sábado, 23 de noviembre de 2013

Los mares de Debussy



Juan Valdano

¿Quién no se habrá dejado seducir por ese oleaje de música que discurre en la sinfonía que sobre el mar compuso Claude Debussy? Escrita en 1903, “El mar” es la obra sinfónica que más define el estilo impresionista de su autor. En la historia de la música, Debussy significa una ruptura con las formas tradicionales del Romanticismo. Su obra marca la apertura a un nuevo lenguaje,  el camino por el que trajinará la música contemporánea. Con Debussy desaparece la anécdota; la grandilocuencia wagneriana es cada vez más lejana. En opinión de Pierre Boulez, el precursor de las formas musicales del siglo XX es Debussy y no Ígor Stravinski; sin aquel no se explicaría lo que, luego, vino detrás: las audacias de un Varese o de un Messiaen.

“El mar”, obra cumbre de Debussy, se abre a sonoridades sutiles y acordes sensoriales; una asociación de color, luminosidad, movimiento e instantaneidad. Escucharla es sumergirse en un vaivén de olas marinas en el suave declive de una playa. Música con exóticos ecos orientales de címbalos y ajorcas; flautas con el poder de encantar serpientes; cantos mágicos de sirenas que subyugan al argonauta; ulular de cornos que suenan a nostalgia, a lejano llamado de un misterio. Un desplegar de impresiones y sinestesias; una sabia concepción con un resultado admirable.  En fin, retorno a lo primitivo, a lo abisal, a lo dormido. En cierta forma, este mar de Debussy anunciaba los mesurados versos de Valery: “el mar, el mar que siempre está empezando…/ piel de pantera y clámide horadada… hidra absoluta/ que te muerdes la cola refulgente/ en un túmulo análogo al silencio” (Cementerio marino”).

En Debussy confluyen las corrientes espirituales y estéticas de la cultura francesa de fines del siglo XIX. En esa búsqueda de nuevas formas y lenguajes, su música se enriqueció en un ir y venir de influencias. Hay un diálogo constante con el simbolismo, el impresionismo y ese espíritu decadente de fin de siglo marcado por el pesimismo, el tedio y la filosofía de Schopenhauer. Ejemplo de ello son las coincidencias entre Debussy y los poetas simbolistas como Verlaine (“la música ante todo”), Rimbaud (su soneto a las vocales) y, sobre todo, Mallarmé quien trataba de conferir al verso sugestivas asonancias musicales o, como él decía: “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. De igual forma, aquel afán sensualista del impresionismo pictórico, aquella insobornable voluntad de un Monet o un Cézanne por capturar en un lienzo la vibración instantánea de la luz sobre las cosas, es evidente también en la sensualidad colorista de Debussy.  

Pleno de sugestiones y sugerencias, esta sinfonía es el mar y todos los mares, a la vez; lo permanente y lo cambiante, la roca y la espuma; la apoteosis del sonido, la música sin otro asidero que la música misma; el “arte por el arte”. Debussy lo sugiere todo con esa lúcida inocencia de las cosas naturales y sencillas.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Los tiranos y sus novelas



Juan Valdano

No ha habido en Hispanoamérica dictador con caché que no haya pasado a la categoría de ilustre personaje literario.

         Si bien es verdad que los hispanoamericanos no somos los inventores de esa forma del Mal que son las dictaduras, sin embargo, la torturada historia de este Continente muestra que nuestros pueblos han debido sufrirlas cíclicamente como esas pestes que llegan y se quedan para desdicha de la humanidad. Parece que fue Julio César quien primero modeló el arquetipo del dictador vitalicio, patrón que muchos han imitado y siguen imitando imbuidos, como siempre, de la idea de que son ellos y nadie más que ellos los únicos guías y protectores de sus pueblos.

         La figura del dictador emerge cuando una sociedad está a punto de naufragar en la anarquía y el caos; para conjurar el peligro surge la necesidad de un caudillo que sea capaz de restablecer el orden y la ley. Tal fue el caso de García Moreno. Hay caudillos que, una vez trepados al poder, se engolosinan con él, inventan formas de eternizarse en el mando. Se erigen en destino de los ciudadanos, convierten en ley su arbitraria voluntad, constriñen la libertad individual. En vez de instaurar la armonía, se agrava la discordia. El tirano es ese rey que las ranas pedían a Júpiter les enviase. Tanto clamaron que el dios les envió lo que ellas merecían: una sierpe que acalló el charco devorándolas

         Nada bueno suelen dejarnos los tiranos a no ser la leyenda que tras  ellos pervive siempre. Sombría leyenda la suya, conseja que se  queda flotando en el tiempo, en tanto que su vera efigie se pierde en el pasado; fantasía que pasa a formar parte de la fábula que acerca del poder tiene el pueblo y que se convertirá, luego, en cantera inagotable de la que los escritores extraerán personajes y situaciones que pasarán a formar parte de novelas y relatos.

