Juan Valdano
Vienen
tiempos de máscaras, disfraces e inocentadas, tiempos de la broma y la chanza
callejera; tiempos de dejar de ser uno y aparentar ser otro. Quien usa la
máscara esconde su yo; ostenta lo que no es, disimula lo que es. Un gesto por
el cual quien la usa dice al mundo: “ya no soy el que era, ahora soy otro”.
Toda transformación encierra algo de secreto, obscuro e ignominioso. Toda
metamorfosis es misteriosa y ambigua, tiende a esconderse; de ahí la máscara.
Desde que el hombre existe, la máscara estuvo junto a él; la necesitó para
ocultarse bajo una falsa identidad, aparentar ser otro: más feroz que un tigre,
más terrorífico que un dios. Bastó mirarse en un estanque y decir: “Soy nadie,
soy como todos, seré Otro” e inventó la máscara. En ese instante nació Narciso quien,
al ver que sus ojos a sus ojos acechaban, descubrió la conciencia y con ella, la
seducción, el disimulo, la astucia, la emboscada, la simulación, la utilidad de
la paciencia. La máscara convierte al enmascarado en personaje y actor de una farsa
y al mundo en su escenario; lo trasmuta en hechicero, en sapiente mediador entre
los seres de un día y los inmortales, pues de estos ha recibido el vedado
rostro de lo terrible.
El
enmascaramiento es algo inherente a la naturaleza del ser humano. Nuestra
conducta está marcada por el juego del engaño y la apariencia. Freud, Marx y
Nietzsche, filósofos de la sospecha, desentrañaron el probable sentido de este
oscuro impulso que nos impele al disfraz. Cada uno de ellos vislumbró los
mecanismos que mueven el comportamiento enmascarado: las celadas de la
conciencia. Para Freud, el ser humano no siempre es racional; al contrario hay,
en él, mucho de irracionalidad, el inconsciente maneja las claves de su
conducta y el Yo no manda en su propia casa. Marx se especializó en la denuncia
de las máscaras ideológicas, de los elaborados mecanismos de control social a
partir de las relaciones económicas. Decir que la vida es eterno conflicto es
llover sobre mojado, Heráclito lo dijo hace siglos y Darwin volvió a esta idea
en aquellos días en los que Marx elaboraba
su visión de la Historia como irreconciliable lucha entre los de arriba y los
de abajo. En sus insomnios recurrentes Nietzsche vislumbró al ser humano
agobiado bajo la opresiva máscara de una moral heredada, la “moral del rebaño”,
despreciadora de la vida y los sentidos; redimirse de ella, dijo, es tarea de
superhombres.
La
máscara encubre el subconsciente que tras la faz asecha, espejo de secretas frustraciones,
reflejo de carencias, jeroglífico de íntimos naufragios. No hay ser sin
accidente, salvo el Ser divino;
ontológicamente somos la suma de accidentes, casualidades y atropellos que se
han añadido a nuestra esencia humana. La metamorfosis es la escritura de la
vida: la crisálida quiere ser mariposa, el rostro deviene en máscara y la
máscara en persona.
Hay
especies zoológicas (y el ser humano es
una de ellas) a las que la Naturaleza les ha dotado de asombroso talento mimético,
facultad que les permite esconder, tras una grata apariencia su verdadero
aspecto, no de otra forma, los humanos actuamos ante los demás en ciertas
circunstancias. Todo ello es comportamiento instintivo y la conducta
enmascarada una refinada técnica de engaño y conquista.
En
lo que a nosotros concierne, pueblos andinos y mestizos, sostengo que hay dos
rasgos que han marcado nuestro ser colectivo: el enmascaramiento y la orfandad.
Me referiré a lo primero. Para ello, es inevitable regresar a lo que ya expuse
en mi libro Identidad y formas de lo
ecuatoriano (Eskeletra, 2005).
Hay
un dicho popular que nos retrata: “Dime de qué presumes y te diré de qué
careces”. Una conducta que siempre nos ha definido es esta tendencia a esconder
lo que profundamente somos: nuestro origen y filiación mestiza; ello conlleva a
ostentar aquello que no somos y a lo que, con toda el alma, anhelamos copiar:
lo extranjero (europeo o yanqui). El huir de sí mismo, el ir tras sus quimeras
es lo que hace del mestizo un hombre con un hondo vacío interno, un vacío que
quiere llenarlo con presencias ajenas. El ¿quién soy? es su incógnita; el ¿cómo
vivir?, el ¿cómo amar?, el ¿cómo morir? son sus frustraciones. Si la esencia
del mestizo es un enigma, su existencia es una agonía. Somos comediantes por
adaptación social. Si queremos sobresalir en una sociedad en la que todos
esconden su identidad hay que ser buenos actores. Pueblo mitómano e
imaginativo, la mentira es nuestra mayor flaqueza, pero también la fuente de
nuestro ingenio. La mentira nunca es sana, pero entre nosotros puede ser
lucrativa aunque siempre estéril porque a la par que nos niega, nos
empequeñece. ¿Afán de vestirnos con disfraz prestado con la intención de
parecer ante el mundo mejor de lo que en verdad somos? ¿Qué nos define? ¿Lo que
somos y no lo aceptamos o lo que no somos y, por el contrario, lo anhelamos?
¿Qué es más importante en la vida: ser o parecer? ¿Vale más mostrarnos como una
mala copia de lo ajeno, antes que identificarnos a partir de nuestras raíces?
¿Es buena la mentira porque nos maquilla y mala la verdad porque nos desdora?
Estas y otras conexiones ideológicas subyacen, sin duda, en todas estas
hechuras de titiritero.
La
máscara pasa a ser el rostro y el parecer deviene en una forma de ser. Lo
ridículo adquiere atuendo de dignidad; lo trágico cómico de las actuaciones se
diluye en el patetismo con el que llevamos nuestras vidas. El camino de las
paradojas está entonces abierto. Somos auténticos en la mentira y en la verdad,
falaces. El actor se vuelve cómplice del personaje. No importa ser Nadie, lo que vale es parecer Alguien. Si hay en todo esto una
ética, no es otra que la ética de la
simulación.
6
de diciembre, 2013
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