sábado, 21 de diciembre de 2013

La máscara y el Otro


Juan  Valdano

Vienen tiempos de máscaras, disfraces e inocentadas, tiempos de la broma y la chanza callejera; tiempos de dejar de ser uno y aparentar ser otro. Quien usa la máscara esconde su yo; ostenta lo que no es, disimula lo que es. Un gesto por el cual quien la usa dice al mundo: “ya no soy el que era, ahora soy otro”. Toda transformación encierra algo de secreto, obscuro e ignominioso. Toda metamorfosis es misteriosa y ambigua, tiende a esconderse; de ahí la máscara. Desde que el hombre existe, la máscara estuvo junto a él; la necesitó para ocultarse bajo una falsa identidad, aparentar ser otro: más feroz que un tigre, más terrorífico que un dios. Bastó mirarse en un estanque y decir: “Soy nadie, soy como todos, seré Otro” e inventó la máscara. En ese instante nació Narciso quien, al ver que sus ojos a sus ojos acechaban, descubrió la conciencia y con ella, la seducción, el disimulo, la astucia, la emboscada, la simulación, la utilidad de la paciencia. La máscara convierte al enmascarado en personaje y actor de una farsa y al mundo en su escenario; lo trasmuta en hechicero, en sapiente mediador entre los seres de un día y los inmortales, pues de estos ha recibido el vedado rostro de lo terrible.

El enmascaramiento es algo inherente a la naturaleza del ser humano. Nuestra conducta está marcada por el juego del engaño y la apariencia. Freud, Marx y Nietzsche, filósofos de la sospecha, desentrañaron el probable sentido de este oscuro impulso que nos impele al disfraz. Cada uno de ellos vislumbró los mecanismos que mueven el comportamiento enmascarado: las celadas de la conciencia. Para Freud, el ser humano no siempre es racional; al contrario hay, en él, mucho de irracionalidad, el inconsciente maneja las claves de su conducta y el Yo no manda en su propia casa. Marx se especializó en la denuncia de las máscaras ideológicas, de los elaborados mecanismos de control social a partir de las relaciones económicas. Decir que la vida es eterno conflicto es llover sobre mojado, Heráclito lo dijo hace siglos y Darwin volvió a esta idea en aquellos días en los que  Marx elaboraba su visión de la Historia como irreconciliable lucha entre los de arriba y los de abajo. En sus insomnios recurrentes Nietzsche vislumbró al ser humano agobiado bajo la opresiva máscara de una moral heredada, la “moral del rebaño”, despreciadora de la vida y los sentidos; redimirse de ella, dijo, es tarea de superhombres.

La máscara encubre el subconsciente que tras la faz asecha, espejo de secretas frustraciones, reflejo de carencias, jeroglífico de íntimos naufragios. No hay ser sin accidente,  salvo el Ser divino; ontológicamente somos la suma de accidentes, casualidades y atropellos que se han añadido a nuestra esencia humana. La metamorfosis es la escritura de la vida: la crisálida quiere ser mariposa, el rostro deviene en máscara y la máscara en persona.

Hay especies zoológicas  (y el ser humano es una de ellas) a las que la Naturaleza les ha dotado de asombroso talento mimético, facultad que les permite esconder, tras una grata apariencia su verdadero aspecto, no de otra forma, los humanos actuamos ante los demás en ciertas circunstancias. Todo ello es comportamiento instintivo y la conducta enmascarada una refinada técnica de engaño y conquista.

En lo que a nosotros concierne, pueblos andinos y mestizos, sostengo que hay dos rasgos que han marcado nuestro ser colectivo: el enmascaramiento y la orfandad. Me referiré a lo primero. Para ello, es inevitable regresar a lo que ya expuse en mi libro Identidad y formas de lo ecuatoriano (Eskeletra, 2005).

Hay un dicho popular que nos retrata: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Una conducta que siempre nos ha definido es esta tendencia a esconder lo que profundamente somos: nuestro origen y filiación mestiza; ello conlleva a ostentar aquello que no somos y a lo que, con toda el alma, anhelamos copiar: lo extranjero (europeo o yanqui). El huir de sí mismo, el ir tras sus quimeras es lo que hace del mestizo un hombre con un hondo vacío interno, un vacío que quiere llenarlo con presencias ajenas. El ¿quién soy? es su incógnita; el ¿cómo vivir?, el ¿cómo amar?, el ¿cómo morir? son sus frustraciones. Si la esencia del mestizo es un enigma, su existencia es una agonía. Somos comediantes por adaptación social. Si queremos sobresalir en una sociedad en la que todos esconden su identidad hay que ser buenos actores. Pueblo mitómano e imaginativo, la mentira es nuestra mayor flaqueza, pero también la fuente de nuestro ingenio. La mentira nunca es sana, pero entre nosotros puede ser lucrativa aunque siempre estéril porque a la par que nos niega, nos empequeñece. ¿Afán de vestirnos con disfraz prestado con la intención de parecer ante el mundo mejor de lo que en verdad somos? ¿Qué nos define? ¿Lo que somos y no lo aceptamos o lo que no somos y, por el contrario, lo anhelamos? ¿Qué es más importante en la vida: ser o parecer? ¿Vale más mostrarnos como una mala copia de lo ajeno, antes que identificarnos a partir de nuestras raíces? ¿Es buena la mentira porque nos maquilla y mala la verdad porque nos desdora? Estas y otras conexiones ideológicas subyacen, sin duda, en todas estas hechuras de titiritero.

La máscara pasa a ser el rostro y el parecer deviene en una forma de ser. Lo ridículo adquiere atuendo de dignidad; lo trágico cómico de las actuaciones se diluye en el patetismo con el que llevamos nuestras vidas. El camino de las paradojas está entonces abierto. Somos auténticos en la mentira y en la verdad, falaces. El actor se vuelve cómplice del personaje. No importa ser Nadie, lo que vale es parecer Alguien. Si hay en todo esto una ética, no es otra que la ética de la simulación.


6 de diciembre, 2013

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