whitman se siente parte de un antiguo linaje de agoreros que se sabían poseedores y poseídos de una divinidad oculta y potente, todo según la milenaria creencia griega. Tal idea le fue inculcada por el filósofo Emerson, su maestro, quien hablaba de los poetas como “dioses liberadores”. El temprano espaldarazo que Emerson dio al autor de “Hojas de hierba” (1855) despertó su egotismo, la vanidosa creencia de que poseía dones proféticos para anunciar su verdad a los descendientes de Calibán, sus hermanos, el  mensaje visionario para hombres nuevos, ciudadanos de un país nuevo: los Estados Unidos, en un tiempo nuevo: el siglo de la máquina, la modernidad, el progreso y la democracia.

 Muchos fueron los devotos que marcharon tras sus huellas. En él vieron al bardo nacional que, al fin, se desvincula de la esquilmada tradición europea; al poeta de América. Él era Uno y era Todos, conjunción de individuo y comunidad y en el que el “mí-mismo” de su Canto se llenaba de la altisonante voz del Hombre-Masa, el norteamericano común, “un varón bruto y agresivo”, en opinión de H. Bloom. El yo-real del Canto es, en cambio otro; guarda resonancias con su universo íntimo: la noche, la muerte, la madre y el mar.

Por esos mismos años, otros alucinados como Joseph Smith ya habían iniciado la cosecha mormónica con la Biblia en la mano y la poligamia en la alcoba. Whitman, un carpintero con poses de divino Maestro, un cuáquero disidente que había abjurado del puritanismo y sus traumas: el pecado y la culpa, se autoerigía el poeta de la nueva religión para su pueblo. (“El sacerdote se va, el divino literatus llega”). Imbuido de su trascendencia y henchido de egotismo tomó su libro y dijo: “este libro no es un libro, quien lo toca, toca un hombre… Espero  el tiempo en que yo sea un dios”.

Marzo / 2013



CONRAD Y GAUGUIN; LA CULPA Y LA INOCENCIA


Juan Valdano

La visión descarnada del colonialismo y la añoranza de la inocencia primigenia (ese paraíso perdido), están presentes en la obra de dos excepcionales testigos del mundo moderno: Joseph Conrad y Paul Gauguin. Desde la literatura y el arte, cada uno de ellos se confiesa. Hablan de sus aventuras, caídas, derrotas y pasiones; atormentados testimonios que iluminan, al menos lateralmente, ese abismo insondable de la condición humana.

No deja de escucharse en las novelas de Conrad la voz demorada del hombre que ha curtido su vida en largas travesías de mar. A sus compañeros de aventura los convoca a las páginas de sus libros. Hablan de la hazaña temeraria del despojo y el dominio colonizador en tierras de África y Asia. Cada quien destejerá su memoria, contará su historia; historias que, a la postre, resultan ser una sola: la sistemática depredación del hombre blanco -trasunto del superhombre nietzscheano-, que, en nombre del progreso y la civilización, se torna bárbaro, oprime pueblos y esquilma tesoros enriqueciendo aún más la decadente Europa de finales del siglo XIX.  

Gauguin, al igual que Conrad su contemporáneo, escapa de Europa, se hunde en universos que están más allá de su horizonte cultural y geográfico, en las antípodas del mundo civilizado de entonces. Con su baúl a cuestas, desembarca en 1891 en Tahití,  isla perdida de la Polinesia. A ese supuesto paraíso Gauguin llevó su infierno: la sífilis que le habían inoculado en los burdeles de París.  A contracorriente del conformismo y la vida muelle de otros colegas suyos, pintores mediocres que disfrutaban de la venia en los salones y cafés de París, Gauguin va en busca de lo exótico, de la libertad sin normas, el edén extraviado: el Adán y la Eva en su despojamiento primigenio. Al igual que otros espíritus de su tiempo, Gauguin tiene de su sociedad una visión sombría; está consciente de la decadencia de la cultura europea. Pocos años después, a inicios del siglo XX, ese malestar será definido por Heidegger, como un  ”olvido del ser”; esto es, el extravío de la fuente primigenia de la verdadera sabiduría, aquella de la cual surgió la cultura de Occidente: el conocimiento del mundo para el perfeccionamiento del ser humano y no para dominarlo ni menos destruirlo.

Contratado por una  sociedad belga de comercio, Conrad formó parte de un grupo de exploradores y negociantes de marfil que, a bordo de un barco mercante, se internó en los selváticos territorios  que atraviesa el río Congo, en junio de 1890. La experiencia vivida en aquella ocasión, el contacto con los pueblos nativos y sus ritos sangrientos, le sirvieron para escribir  El corazón de las tinieblas, uno de sus relatos más estremecedores. La novela narra la fluvial travesía por aguas oscuras y repletas de ominosos presagios; su misión: rescatar a Kurtz, personaje borroso y mítico que había sido secuestrado en la selva por los nativos y quienes lo veneran como a un dios. Sintiendo el quemante aliento del odio Kurtz muere no sin antes exclamar: “exterminad a esos animales”.

Cual otro Miguel Ángel, a Gauguin le consume la volcánica terribilitá creativa al momento de dar forma a sus personajes. En sus telas busca reproducir la armonía entre el ser humano y la naturaleza; busca la Eva primigenia, la dignidad sustancial de lo humano. Pinta nativas desnudas, en su inocencia salvaje, con la mirada limpia y despojada de lascivia, esa tara que la civilización acarrea. Y mostrándose entre la soledad y la solidaridad se pinta a sí mismo en medio de aquella gente sencilla,   como uno más de esa sociedad tribal a la que no acosa la ética del laboro diario que tanto atosiga a la civilización consumista, Sus cuadros dan testimonio de su perplejidad, de su estupor frente al sortilegio que despierta en él ese mundo exótico, primigenio y secreto como la vida misma. El pintor quiso renunciar a su naturaleza de hombre civilizado, se esforzó por ser un salvaje más entre esos salvajes, se vistió como ellos, quemó sus ropas parisienses y descalzo caminó, como otro polinesio, por los senderos de la isla, pero si bien pudo cambiar de atuendo, jamás pudo cambiar de alma.

Las ideas de Darwin y un radical pesimismo por la naturaleza humana circulan, cual un río subterráneo, por los textos de Conrad. La clave de sus relatos estaría en la ironía: Conrad parece decirnos que la barbarie más atroz no está en la jungla tropical, se agazapa en el corazón de una civilización depredadora que en nombre del progreso lleva la destrucción y la muerte a pueblos inermes. El blanco civilizado resulta más salvaje y tenebroso que el oscuro hombre de las selvas

En la mirada de Gauguin hay un intento de adentrarse en las vidas de esos nativos; sin embargo y a pesar de ello, hay todo un universo que los separa,  una distancia psicológica y cultural. El mundo secreto de esas gentes sencillas persistirá clausurado,  incomprensible  y el pintor, por más que se aplique en entrar en ese universo, permanecerá en el exterior, lejano siempre, cercado por los juicios y prejuicios de su civilización. Gauguin no llegará a encontrar la clave para ingresar en esa ciudad secreta. Quedó fuera del paraíso, su infierno, la sífilis traída desde su propio mundo, lo mató, la civilización de la que abjuró un día se vengó. Era un extraño al paraíso; en sus venas portaba el veneno de la sierpe.