          No ha habido en Hispanoamérica dictador con caché que no haya pasado a la categoría de ilustre personaje literario. Mientras más inverosímiles son sus historias más cerca de la verdad se hallan. Entre los galardonados figuran: Rosas, el Doctor  Francia, García Moreno, Veintemilla, Estrada Cabrera, Rafael Trujillo, Juan Vicente Gómez, Manuel Odría. Acerca de sus crueldades, megalomanías, soledades, crímenes, vicios y pequeñeces han escrito y con provecho no pocos narradores: Mármol, Montalvo, Asturias, Roa Bastos, Carpentier, García Márquez, Alicia Yánez, Dávila, Vargas Llosa, en fin.

         Luego de hurgar en la desolada vida de estos tiranos hubo escritores que se sintieron decepcionados. Nada grandioso ni humanamente excepcional hallaron en ellos. Juan Montalvo se quejó por tener que enfrentarse con tiranuelos tan esmirriados que convertían en grotesco sainete toda esa máquina mortífera que él  estruendosamente movió en “Las catilinarias”. Con razón comentó Augusto Monterroso: “Todo el mundo desea un dictador auténtico, un Julio César, un Napoleón, un padre que valga la pena. Pero a nosotros siempre tienen que salirnos estos pobres diablos hechos a imagen y semejanza nuestra”.    

Brujas y candelas




Juan Valdano

    Desde hace unas décadas, cada 31 de octubre irrumpe en nuestro calendario la extraña celebración del Halloween. Digo “extraña” por lo intrusa e importada para nosotros los ecuatorianos, ya que no se origina en ninguna tradición latinoamericana ni tampoco en las costumbres de los pueblos ibéricos. Su intromisión y persistencia obedecen, claro está, a ese afán nuestro y nunca desmentido, de contagiarnos de lo ajeno, de adherirnos a lo foráneo; y, desde luego, a la eficaz promoción de modelos de conducta que difunde una cultura globalizada a través de medios de comunicación. Lo cierto es que resulta ya una costumbre, entre escalofriante y bufa, el presenciar ese día un insólito desfile de brujas, espectros, cadáveres ambulantes y más tétricos personajes portando flamígeras calabazas, un aquelarre en el que son los niños los principales protagonistas.

    James George Frazer, célebre autor de “La rama dorada”, da cuenta de los remotos orígenes del Halloween. Sus inicios estarían en el festival ígneo que solían celebrar los pueblos celtas la noche de la “víspera de todo lo sagrado” (All-hallow Even) que es el 31 de octubre, vigilia de Todos los Santos. En esa fecha, según el calendario celta, se iniciaba el año nuevo, por lo que los fuegos del Halloween en las montañas de Irlanda eran ritos purificatorios, la quema de lo viejo y la bienvenida a lo nuevo. Llega noviembre y en Europa se abren las puertas del invierno, el viento helado sopla en las desnudas arboledas, vuelve el tiempo de la esterilidad y el recogimiento. Para los antiguos celtas era el tiempo de la evocación de aquellos que se fueron, el culto pagano de los muertos. Las ánimas abandonaban los fríos cementerios para buscar el calor de la antigua casa y, junto a los parientes vivos,  abrigarse en torno al hogar doméstico. Pero esa noche, los difuntos familiares no llegaban solos, tras ellos desfilaba una terrorífica procesión de espectros, fantasmas, brujas volantes, duendes, momias resecas y más habitadores del inframundo quienes vagaban entre las sombras para aterrorizar al incauto que tenía la mala suerte de topar con uno de ellos al abrir una ventana o virar una esquina.

