viernes, 13 de junio de 2014

Carlos Crespi: un hombre con leyenda



Juan Valdano

      Personaje imborrable en la memoria de los cuencanos fue el padre Carlos Crespi, misionero italiano de la orden de Don Bosco, quien llegó a Cuenca hacia 1923. Llegó, vio y conquistó con ese arrollador entusiasmo de quien arriba a una tierra virgen en la que mucho había por hacer, mucho por enseñar y propagar: la luz del evangelio, la letra y la ciencia; tareas de un auténtico sembrador de civilización. Exhibió conocimientos de teología, música e ingeniería, pero sobre todo, impactó por ese su empecinado designio de mimetizarse en la amazonía, pues para ello había llegado, para  predicar a uno de los pueblos más ocultos y fieros que aún quedaban sobre la faz de la tierra, para ir en pos de los temibles shuar y cuya tenebrosa fama de reductores de cabezas paralizaba de terror al incauto que tenía la mala suerte de toparse con uno de ellos en algún recoveco de la selva. 

     Años después y luego de haber ganado muchas almas para el redil de Cristo, decidió remontar a la sierra,  harto quizás del aire denso de la selva, hastiado tal vez de ese aliento de calera que allá se respira, aliento  que, si bien hermosea a las orquídeas, también engorda a las tarántulas. Volvió a Cuenca con una longuísima barba de profeta, una aureola  de bendito y una fama de enterado; mas también cargado de cerbatanas, diademas emplumadas, abalorios de chamán, un jaguar disecado y  unos extraños rollos de películas que, según dijo, mostraban la secreta vida de ese pueblo indómito que, por aquellos años, se lo conocía como “jíbaros”.

     Para quienes fuimos niños en los años cuarenta, inolvidables fueron las tardes de película en el teatro del padre Crespi. Frente a la amplia explanada de la Plaza María Auxiliadora se alzaba el larguísimo edificio de las mil ventanas de los salesianos. Recuerdo que la casa era un enjambre de personas, actividades y cosas en perpetuo ir y venir. Allí había cabida para una iglesia, una escuela de niños pobres, la sede de una banda de música, un increíble museo con tesoros “egipcianos” y un teatro. Y todo ello, bajo la batuta del barbudo misionero. No había tarde de domingo que al cine del padre Crespi no acudieran cientos de niños para “gustar” la proyección de tres películas a las que, el “padrecito,” previamente había recortado escenas que él las juzgaba indecentes. Por el valor de un sucre –que era el precio de la entrada- uno se divertía con las aventuras de Tarzán y la “mona Chita” y ello no era todo, lo mejor venía con la yapa: las películas de Chaplin o de los Tres Chiflados, esa prometida “chistosísima, cómica y final” que era la que más gustaba a los pequeños. De tarde en tarde, y para variar, el padre Crespi cambiaba de programa y presentaba obras dramáticas, generalmente comedias moralizantes y cuyos actores eran los maestros de su escuela. Recuerdo siempre a uno de ellos que hacía de gracioso, pues representaba el rol de aquel que se finge tonto. Todo era mirarlo salir al escenario para que el público comenzara a reír, pues el pobre, a más de bizco, era tartamudo.

Publicado en Diario El Comercio (Quito) 24 - 05 - 2014

Un héroe caído de las nubes



Juan Valdano

    Hacia la década de los 40 del siglo pasado habían transcurrido casi cuatro siglos de vida histórica de la ciudad de Cuenca y la urbe continuaba retenida al interior de los estrechos lindes que, desde los días de su fundación, habían marcado los colonizadores hispanos. Circunstancia amable que a sus vecinos permitía trajinarla a pie de un extremo a otro, lo que la tornaba tranquila, humanamente accesible.

    Más allá de sus fronteras seculares: San Blas al Norte y San Sebastián al Sur, más allá del barranco que bordea el Tomebamba se extendía el campo azuayo con sus maizales siempre enhiestos y enflorados, sus huertos de hortalizas cruzados por acequias rumoreantes, sus aires impregnados del medicinal aroma de los eucaliptos, los sauces a la vera de un camino, su liviano olor a retama. A despecho de los pocos resabios de modernidad, la vida de la pequeña urbe continuaba con su habitual ritmo, atrapada en la murria provinciana, sin mayores sobresaltos y tentaciones.


    Acontecimiento digno de perdurable memoria fue el aterrizaje del primer aeroplano en un potrero de los arrabales de la villa, hecho ocurrido el 4 de noviembre de 1920. El protagonista de la audaz hazaña fue el italiano Elia Liut, un héroe de la guerra que, poco antes, había concluido en Europa. El ligero biplano de Liut que ese día partió de Guayaquil rumbo a Cuenca, una frágil estructura de madera y lona, hizo historia al hendir los cielos ecuatorianos y cruzar, por primera vez, la muralla de los Andes. Hacia las once de la mañana, la pequeña nave de Liut zumbaba como un moscardón por encima de las torres de Cuenca. El corresponsal de un diario guayaquileño envió el siguiente mensaje telegráfico: “A las 11:25 el aviador vuela por el cielo de Cuenca a 500 metros de altura. Delirio general. Se rompen las campanas. Hurra. Vivas y cohetes”. Han quedado testimonios del recibimiento afectuoso que en esa ocasión rindieron los cuencanos al intrépido piloto. Como en todo suceso memorable y siguiendo una bien sentada tradición morlaca, no pocos bardos de la ciudad encomiaron en pulidos sonetos la proeza del aviador a quien lo llamaron “paladín del vuelo,” “haz del hangar latino” y otras cosas por el estilo. Siete días duró el festejo y siete días después de su aterrizaje en el campo llamado “de Jericó”, Liut remontó el vuelo con destino a Riobamba. Según lo dijo, le fascinaba la idea de mirar la sombra de su frágil nave manchando las eternas nieves del Chimborazo. Acuciosos cronistas guardaron sus palabras de despedida, palabras que hablan de lo mucho que recibió y vivió en esos días de gloria: “Cuenca, tierra de las flores, de las bellezas y de los cóndores; la de poetas, artistas y guerreros; Cuenca que tan galanamente arrojaste sobre mí tus flores cuando pisé tu suelo de esmeralda, ¡adiós! ¡Adiós cuencanos! Bella Cuenca, hermosas cuencanas, adiós!”

 Publicado en Diario El Comercio 10 - 05 - 2014