Octubre 2012

GABRIEL CEVALLOS GARCÍA

GABRIEL CEVALLOS GARCÍA:
FILÓSOFO DE LA HISTORIA Y ENSAYISTA LITERARIO


Juan Valdano


            Del ensayo y de un ensayista

Fue en ese texto –memorable por tantos motivos- titulado Apología de Sócrates que escribiera Platón que, según entiendo, surgió, por primera vez en Occidente, esa forma de discurso literario que, andando los siglos, se conocerá como ensayo. Diálogo en el que Platón puso en boca de su maestro aquellas palabras pronunciadas por él en el momento culminante de su despedida, cuando frente a sus discípulos se aprestaba a apurar la cicuta. En efecto, en este libro se halla ya presente ese rasgo generador del ensayo, en tanto prosa literaria, rasgo por el cual la materia verbal ya no es únicamente soporte de objetividades y razonamientos sino, aparte de ello, subjetivación de un yo, altavoz de una conciencia. El “conócete a ti mismo” socrático, ahondamiento en los abismos interiores y fuente de una auténtica actitud ensayística, reaparecerá luego en otro texto, tan célebre como el nombrado, en los albores mismos de la Edad Media, y en forma de íntima confidencia cuando San Agustín escriba  sus Confesiones. Y el obispo de Hipona no fue en esto el único que, en su tiempo, trajinó por este camino: Boecio (siglo V),  escribió un tratado, muy leído entonces, poco conocido hoy, De consolatione philosophiae, que bien podríamos catalogarlo también de protoensayo y en el que su autor encuentra en el discurrir filosófico un bálsamo a sus tribulaciones. Es en estos “diálogos en el umbral” que Mijail Bajtin halla la forma propia del ensayo, lo que implica la actitud de un yo literario que partiendo de una visión original del mundo discurre de esto o de aquello, pues el asunto no es lo determinante en este caso, sino ese matiz particular y personalísimo que ese yo imprime a su visión y a su palabra; tal como, en su momento y en pleno Renacimiento, lo hizo Michael Montaigne quien fue el que, no sin cierto escepticismo, bautizara a esos intentos suyos por explicar su mundo, a esos reiterados ensayos suyos por arribar a una intelección cabal de lo humano,  justamente con el nombre de essais, con lo que esta sui géneris forma de expresión literaria halló, al fin, un nombre que da la medida de su carácter.

Valga este introito para ponernos en la perspectiva adecuada de lo que yo quiero destacar en la amplia, varia y polivalente obra literaria de Gabriel Cevallos García, escritor nacido en 1913, en Cuenca y cuyo magisterio intelectual incidió notablemente en el ámbito universitario de su ciudad durante las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado. Su calidad humana y docto saber, su fácil comunicación, su cálida cercanía con los jóvenes estudiantes facilitaron un ir y venir de  ideas entre maestro y discípulos, un fecundo diálogo ejercido desde su cátedra de Historia en la, entonces, recientemente fundada Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Cuenca, y desde el rectorado de ella, después. (1) En 1969, Gabriel Cevallos García salió de Cuenca para trasladarse con su familia a Mayagüez, (Puerto Rico) en cuya universidad ejerció, por algún tiempo, el magisterio. Los años cuarenta habían sido, para Cevallos García, una época de inicio y preparación de un oficio literario que no conocerá tregua hasta el final de sus días, esto es hasta 2004, año de su fallecimiento acaecido en la ciudad norteamericana de Tampa. En esos años, juveniles aún, ya se presenta como un asiduo periodista de pluma ágil que colabora en periódicos y revistas locales de escasa circulación, en una época en la que la disputa política en el Ecuador (y más en una ciudad pequeña como la Cuenca de entonces), estuvo siempre impregnada de dogmatismo e intemperancia entre conservadores y liberales, contienda en la que Cevallos García optó siempre por la derecha ideológica, postura intelectual con la que fue consecuente hasta su muerte. En lo filosófico es un pensador cristiano fogueado en las contiendas ideológicas de primera mitad del siglo, cuando en el Ecuador se ventilaban aún doctrinas antirreligiosas y los clericales y anticlericales se enfrentaban con armas y pasiones a ultranza, como en los peores tiempos del jacobinismo.  

Toda su obra escrita, voluminosa y prolífica y reunida en trece tomos (2) se inscribe íntegramente en el ámbito del ensayo, género en el que Cevallos García se mueve a sus anchas y en cancha propia y en el que, desplegando erudición y solvencia, aborda, desde su perspectiva, los más diversos temas siendo los más recurrentes aquellos que se vinculan con la historia, la biografía, la filosofía, la religión, la crónica periodística, la crítica literaria y la reflexión sobre el arte. He aquí algunos títulos de sus obras: Entonces fue el Ecuador (1942); Anhelo y dimensión del orden nuevo (1943); Sacrificio: emoción humana en la realidad divina (1944); Teoría del hombre-pueblo (1944); Caminos de España (1947); Del arte actual y de su existencia (1950); Tiempo y hombre (1952); De Sócrates a Freud: una herencia inquietante (1956); Reflexiones sobre la Historia del Ecuador (dos volúmenes: 1957, 1961); Visión teórica del Ecuador (1960); América: teoría de su descubrimiento (1960); De aquí y de allá (colección de ensayos, dos volúmenes, 1963); Historia del Ecuador (1964); Cuatro  estaciones del periodismo (1977); Un milenio, un poeta y dos ciudades (1979); Filosofía del Derecho (1997). Y la lista no está completa.

Gabriel Cevallos García, a pesar de su importancia en las letras ecuatorianas, es, hasta hoy, un autor poco conocido. Se lo menciona, sobre todo, como historiador y como filósofo de la historia (3); sin embargo, su obra ensayística se despliega, como he señalado, por otros campos de este género. Y al hablar del conocimiento que de él se tiene en el medio nacional (me refiero a aquellos que, por oficio o afición, se ocupan de estar al corriente de nuestros procesos literarios), debo afirmar que nuestro autor es escasamente mencionado en las reseñas que sobre las letras ecuatorianas del siglo XX se han escrito y, por ende, poco leído. No he encontrado un estudio realmente valedero acerca de su obra ya como historiador, pensador o prosista. (4) Ello se debe, probablemente y entre otras razones, a que su obra no ha tenido la divulgación adecuada.  (5) Estas circunstancias han incidido en el hecho de que Cevallos García haya sido considerado más como un autor local, adscrito fundamentalmente a una tradición letrada de provincia.

