sábado, 21 de diciembre de 2013

En busca del padre


Por: Juan Valdano

Asunto recurrente en el mito y la leyenda es la búsqueda del progenitor; personaje brumoso que por algún evento aciago se alejó del hogar. Es una búsqueda del hijo; indagación impulsada por la nostalgia de quien se siente huérfano y desheredado de un ancestro que, por sangre y tradición, le corresponde. Es una historia que resurge en relatos antiguos y modernos de culturas muy diversas; historia que muta sin dejar de ser la misma: solo cambian los nombres y los ámbitos en los que se mueven los personajes. Telémaco buscará siempre a Odiseo; Edipo no dejará de indagar su sibilino ancestro; el Hijo Pródigo no descansará hasta recuperar el abrazo del padre; Juan Preciado atravesará Comala indagando el paradero de Pedro Páramo. La búsqueda del padre resulta ser un arquetipo generalmente trágico; el símbolo de la exploración del propio Yo; la indagación acerca del origen; la eterna pregunta sobre la identidad: ¿Quién soy?, ¿quiénes somos?

Desde los sosegados días coloniales hasta los intranquilos de hoy dos rasgos han particularizado a esta sociedad: el enmascaramiento y la orfandad. De lo primero hablé ya en un artículo anterior; de lo segundo me ocuparé ahora.

Desde lo íntimo del Yo, desde el cerco del super-Yo que teje la indeliberada trama de la conducta cotidiana, el ecuatoriano  no  es aquel que “empieza en sí mismo” ni “el hijo de la nada”, como decía Octavio Paz del mexicano; su situación resulta ser más dramática: es alguien a quien agobia un sentimiento de orfandad, el hijo que busca al padre, el expósito al que se le niega un lugar en la casa paterna. La sensación de desamparo era general en la sociedad colonial. El indio, el mestizo y el criollo vivían, cada uno a su manera, una profunda orfandad que hacía que todos se sintieran ilegítimos. Luego de la muerte de Atahualpa y ante el derrumbamiento del panteón aborigen, el indio debió sentirse un ser sin asidero alguno, ni divino ni humano, huérfano total. El criollo también alimentaba un sentimiento de orfandad al constatar que la “madre patria” no le trataba con la deferencia que él esperaba. La lucha de los criollos por reivindicar su españolismo no es sino un capítulo en esta historia de nuestra búsqueda de identidad. Sin embargo, el personaje en quien más se acendró un sentimiento de orfandad fue el mestizo, el huairapamushca por esencia, evidencia de la culpa y la afrenta. La orfandad del mestizo era ausencia de padre; el progenitor era ignoto o lejano. En este abandono crece la imagen de la madre. La relación con la  madre es muy fuerte; se sustenta en una cadena de abnegaciones, silencios, lágrimas furtivas, rencor vago. En esta soledad, el sentimiento de orfandad crece como un gran vacío, germina la cultura del lamento. Es en el pasillo, música esencialmente mestiza, donde confesamos todas nuestras tragedias, traiciones, inconstancias y blasfemias; en síntesis, nuestra orfandad irredenta.

Publicado en Diario EL COMERCIO. Quito, 20 de diciembre 2013




La máscara y el Otro


Juan  Valdano

Vienen tiempos de máscaras, disfraces e inocentadas, tiempos de la broma y la chanza callejera; tiempos de dejar de ser uno y aparentar ser otro. Quien usa la máscara esconde su yo; ostenta lo que no es, disimula lo que es. Un gesto por el cual quien la usa dice al mundo: “ya no soy el que era, ahora soy otro”. Toda transformación encierra algo de secreto, obscuro e ignominioso. Toda metamorfosis es misteriosa y ambigua, tiende a esconderse; de ahí la máscara. Desde que el hombre existe, la máscara estuvo junto a él; la necesitó para ocultarse bajo una falsa identidad, aparentar ser otro: más feroz que un tigre, más terrorífico que un dios. Bastó mirarse en un estanque y decir: “Soy nadie, soy como todos, seré Otro” e inventó la máscara. En ese instante nació Narciso quien, al ver que sus ojos a sus ojos acechaban, descubrió la conciencia y con ella, la seducción, el disimulo, la astucia, la emboscada, la simulación, la utilidad de la paciencia. La máscara convierte al enmascarado en personaje y actor de una farsa y al mundo en su escenario; lo trasmuta en hechicero, en sapiente mediador entre los seres de un día y los inmortales, pues de estos ha recibido el vedado rostro de lo terrible.