    Si estas celebraciones tuvieron su sentido en una sociedad arcaica con pensamiento mágico ¿cuáles podrían ser los motivos por los cuales persisten en las complejas sociedades contemporáneas? El Halloween y su culto por lo macabro bien podría parecer un simple juego de niños, sin embargo, el creciente entusiasmo que hoy despierta entre nosotros no deja de ser un inquietante síntoma de algo más profundo. ¿No será que los sentimientos de terror, asco y la conmoción por lo espantoso se han vuelto algo cotidiano en nuestras vidas? Echemos un vistazo al espectáculo cotidiano: la crónica roja (crimen, violación, asalto, sangre) copa los espacios de la prensa; la televisión alimenta un sentimiento colectivo de horror: la muerte, en su aspecto más espeluznante y sangriento, está siempre al centro de la escena; personajes monstruosos y violentos son los héroes que admiran nuestros niños; las quiebras y el desplome de la economía global son noticias de cada día; el fantasma del terrorismo quita el sueño en las ciudades; el trauma de la amenaza atómica alimenta la obsesión colectiva de un apocalíptico final del mundo. La sociedad contemporánea ha creado un morboso culto a la muerte, fomenta un clima de terror, de tragedia inminente. En fin, hay una proclividad por lo negativo y asqueroso. A pesar de que la sociedad del siglo XXI ha alcanzado mayores niveles de bienestar material y de seguridad social vivimos atenazados por el miedo: la confianza que antaño teníamos en la comunidad ha sido sustituida por la inseguridad. He aquí unos cuántos signos que indican que hemos dejado de lado la preferencia por los valores sociales positivos.

Nov. 2013

La mordaza y la jaula



Juan Valdano

   El bien más preciado es la libertad y si esta representa algo es la facultad de decir lo que otros no quieren escuchar.

   En su obra sobre la prensa guayaquileña, Camilo Destruge menciona los riesgos que afrontaban los periodistas en los años del presidente García Moreno. “Era menester –dijo- que el escritor tuviera vocación de mártir para resolverse a dar a la estampa artículos de ideas que no concordaban con el espíritu político-religioso implantado en la República”. Caso paradigmático fue el del periódico “La Nueva Era” (1873) y cuyos redactores eran Miguel Valverde y Federico Proaño, dos jóvenes liberales que se atrevieron a desafiar al tirano. El entonces “dueño del país” opinó que el periódico difundía “expresiones sediciosas e irreligiosas y ataques al Jefe del Estado”, por lo que ordenó el enjuiciamiento y prisión para sus autores. Un juez, actuando en probidad, se negó a condenarlos. La sentencia vino entonces de puño y letra del autócrata: desterrarlos al Perú. Con esmero y sadismo dispuso el dictador el cumplimiento de la pena: al exilio fueron conducidos por las infestadas trochas de las selvas orientales. Con piadoso propósito esperaba, quizás, que algún saurio de grandes fauces o uno de esos torrentosos ríos amazónicos los engullera en el trayecto.

   Otro caso: en 1906 se publicaba en Guayaquil “La nación”, periódico redactado por Manuel J. Calle y acerbo crítico del alfarismo. Alfaro, fiel a su costumbre, había maniobrado en los cuarteles y usurpado el poder mediante golpe de Estado. “El Jefe del país –escribió Calle-  se cree un monarca con omnímodas facultades para hacer y deshacer de la suerte de los ecuatorianos, como le dé su regalada gana”. Esto provocó la furia del “patrón grande”. Esa misma noche, la imprenta en la que se publicaba el periódico fue destruida por los áulicos del régimen y a prisión fueron conducidos los periodistas.

    Más de un siglo ha pasado desde entonces y en este país lo que menos ha prosperado es la tolerancia. Unos gobiernos fueron menos intransigentes que otros; en todo caso, la intolerancia ha sido la norma. De aquellos que escriben y opinan dijo alguna vez un obeso  cagatinta de palacio: “A esos vagos hay que hacerles lo que al pavo, sacrificarlos la víspera”. No ha amainado la intransigencia. Hoy mismo, el poder central es obstinadamente hostil frente a la prensa independiente y la opinión discrepante. Al igual que en los gobiernos autócratas del pasado, los periodistas son enjuiciados y condenados a prisión por emitir opiniones que disgustan al régimen. El bien más preciado del ser humano es la libertad y si esta representa algo es la facultad de decir lo que otros no quieren escuchar. No puede hoy concebirse una sociedad democrática sin libertad de expresión, respeto al pensamiento disidente, apertura a un pluralismo ideológico. “El despotismo se ha instaurado tantas veces en nombre de la libertad que la experiencia nos advierte que debemos juzgar a los partidos por lo que practican que por lo que predican” (Raymond Aron).