A despecho de ello, a Cevallos García se lo debe ver y apreciar en su verdadera estatura, en su valor intrínseco, como uno de los ensayistas ecuatorianos más notables, dueño de una obra vasta en la extensión de lo escrito, profunda en la concepción de sus ideas, en el despliegue de conocimientos, en la comprensión de lo ecuatoriano y dueño de un estilo muy personal que refleja  las calidades de un temperamento, de una pasión. Por su obra escrita, por su magisterio de vida y de palabra –insisto- Gabriel Cevallos García debe ser visto como una figura que brilla con luz propia, que se hombrea con los más acaudalados del pensamiento latinoamericano de su tiempo; y al decir esto pienso en Alfonso Reyes, en Pedro Henríquez Ureña, en José Juan Arrom, en Silvio Zabala,  en Luís Alberto Sánchez, en German Arciniegas… Lo que ha pasado con Cevallos García es lo que, lamentablemente, ocurre con frecuencia con aquellos escritores que obedeciendo a íntimas convicciones exhiben con honestidad su postura ideológica, pensamiento que, a veces, los descoloca de las tendencias en boga, motivo por el cual su nombre llega a ser relegado. Estas injusticias no son raras en nuestra historia literaria; cosa parecida ha ocurrido con figuras tan destacas de las letras como lo son Juan Bautista Aguirre y Juan León Mera. El primero fue soslayado, por más de un siglo, a causa de su gusto barroco en una época en la que primaba lo romántico y el segundo fue, igualmente, menospreciado por romántico en un tiempo en el que prevalecía el realismo social. Hoy en día, a uno y otro se les ha hecho justicia; se les reconoce el valor que ellos representan en la historia de las letras nacionales.


La Historia es dolor…

Hay, en el pensamiento filosófico de Gabriel Cevallos García, en el trasfondo de su ideología, una  visión del ser humano que podría parecernos pesimista: La vida del hombre sobre la tierra es dolor y sufrimiento; la raza humana está abocada a la caída, a la culpa, a la expiación. “La existencia del hombre sobre la tierra, y aquí debemos entender por existencia la biografía y la Historia, es dolor, quiebra, defecto, sacrificio, abnegación”, escribe en Para entender bien al Ecuador. (6)  La frase suena a archiconocida, pues toda la tradición cristiana, desde la patrística hasta hoy, ha insistido en esta imagen del hombre como criatura caída y necesitada de redención.

Esta idea no es banal ni casual en nuestro autor; al contrario, es un filón que nos conduce a las fuentes de su pensamiento, a su concepción del ser humano y de la Historia, veneros que no son otros que la filosofía cristiana, su convicción católica. Y al volcar la mirada a su entorno, a su país, constata que “el dolor nos ha circuido y los fracasos se han acumulado espectacularmente en la Historia del Ecuador”. No obstante de ello, Cevallos García aclara:

“No hay para alarmarse: mientras hay más dolor, existen mayores posibilidades de vencimiento y supervivencia. Son falsas, con absoluto desconocimiento de la vida humana, las tesis dulzonas del optimismo, del pacifismo… Quisiera decir a cada ecuatoriano que no se amedrente porque el dolor nos acompaña… Con el dolor, el sufrimiento, se levantan las mejores edificaciones humanas. La facilidad nada grande ha edificado. La facilidad es bienestar de los  pusilánimes”. (7)

 La visión histórica de Gabriel Cevallos García giró, cual satélite, alrededor de ese gran astro que es San Agustín… Ello será evidente cuando él exponga su concepción de la Metahistoria. Él mismo sintetizó la inspiradora filosofía de la Historia del obispo de Hipona en los siguientes términos: “Parte de Dios, autor del drama y llega a Dios… Todo el desarrollo humano es libre, pero enmarcado en la bondad providencial y se desenvuelve en tres etapas sobrehumanas… las tres etapas agustinianas son la de la creación, la de la redención y la de la santificación”. (8)

Si en este escenario el gran telón de fondo resulta ser el pensamiento agustiniano, Cevallos García convocará a otros actores al tablado, a otros filósofos, esta vez contemporáneos, a otras ideas tomadas de las modernas ciencias del espíritu y con las que afinará su concepción del ser humano y de la Historia… Hablamos de Guillermo Dilthey, de Henry Bergson, de José Ortega y Gasset. Dilthey, por ejemplo, le ayudó a ajustar su concepto de “crítica de los sucesos históricos” (9) “La captación de lo singular o de lo individual es la última meta de las ciencias del espíritu, no menos que el desarrollo de uniformidades abstractas lo es de las ciencias de la naturaleza,” había observado el filósofo alemán en la Introducción a las Ciencias del Espíritu. El vitalismo de Ortega y Gasset y su concepción de la vida como realidad fundamental y como resultado del quehacer diario del hombre con las cosas, el yo-soy-yo-y-mi-circunstancia, estarán también rondando las propuestas de Cevallos, sobre todo cuando, en plan de biógrafo, se proponga “revelar la doctrina implícita  en la biografía egregia”. (10)

 A partir de estas ideas Cevallos García buscará cimentar su propio camino. Dice:

“Al hombre no se le puede conocer sino por lo que hace, afirma Dilthey, es decir por su biografía y por su historia, no por su naturaleza, pues en ésta nada hay de peculiar que le distinga… en el mundo de la Historia, cada ser es una singularidad que opera por cuenta propia y, además, es dueño de su destino y de su personalidad. El concepto de naturaleza o el de especie se funda sobre generalidades, sobre lo común o semejante, tanto que un ejemplar o un individuo se reemplaza por otro de la serie: la muerte de uno de ellos no aniquila la especie. En tanto que la noción de Historia parte de la posibilidad de lo variable, de lo insustituible, de lo que al faltar interrumpe el proceso o permite que surja otro proceso distinto. En buenos términos: la biografía singular es la célula de la totalidad histórica, pero una célula que autoerige su postura, su papel, su gesto y, por lo mismo, irremplazable”. (11)

            Cevallos García mira la trayectoria del pensamiento y la cultura de Occidente como expresión de dos grandes corrientes: el subjetivismo primero y el colectivismo, después. El subjetivismo es racionalismo en la filosofía, reforma luterana en la religión, liberalismo en la política, capitalismo en la economía, romanticismo en el arte… El subjetivismo que conoció su clímax y fracaso en la Revolución Francesa dio paso a un nuevo protagonista: el colectivismo. La sociología fue el gran invento de entonces, la nueva disciplina que intenta explicar al homo gregario. “El sociologismo –dice Cevallos- empeñado en pilotear la Historia resultó un fracaso… se alojó sin remedio en la política”. Para nuestro autor, una de estas formas sociologistas de explicar la Historia es el marxismo, doctrina que “por su empeño de reducir lo humano y su variedad al simple fenómeno productivo, tiene que sacar las cosas de sus quicios y llevarlas a lugares inconvenientes… El fenómeno productivo es sociología pura; en cambio la vida humana se muestra infinitamente más compleja y sorpresiva  que este fenómeno porque es Historia”.  (12)