El enmascaramiento es algo inherente a la naturaleza del ser humano. Nuestra conducta está marcada por el juego del engaño y la apariencia. Freud, Marx y Nietzsche, filósofos de la sospecha, desentrañaron el probable sentido de este oscuro impulso que nos impele al disfraz. Cada uno de ellos vislumbró los mecanismos que mueven el comportamiento enmascarado: las celadas de la conciencia. Para Freud, el ser humano no siempre es racional; al contrario hay, en él, mucho de irracionalidad, el inconsciente maneja las claves de su conducta y el Yo no manda en su propia casa. Marx se especializó en la denuncia de las máscaras ideológicas, de los elaborados mecanismos de control social a partir de las relaciones económicas. Decir que la vida es eterno conflicto es llover sobre mojado, Heráclito lo dijo hace siglos y Darwin volvió a esta idea en aquellos días en los que  Marx elaboraba su visión de la Historia como irreconciliable lucha entre los de arriba y los de abajo. En sus insomnios recurrentes Nietzsche vislumbró al ser humano agobiado bajo la opresiva máscara de una moral heredada, la “moral del rebaño”, despreciadora de la vida y los sentidos; redimirse de ella, dijo, es tarea de superhombres.

La máscara encubre el subconsciente que tras la faz asecha, espejo de secretas frustraciones, reflejo de carencias, jeroglífico de íntimos naufragios. No hay ser sin accidente,  salvo el Ser divino; ontológicamente somos la suma de accidentes, casualidades y atropellos que se han añadido a nuestra esencia humana. La metamorfosis es la escritura de la vida: la crisálida quiere ser mariposa, el rostro deviene en máscara y la máscara en persona.

Hay especies zoológicas  (y el ser humano es una de ellas) a las que la Naturaleza les ha dotado de asombroso talento mimético, facultad que les permite esconder, tras una grata apariencia su verdadero aspecto, no de otra forma, los humanos actuamos ante los demás en ciertas circunstancias. Todo ello es comportamiento instintivo y la conducta enmascarada una refinada técnica de engaño y conquista.

En lo que a nosotros concierne, pueblos andinos y mestizos, sostengo que hay dos rasgos que han marcado nuestro ser colectivo: el enmascaramiento y la orfandad. Me referiré a lo primero. Para ello, es inevitable regresar a lo que ya expuse en mi libro Identidad y formas de lo ecuatoriano (Eskeletra, 2005).

Hay un dicho popular que nos retrata: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Una conducta que siempre nos ha definido es esta tendencia a esconder lo que profundamente somos: nuestro origen y filiación mestiza; ello conlleva a ostentar aquello que no somos y a lo que, con toda el alma, anhelamos copiar: lo extranjero (europeo o yanqui). El huir de sí mismo, el ir tras sus quimeras es lo que hace del mestizo un hombre con un hondo vacío interno, un vacío que quiere llenarlo con presencias ajenas. El ¿quién soy? es su incógnita; el ¿cómo vivir?, el ¿cómo amar?, el ¿cómo morir? son sus frustraciones. Si la esencia del mestizo es un enigma, su existencia es una agonía. Somos comediantes por adaptación social. Si queremos sobresalir en una sociedad en la que todos esconden su identidad hay que ser buenos actores. Pueblo mitómano e imaginativo, la mentira es nuestra mayor flaqueza, pero también la fuente de nuestro ingenio. La mentira nunca es sana, pero entre nosotros puede ser lucrativa aunque siempre estéril porque a la par que nos niega, nos empequeñece. ¿Afán de vestirnos con disfraz prestado con la intención de parecer ante el mundo mejor de lo que en verdad somos? ¿Qué nos define? ¿Lo que somos y no lo aceptamos o lo que no somos y, por el contrario, lo anhelamos? ¿Qué es más importante en la vida: ser o parecer? ¿Vale más mostrarnos como una mala copia de lo ajeno, antes que identificarnos a partir de nuestras raíces? ¿Es buena la mentira porque nos maquilla y mala la verdad porque nos desdora? Estas y otras conexiones ideológicas subyacen, sin duda, en todas estas hechuras de titiritero.

La máscara pasa a ser el rostro y el parecer deviene en una forma de ser. Lo ridículo adquiere atuendo de dignidad; lo trágico cómico de las actuaciones se diluye en el patetismo con el que llevamos nuestras vidas. El camino de las paradojas está entonces abierto. Somos auténticos en la mentira y en la verdad, falaces. El actor se vuelve cómplice del personaje. No importa ser Nadie, lo que vale es parecer Alguien. Si hay en todo esto una ética, no es otra que la ética de la simulación.


6 de diciembre, 2013