De la Historia como dolor a la Historia como Teología

En este ir y venir de ideas e ideologías y en el firme empeño de buscar  un pensamiento propio, Gabriel Cevallos García parte de los conceptos de extrahistoria e intrahistoria. Afirma que la Historia “fue construida con dos materiales cumplidamente metafísicos: el tiempo y la causalidad”. (13)  En concordancia con estos supuestos, “la Historia siguió explicándose y sistematizándose desde fuera de ella, desde el plano de la metafísica”. (14)  Y es a esto que Cevallos García llama una “explicación extrahistórica de la Historia”. Ejemplo de ello sería el sistema ideado por Hegel. La intrahistoria se fundamenta, en cambio, “en el finalismo del acto y en la intencionalidad del acontecer singular o colectivo destacada por Brentano”. (15) Esto porque “la finalidad no se explica de manera intrínseca. Y mientras mejor se la vuelve a contemplar, mejor se descubre en ella su raigambre trascendental”. (16) La explicación intrahistórica de la Historia significa “tomar la hondura del acto humano en su esencia colectiva y en sus objetivaciones culturales”, todo lo cual fue tarea de la filosofía de los valores. (17) De estas consideraciones, Cevallos García desemboca en su propia idea: la relación entre los conceptos de Persona y de Historia, relación de la que se desprende su idea de la metahistoria.

“Ver la persona en la Historia y a ésta como obra exclusiva de aquella. Persona e Historia, dos extremos necesarios  de una vinculación que rebasa los límites de lo material, sea en la geografía o sea en el tiempo,  que colinda con misterios  infinitos cuyo silencio reposa, como última instancia, en Dios Creador y Padre. Pues bien, mi primera aseveración es que ni extrahistoria ni intrahistoria agotan y justifican la esencia del humano acontecer cuya naturaleza natural   solo alcanza a comprender a la luz de lo sobrenatural, a la luz de una metahistoria que no  es ya Historia simplemente sino Teología y Teología de la más alta calidad.  En otras palabras: el hombre acierta a definirse plenamente solo en Dios. Y en otras palabras también: solo en la obra de Dios logra precisarse el sentido de las obras del hombre. Lo cual quiere decir que  nuestra vida mundana de ahora, con todo su finalismo, necesita justificarse  a la postre más allá, en una existencia ultratemporal y sin límites. Y lo cual quiere decir también que no nos es dable hablar solo de una Teología de la Historia, sino de que la Historia es Teología. Así como es filosofía. Y una segunda aseveración es que la Historia es Teología, pues el gran drama de la vida humana sobre el tiempo de sus claudicaciones y sus éxitos, no sirve de otra cosa  que de escenario donde se patentiza o se explicita la acción divina tamizada en la acción humana…. Hay una metahistoria que llega a Dios”.  (18)

            Esta metahistoria en la que se explica y confluye el acontecer humano a través de los siglos contiene a toda la Historia en sus dimensiones y alcances. No está hecha ni tampoco nos es dada; el ser humano debe conquistarla “en lo profundo de los espíritus”, pues a ella se llega “buscando la verdad, la justicia, con auxilio de la Gracia”. (19)  Esta idea, como bien sabemos, es muy cercana a la expresada, hace siglos, por San Agustín cuando éste insistía en que la verdad del hombre no está fuera de él, está en el fondo de sí mismo, porque en el centro de toda criatura racional está Dios.  En conclusión, acota Cevallos García:

“El finalismo terreno  quedaría trunco si no lo completáramos con el finalismo ultraterreno. La única definición natural y completa de la persona es su definición sobrenatural. De tal modo, el pensamiento católico enlaza la extrahistoria, la intrahistoria y la metahistoria en un proceso que podría llamar así: Persona, Historia y Dios”. (20)

            En esta visión del gran drama de la raza humana sobre la Tierra, el rector de la Universidad de Cuenca se muestra como un pensador cristiano o, como él mismo lo confesó: “apoyado en la fuerza y claridad de mi fe” (21); recio, dogmático y apasionado a la vez, coherente con su manera personal de sentir y entender el mundo. Las doctrinas por él expuestas pueden ser discutibles –de hecho  lo son y mucho-, pero desde el punto de vista de la literatura (asunto que me propuse abordar en estas páginas) Gabriel Cevallos García es un prosista notable que aborda y defiende con pasión sus ideas, un prosista con todos los rasgos propios del ensayismo literario. Y son estas las cualidades que marcan su particular modo expresivo, asunto del que me ocuparé más adelante.

De la biografía a la reflexión sobre la cultura

Buena parte de la obra escrita por Gabriel Cevallos García discurre por otros cauces del ensayo, además del histórico y filosófico; me refiero a la biografía, la crónica y la interpretación del hecho artístico en sus distintas formas de expresión: la literatura, la pintura, la música, el cine o la danza. Los personajes que escoge para ponerlos bajo su lupa de biógrafo se relacionan siempre con la historia comarcana del Azuay, hombres que, a su vez, representan ciertos valores y paradigmas en la historia de la Nación: El santo Hermano Miguel, Luís Cordero, Remigio Crespo Toral, Honorato Vázquez, Rafael María Arízaga, Alfonso Moreno Mora. En fin, santos, sabios, poetas, caudillos políticos.  Y aunque él sabe que la “alabanza es flor del viento” no se mide en el encomio de aquellos personajes que él admira. Son vidas humanas sobresalientes, figuras –piensa él- que están ahí para mirarlas y revivirlas, pues “son voces grandes, palabras que claman”. Para Cevallos García el comprender la trayectoria vital de un personaje es “revelar la doctrina implícita en la biografía egregia”. (21) Sabe que tarea imposible es llegar a definir una vida humana, intentarlo es estropearla, desfigurarla; por ello, la tarea del biógrafo es compleja, pues “la biografía no admite la prisión de las fórmulas”. (22)  En muchos de estos ensayos ocurre que, en su empeño por explicar lo local, nuestro autor, valiéndose de una inagotable erudición clásica se empina a la historia, a la filosofía y a los mitos grecolatinos en un vivo anhelo por conferir dignidad o trascendencia a la modesta vida comarcana. Todas estas evocaciones están impregnadas de filial devoción por el paisaje nativo, por la vida que transcurre apacible y rural de la Cuenca de antaño. Con ello Cevallos García se constituyó, a mediados del XX, en el continuador más calificado y culto de una tradición literaria y regional que había desplegado sus mejores logros entre finales del XIX y mediados de la centuria siguiente.

En De Sócrates a Freud: una herencia inquietante, uno de los mejores ensayos escritos por Cevallos García, ahonda en las raíces del pensamiento occidental a partir del nosce te ipsum socrático y lleva la reflexión a través de San Agustín hasta llegar a Freud. Con ello se pone de relieve una clara tendencia de la cultura europea marcada por un impulso de profundización en el conocimiento del Yo. Y así como las enseñanzas de Sócrates fructificaron en Platón, las lecciones de Freud también dieron nuevos frutos no solo en Max Scheller y su ética de los valores, sino además, en la filosofía de Bergson y su concepción de la conciencia como duración y temporalidad. Estos antecedentes dan pie a Cevallos García para explicar las tendencias de la cultura y el arte del siglo XX manifestadas en el cine, la novela (Proust, Joyce: un “cubista de la novela”, Thomas Mann…) y en la pintura (Picasso).

Vislumbrar la nación

En Visión teórica del Ecuador, Gabriel Cevallos García expuso sus ideas acerca del Ecuador como entidad histórica, como nación. El libro fue publicado en 1960 y constituyó, a la época, una propuesta aparentemente novedosa y, sin duda, con mayor enjundia reflexiva sobre el tema nacional. No obstante de ello, sus planteamientos no superaron el enfoque tradicional que, sobre la nación ecuatoriana, habían expuesto siempre los representantes del pensamiento conservador ecuatoriano desde el siglo XIX. En la búsqueda de un concepto de nación afirma:

Ella “hace referencia formal a aquel conjunto de virtualidades, potencias, fuerzas ancestrales, suficientes o insuficientes con que el ser humano llega a la vida… En esencia la palabra nación señala claramente dos realidades diversas: la material de un nacimiento aquí o allí, y la formal de una suma de posibilidades con qué edificar la biografía” (23)

Es el pueblo el sustento de la nación y es el  pueblo el que, por tradición, por sus ancestros comunes, acumula una experiencia o una herencia que, según Cevallos, consistiría en un…

“repertorio de posibilidades colectivas… tesoro acrecentado con lentitud ejemplar  en siglos de acumularse por el ejercicio de cierta virtud que podría llamar ahorro tradicional. El monto de tal ahorro se ha llegado a constituir en las respuestas ensayadas o logradas por el grupo ante las incitaciones del contorno, con los resultados obtenidos por las fusiones culturales y con el haber biológico alcanzado por la unión de estas o de aquellas corrientes humanas. Sumadas experiencia y vida, consolidadas a largo plazo, forman un  caudal que garantiza la pervivencia y obliga a continuar acrecentando unos valores por los que el grupo tiene razón de existir entre otros grupos semejantes o diversos”. (24)
           
Es evidente que hay aquí un eco de Arnold Toynbee cuando se nos habla de esa dialéctica de fondo que se manifiesta en aquella terquedad del ser humano y su infatigable “respuesta” ante las inmutables “incitaciones” del medio, idea que, de manera gráfica, se la mezcla aquí con una imagen contable, de lo contante y sonante del acrecentamiento de un capital que crece con el tiempo como un tesoro o un patrimonio.

            Cevallos García habla del “espíritu nacional” como el modo de ser de un pueblo; temperamento o impulso que permanece más o menos constante y más allá de los cambios que llegan con la marejada de los acontecimientos históricos. Dice:

 “Sería romántico si creyese en el volkgeist o espíritu popular endiosado por los filósofos alemanes de comienzos del siglo pasado, espíritu cuya calidad esencial se definía por preceder a la materia histórica –hombres y pueblos- a la que estaba llamada a dar fisonomía… Pero sin ser romántico, sí creo en la existencia de cierta realidad permanente que vence el cambio y permite que los hombres se integren en una unidad duradera superando al tiempo y a la muerte… Mientras los hombres pasan, el espíritu nacional o el espíritu del grupo resiste y logra una permanencia ejemplar”. (25). 
           
En su visión de la nación ecuatoriana, Gabriel Cevallos parte de la constatación del mestizaje, hecho innegable que condiciona la existencia de los pueblos latinoamericanos:

“El Ecuador, como los demás países de América, es producido por la fusión de razas y de culturas, sin que esto podamos abdicar, ni siquiera negar”. (26)

En este avatar que toda existencia histórica implica son múltiples los contactos que un pueblo realiza con otros pueblos, los constantes encuentros y encontronazos, las injerencias e influencias que recibe de otros, lo que, con el tiempo, va configurando su genética, su temple, su espíritu. Para el caso del Ecuador, Cevallos García parte del examen del aporte de los pueblos originarios, aquellos que, desde épocas inmemoriales, ocuparon el territorio de este país y que constituyen, lo que él llama, “el primer nivel”, el sustrato antropológico más arcaico, al que, luego, se superpone el incásico o cuzqueño (el “segundo nivel”), pues con ellos descendemos al “inframundo arqueológico”, un universo que él estima “primitivo” y dominado “por el pavor”. De estos pueblos, Cevallos opina que

“se movían  sobre nuestro paisaje sin haber conseguido mayor altura en cuanto a formas de convivencia política y a estabilidad y, sobre todo, que no lograron conquistar el tesoro supremo del pensamiento lógico”. (27)

El espíritu que los dominó fue, el “llamado espíritu mágico”, el cual, según este autor,

“no es apto para introducir un ordenamiento capaz de explicar el mundo que, por lo disperso, variado y múltiple, en gran parte ni siquiera es considerado como realidad. (…) Sólo el espíritu lógico vuelve al hombre universal o apto para universalizar y dominar al mundo…” (28)

            Si esta es la visión que Cevallos García tiene acerca de los pueblos originarios que poblaron el Ecuador –pueblos cuyas formas persistían hasta los días de la Conquista española- sus aportes a la conformación de lo que llegaría a ser la nación ecuatoriana se reducirían entonces a lo puramente biológico; esto es, a haber transmitido una herencia genética, lo que les reduciría a haber sido una suerte de tronco antropológico, patrón o sustento en el cual se injertarán, en el futuro, otras ramas étnicas con mayores potencialidades vitales y culturales. En esta, su “visión” histórica, Cevallos niega a estos pueblos -que él los llama “primitivos”-, cualquier capacidad mental, organizativa y, por ende, proyectiva y universalizadora; pues, según él, aquellos seres humanos no poseían un “pensamiento lógico” y su relación con el mundo estaba dominada por la magia, el totemismo y el pavor.

Casi por esos mismos años en los que Cevallos García hacía estas afirmaciones, circulaba en Francia un libro titulado La pensée sauvage (1964) y cuyo autor era Claude Levi-Strauss, uno de los más notables antropólogos del siglo XX. La opinión que este profesor de La Sorbona tiene acerca de la organización social y estructura mental de aquellos pueblos aislados de la “civilización” y considerados “primitivos” es muy otra a la que expone el autor de Visión teórica. Dice Levi-Strauss:

“Se supera la falsa antinomia entre mentalidad lógica y mentalidad prelógica. El pensamiento salvaje es lógico, en el mismo sentido y de la misma manera que el nuestro, pero como lo es solamente el nuestro cuando se  aplica al conocimiento de un universo al cual reconoce simultáneamente propiedades  físicas y propiedades semánticas. Una vez disipado este error de interpretación sigue siendo verdad que en contrario de la opinión de Lévy-Bruhl, este pensamiento avanza por las vías  del entendimiento, y no de la afectividad; con la ayuda de distinciones y de oposiciones y no de confusión y de participación”. (29)

El pensamiento lógico y, por ende, el matemático, no son elaboraciones privativas de pueblos que, a su haber, ostentan un avance científico o tecnológico, no son creaciones exclusivas del pensamiento dialéctico, como sostiene Cevallos García. Esto lo saben perfectamente quienes han ahondado en el estudio de la antigua civilización de los mayas y cuyos conocimientos astronómicos no dejan de admirar sabios de nuestro tiempo. “Los enunciados de la matemática –insiste Levy-Strauss- reflejan el funcionamiento libre del espíritu, es decir, la actividad de las células de la corteza cerebral, relativamente liberadas de toda constricción exterior, y obedeciendo a sus propias leyes. La lógica y la logística son ciencias empíricas que pertenecen a la etnografía más que a la psicología”. (30)

A la luz de verdades científicas como éstas, aportadas por la antropología contemporánea, no tienen cabida afirmaciones tan dogmáticas que niegan al hombre prehistórico toda posibilidad de poseer un pensamiento lógico y, por ende, un conocimiento universalizador. Esos pueblos, desde la más oscura noche de los tiempos, cada uno con un estilo propio de cultura, en un relativo aislamiento y agrupados en tribus y en ayllus, supieron organizar su mundo, universalizarlo, invocarlo o imprecarlo según su humano saber, entender y sentir, pueblos cuya sensibilidad pervive hasta hoy en el subconsciente colectivo del hombre del Ecuador.

Aquella representación de América como el continente predestinado para el mestizaje, la tierra privilegiada que fusiona en su seno pueblos y culturas de la más disímil procedencia (ese crisol de “la raza cósmica” de la que habó José Vasconcelos), es una idea que está presente en el libro de Cevallos García, sobre todo cuando se refiere a la herencia española, pues fue el hispano quien nos legó esta tendencia a la apertura y comunicación con el otro: “…somos herederos de la actitud vital más auténtica de lo español: simpatía racial, afán de contagio humano, necesidad de versión hacia los demás”. (31) Y es este mestizaje lo que nos define:

“Somos hispano-americanos, somos mestizos de blanco, de cobrizo, de negro. Y de esto no tenemos escape ni remedio”. (Visión: 298). “Fusión cultural y mestizaje racial: he allí el hontanar de la calidad histórica de los pueblos hispanoamericanos, del ecuatoriano entre ellos… Por nación somos un pueblo mestizo”. (32)

Sin embargo, páginas adelante, Cevallos se contradice cuando afirma: “El Ecuador no es país de blancos, no es país de montuvios (sic), no es país de indios, no es país de cholos; es país de ecuatorianos, simplemente”. (33)

Definición tautológica y discordante que niega lo que precisamente busca afirmar, esto es el mestizaje y lo que éste conlleva: las diferencias sociales y de cultura.

Y es España o mejor, Europa (“el blanco europeo”) quien, a la hora del mestizaje, aporta el legado más valioso en la conformación del espíritu y la cultura del pueblo hispanoamericano. Esta es la opinión de Cevallos García: “Pero lo que resulta inobjetable es que el blanco europeo, hasta hoy, ha dado cumplimiento a las faenas más altas de la Historia occidental, con lo que ha modelado al Occidente y al mundo entero”. (34)

Defender, a la altura de 1960 (fecha en la que se publicó Visión teórica del Ecuador),  un enfoque racista de la Historia, hablar de la superioridad del “blanco europeo” (concepto no lejano a ese otro: la “raza aria”) significaba un lamentable retroceso a posturas ideológicas superadas en la década de los sesenta y sostenidas solo en cenáculos ultranacionalistas, allá en los años previos a la Segunda Guerra Mundial. Por otra parte, hay aquí un eco de los supuestos justificativos que siempre esgrimió la conciencia colonialista de las potencias europeas; esto es, la creencia en la superioridad racial y cultural de Occidente, declaración que ha servido para autorizar, desde hace siglos, el dominio del mundo por parte de Europa y los Estados Unidos. Y como todo imperialismo ha traído consigo etnocidio, despojo y arbitrariedad, nunca han faltado, desde Roma para acá, los justificativos de tales desmanes invocando principios de civilización. Es así, y desde esta perspectiva, que Cevallos García juzga los atropellos de los colonizadores españoles en tierras de América:

“Los españoles pudieron ser crueles en América; y lo fueron de verdad, por recurso de política o por urgencia económica; mas no fueron inhumanos  como otros imperialistas civilizados…” (35)

Esta concepción unilateral e hispanófila de la Conquista de América nos resulta ya lejana y hasta diría inadmisible, a la altura del siglo XXI. Opiniones como éstas, de Gabriel Cevallos, nos remiten por contraste a otras que, sobre este mismo hecho, habían sido emitidas, en su momento, por otro hispanoamericano hacia finales del siglo XIX y que, a pesar del tiempo transcurrido, sintonizan con la sensibilidad de una nueva generación; me refiero a José Martí.

De los pueblos aborígenes que el conquistador español doblegó, dice el patriota cubano:

“No más que pueblos en ciernes, no más que pueblos en bulbo eran aquellos que con maña sutil de viejos vividores se entró el conquistador valiente, y descargó su poderosa herrajería, lo cual fue una desdicha histórica y un crimen natural”. (36)

En cambio, por esos mismos años en los que Martí expresaba su pensamiento anticolonialista (finales del XIX), Domingo Faustino Sarmiento (un argentino que, en palabras de H. A. Murena, bien se hubiese considerado un “europeo desterrado”), cuando trató de definir al conquistador español lo hizo en estos términos: “(un) español, repetido cien veces en sentido odioso de impío, inmoral, raptor, embaucador es sinónimo de civilización, de la tradición europea traída por ellos a estos países”. Y este civilizador de las pampas argentinas (me refiero al autor de Facundo, desde luego) dirá también:

“Puede ser muy injusto exterminar salvajes, sofocar civilizaciones nacientes, conquistar pueblos que están en posesión de un terreno privilegiado: pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada  a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy  por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra”. (37)

Y aquí vuelvo a la afirmación que motivó la reflexión que antecede: “los españoles pudieron ser crueles… mas no fueron inhumanos”. Y yo pregunto: ¿acaso la crueldad no es una forma de ser inhumano?

            Pero regresemos, una vez más, al texto de Visión teórica del Ecuador. En esta fusión de sangres y culturas que conforma nuestro mestizaje, en esta confluencia de lo indígena, lo africano y lo hispano, el aporte que, según Cevallos García, confirió personalidad y trascendencia histórica a nuestro espíritu fue el español. A esto él lo llama el  ascenso al “tercer nivel”: 

“Porque en este nivel, nuestro espíritu adquirió conformación definitiva y entró ya en la Historia, completándose al contacto y mezcla con la cultura y la raza hispana que, a más de darnos lo suyo peculiar –que fue incalculable-  nos trajo lo europeo universal”. (38)

Ahora bien: estos “aportes y donativos generosos” del español fueron fundamentalmente tres: el “espíritu lógico, el urbanismo y la cristianización de la vida”. (39)

            Es común que cada civilización se considere el eje de la historia del mundo y bajo esta ególatra  perspectiva relata  esa historia como el gran drama de su pueblo. Esto es especialmente verdad en relación a Europa y, en general, a Occidente. Hasta hace poco, bajo el título de Historia Universal se narraba la historia de Grecia, Roma, Inglaterra, Francia, España, Alemania, Portugal, Italia, Rusia, etc. El resto del mundo casi no contaba. Pueblos colonizados como los latinoamericanos así pensaron su propia historia, como sociedades periféricas y dependientes, así la escribieron y así la repitieron. Nuestras historias nacionales han sido vistas y explicadas desde la perspectiva europea. Hegel, el referente moderno de la Filosofía de la Historia, concebía el desarrollo de la historia humana como un proceso que avanzaba en una determinada dirección: “La historia universal –decía- va del Oriente al Occidente. Europa es absolutamente el fin de la Historia Universal. Asia es el comienzo”. Estos conceptos implican la exclusión de la  historia mundial de América Latina y el África. (Asia ha permanecido, según el filósofo, en un prolongado estado de “inmadurez”). Dice, además, Hegel:

“El mundo se divide en el  Viejo Mundo y en el Nuevo Mundo. El nombre de Nuevo Mundo proviene del hecho de que América… no ha sido conocida hasta hace poco para los europeos. Pero no se crea que esta distinción es puramente externa. Aquí la división es esencial. Este mundo es nuevo no solo relativamente sino absolutamente; lo es con respecto a todos sus caracteres propios, físicos y políticos… De América y de su grado de civilización, especialmente en México y Perú, tenemos información de su desarrollo, pero como una cultura enteramente particular, que expira en el momento en que el Espíritu se le aproximaLa inferioridad de estos individuos en todo respecto, es enteramente evidente”.  (Filosofía de la historia universal, vol. II)
           
            En el siglo XX, esta concepción eurocéntrica de la Historia ya fue criticada y mal vista por los propios europeos, me refiero a filósofos como Spengler y Toynbee. En 1918 Spengler ya denunció esta postura prevalida de ciertos europeos al dividir la historia del mundo aplicando los mismos criterios con los que  explicaban la evolución de Europa, esto es, en antigua, medieval, moderna, etc. Toynbee, años después, denunció el “provincialismo absurdo” de Occidente de creer que el mundo gira en torno a él desconociendo los valores de otras civilizaciones que han evolucionado con un tiempo histórico distinto y con unos valores diferentes a los occidentales. Esta visión tolemaica de la historia y en la que Europa aparece como el centro del drama universal sigue teniendo sus adeptos entre nosotros. Hay todavía historiadores (y no son pocos) que no han logrado liberarse de una visión colonizada (eurocéntrica) de los procesos latinoamericanos. Esta es la perspectiva que mantuvo Cevallos García a lo largo de su obra; y me explico que así haya sido ya que en esto, como en otras opiniones suyas, fue fiel hijo de su tiempo y de su circunstancia. Su visión del Ecuador no se apartó, en lo esencial, de la tradicional concepción hispanófila que, durante la primera mitad del siglo XX, había defendido la derecha ecuatoriana representada por Remigio Crespo Toral, Aurelio Espinosa Pólit, Isaac J. Barrera o Julio Tobar Donoso. De los textos citados se deduciría que fue España la que nos confirió un Espíritu, pues los pueblos originarios (vernáculos e incásicos) carecían de él o si lo tenían era incipiente. Ya sabemos que ese “Espíritu” al que se refiere Cevallos García no es otro que el pensamiento lógico, el pensamiento dialéctico, la cultura universalizadora, el cristianismo, el urbanismo, etc.; es decir todo aquello de que habían carecido estos pueblos para ser “civilizados”; pues –como dijo Hegel-, en cuanto se aproximó a ellos la cultura europea (el “Espíritu”) “expiró” el hombre primitivo. Como vemos, el pensamiento de Cevallos García está, en este punto, más cerca del viejo y anacrónico Hegel que de su historiador preferido, mister Arnold Toynbee.


Una prosa y un estilo

 “El dominio de la forma, la posesión del estilo, la plenitud de la manera personal, son metas inasequibles, vedadas al vulgo de los pergeñadores… A un escritor, en su condición de escritor, solo puede comprenderle otro de igual oficio,” (40) escribió Gabriel Cevallos García atestiguando con ello de algo muy cercano a él: la faena diaria que consume al auténtico escritor en su búsqueda por encontrar su propio lenguaje, la forma que exprese la impronta de su alma en aquello que escribe, ese estilo que es su huella personal. “La faena intelectual –confesó en otra ocasión- es un trabajo que cada día se cumple y jamás está cumplida. Inmenso deber. Casi infinito. Somos infinitos en la esperanza”. (41)

Al inicio de este trabajo marqué un punto de partida: el auténtico ensayo, recordé, es aquel escrito en prosa en el cual la materia verbal ya no es solo soporte de objetividades y razonamientos acerca de un tema,  cualquiera que éste sea, pues el asunto no es lo determinante, en este caso, sino, aparte de ello, de subjetivaciones de un yo, el ser altavoz de una conciencia. Además, “el arte del ensayo literario –lo dije en cierta ocasión- se fundamenta en la personalidad del  ensayista; mientras más rica sea ésta, mientras más experiencias de vida y conexiones cognoscitivas despliegue el autor, contrastando así el impulso lógico con la intuición y la imaginación, más sugestivo será el resultado”.  (42) Y es esto lo que triunfa en los ensayos de Cevallos García.

Lo dicho aquí nos acerca al aprecio de ciertas claves del estilo de este autor. Los rasgos formales de la prosa ensayística de Gabriel  Cevallos García se subordinan a una clara voluntad de estilo. En su caso, las líneas expresivas de su prosa surgen del íntimo impulso de sus ideas, obedecen al ritmo torrencial de su pensamiento, a su nunca desmentida capacidad de afinar conexiones asociativas, en fin, a la riqueza de su conocimiento y de su imaginación. Ello da como resultado un estilo claro y fluido, río de aguas espesas que se remansa, a ratos y a ratos se desborda, que acarrea evocaciones cultas que ilustran una idea que se expone o una doctrina que se defiende. El pensamiento avanza impulsado por tales asociaciones que convocan imágenes, lo que torna  sugerente y rica su prosa; una prosa que, por otra parte, corre el riesgo de la ampulosidad, el oropel verbal, el regodeo de la frase de amplia estructura.

Su saber histórico y filosófico, su conocimiento de libros y de autores, vertidos en sus escritos de forma natural y para nada petulante, amplían su palabra, confieren solidez a una prosa que se disuelve en frases amplias, que se deleita en el enunciado oratorio, enjundioso; prosa en la que la claridad del pensamiento no se pierde ni se opaca, pero que se torna barroca ya que, cual torrente caudaloso, arrastra sedimentos conceptuales, sugestiones semánticas. Ello se aprecia en la construcción del párrafo, estructura que  se divide y subdivide en incisos subordinados a impulsos de los diversos matices de la idea. El resultado es un estilo verboso que se vierte en abundante fraseo, en ostentación retórica,  ajeno a toda economía expresiva, que convoca demasiadas palabras,  hojarasca barroca que al caer en desmesura, se torna en vicio elocutivo…


Tumbaco, septiembre de 2010
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(1)   Un testimonio personal de lo aquí expresado lo podrá encontrar el lector en “Evocación de un maestro”, microensayo incluido en mi libro titulado Los espejos y la noche; edición de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, Quito, 2010.
(2)   Edición del Banco Central del Ecuador, sucursal de Cuenca, 1987.
(3)   Su libro más conocido es probablemente Visión teórica del Ecuador, obra con la que se inicia la colección bibliográfica llamada Biblioteca Ecuatoriana Mínima.
(4)    En la biblioteca de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, en Quito, he encontrado un trabajo mecanografiado (230 pág.) escrito en 1991 por Guillermo Urgilés Campos titulado “Filosofía de la Historia o Metahistoria en Gabriel Cevallos García.” tesis previa a la obtención del título de Doctor en Filosofía. En la Revista Procesos   No. 22, año 2005, publicada por la Corporación Editora Nacional consta un artículo de Catalina León Pesantez titulado “Filosofía e Historia en el pensamiento de Gabriel Cevallos García” (ps. 131 a 136). Y no he encontrado más comentarios dignos de consideración sobre nuestro autor.
(5)    Son pocos los libros suyos que uno logra encontrar en las bibliotecas públicas. Los trece tomos de las “Obras completas” que publicó el Banco Central del Ecuador, sucursal de Cuenca, tuvieron escaso tiraje (lo que equivale a quedarse elegantemente inédito). Pero,  además –y esto es lo peor-, fueron mal editadas, con un prólogo –hay que decirlo- nada auspicioso, pues no estuvo a la altura del autor.  
(6)   En Obras Completas T. I  Temas históricos ecuatorianos. Cuenca, 1987, p 71.
(7)   Idem
(8)   En “En la entraña de la Historia”, incluido en De aquí y de allá; Tomo II. Cuenca, Casa de la Cultura, Núcleo del Azuay. 1963. p 318.
(9)   Con este concepto Dilthey dio por superada la clásica tríada kantiana de la crítica de la razón pura, de la razón práctica y del juicio..
(10) En “Tres siluetas de la palabra de honor”. Ensayo incluido en De aquí de allá; Tomo I,             Cuenca, 1962.
(11)  “En la entraña de la Historia”, ps. 325, 326.
(12)   Idem p. 348. Añade luego: “… debemos afirmar que la Historia no es obra de tres o cuatro pasiones negativas hábilmente explotadas ni que el hombre es simple juguete de la vida económica, del imperialismo o de la lucha de clases. Necesitamos, de modo absoluto, afirmar que el hombre es sujeto y señor de la Historia, que es persona responsable que se desenvuelve contrariando los estrechos postulaos del materialismo histórico”. Ps. 350, 351.
(13)   En la entraña de la Historia”, 351
(14)  Idem 351.
(15)  Idem 355.
(16)  Idem  356.
(17)   Idem 352.
(18)   Idem 353 a 355.
(19)   Idem 357, 358.
(20)   Idem 361.
(21)   Nota “Tres siluetas de la palabra de honor”, incluido en De aquí y ahora. Tomo 1. P. 80.
(22)   Idem
(23)  Visión Teórica del Ecuador, 307.
(24)   Visión, 309.
(25)   Visión, 312.
(26)   Visión, 294.
(27)   Visión, 319.
(28)   Visión, 326, 327.
(29)   El pensamiento salvaje. Fondo de Cultura Económica, México. 1964, p. 388.
(30)   Id. p. 359. Frase, esta última, de Beth, en Les fondaments logiques des mathematiques, Paris, 1955. Los  pueblos originarios de  América, aquellos que encontraron aquí los europeos, no fueron, ni de lejos, ese rebaño de infrahombres incapaces de pensar con lógica, ineptos para dar soluciones inteligentes frente al medio y organizar, a su modo, el espacio, el tiempo y la vida social tal como los mira Gabriel Cevallos García. Como hemos señalado, a la luz de la antropología contemporánea y luego de los estudios de Levy-Strauss ya nadie puede sostener tamaña desmesura. No está demás abundar aquí en razones  citando las conclusiones a las que arriba el célebre profesor de La Sorbona en su libro La pensée sauvage: Cierto es que las propiedades accesibles al pensamiento salvaje no son las mismas que las que  llaman la atención de los sabios. Según cada caso, el mundo físico es abordado por extremos opuestos. Uno supremamente concreto, otro supremamente abstracto, y ya sea desde el punto de vista  de las cualidades sensibles  o del de las propiedades formales. (…)  así el uno como el otro, e independientemente el uno del otro, tanto en el tiempo como en el espacio, hayan conducido a dos saberes distintos, aunque igualmente positivos: aquel cuya base ha sido proporcionada  por una teoría de lo sensible, y que continúa satisfaciendo nuestras necesidades esenciales por medio de esas artes de la civilización: agricultura, cría de ganado, alfarería, tejido, conservación  y preparación de alimentos, etc., de las que la época neolítica señala el florecimiento y aquel que se sitúa, de golpe, en el plano de lo inteligible y del que ha salido la ciencia contemporánea. Hemos tenido que esperar hasta mediados del siglo actual para que estos caminos, durante tanto tempo separados, se cruzasen: el que llega al mundo físico por rodeo de la comunicación, y aquel del que sabemos, desde hace poco, que, por el rodeo de la física, llega al mundo de la comunicación. El sistema entero del conocimiento humano cobra, así, el carácter de un sistema cerrado. Por tanto, es seguir siendo fiel a la inspiración del pensamiento salvaje  el reconocer que el espíritu científico en su forma más moderna, habrá contribuido, en virtud de un encuentro que solo él supo prever, a legitimar sus principios y a restablecerlo en sus derechos”. (390).
(31)  Visión: 295.
(32) Visión: 310.
(33) Visión: 301.
(34) Visión: 296.
(35) Visión: 296. Cursivas del propio autor.
(36): Citado por Roberto Fernández Retamar en Calibán y otros ensayos.  Editorial Arte y Literatura. La Habana, 1979.
(37) Cf. Fernández Retamar, op. cit.
(38) Visión: 368.
(39) Visión: 370.
(40)  En “Crespo Toral, testimonio de su tiempo”. De aquí y allá Tomo I p. 82.
(41)  “Liminar”, en De aquí y de allá, Tomo I p.9.

(42)  Juan Valdano, en Los espejos y la noche, p. 42.