lunes, 4 de abril de 2016

El café y la vida literaria


Juan Valdano

Una de esas costumbres agradables que lamentablemente han desaparecido con el arrollador tráfago de esta sociedad posmoderna que vivimos es la del café literario, la convocatoria a la tertulia ilustrada que discurría alrededor de una humeante taza de café. Fue un rito oficiado por intelectuales, gente inquieta y de ideas, escritores y artistas que compartían experiencias generacionales y unas mismas preocupaciones vitales e ideológicas. Del arte de conversar dijo alguna vez  Montaigne que era “el más fructífero y natural ejercicio del espíritu”.

Sabido es que una simple taza de café caliente enciende el motor de las ideas, abre el entendimiento, facilita el camino de la conversación, predispone al diálogo, auspicia la amistad en un clima de sosiego, respeto y tolerancia. Y si, por añadidura, quien lo toma y degusta funge de poeta o soñador el aroma de un buen café (al menos, eso dicen) también congrega a las musas dispensadoras de las artes. Hasta mediados del siglo XX no existió, creo yo, movimiento cultural de importancia que no haya surgido del privado círculo de un café literario, germen de novedosas propuestas, teorías y modas que no tardaban en imponer cambios en el pensamiento y el gusto estético de una época.

El Procope  fue, según parece, el primero y más antiguo café de carácter literario, sus puertas se abrieron en 1686 en el barrio Saint Germain, en París. La iniciativa fue de un italiano que tuvo la idea de ofrecer café a su novelera clientela, exótica bebida procedente del Nuevo Mundo y, por entonces, la preferida en la corte real. Por su aspecto, El Procope nada tenía de taberna. Su ambiente era diferente: mesitas de mármol con sillas alrededor y cuadros en las paredes. Sus viejos muros fueron testigos de mucha historia. Se cuenta que en el París prerrevolucionario lo frecuentaban Voltaire, Rousseau, Diderot y Benjamín Franklin. En sus salones se discutieron los capítulos de “L´Encyclopédie” y no pocos artículos de la Constitución de los Estados Unidos se escribieron allí. Fue allí que se exhibió, por primera vez, el gorro frigio, símbolo de rebeldía. Luego del Procope los cafés literarios se multiplicaron en París y en otras capitales de Europa.

¿Qué había ocurrido en la sociedad europea para que las élites intelectuales se auto convocaran en sitios informales y privados para discutir sobre cuestiones filosóficas, literarias y políticas haciendo una crítica de las costumbres? El burgués había hecho su aparición en la historia; con desprejuiciada actitud se abría paso en medio de una sociedad rígida y dogmática tradicionalmente gobernada por el clero y la nobleza. El burgués laico, pragmático e ilustrado,  liberado del dogma eclesiástico, se proponía juzgar su circunstancia desde un nuevo ángulo: aquel que le ofrecían la razón y la ciencia, la observación de los fenómenos sociales y naturales. El café literario, sitio informal de reunión, ámbito de la amistad y la libre expresión del pensamiento pasó a competir con el púlpito y la cátedra, los dos centros tradicionales de la autoridad y la idea ortodoxa.

En el Madrid de 1830, el Café del Príncipe (incómodo tugurio según Mesonero Romanos), fue lugar de reunión de los más notables intelectuales y políticos de entonces. Liberales, románticos y masones caían allí con toda su ardiente fe y su rabia; allí, poetas, dramaturgos y tribunos fogosos se expresaban, blasfemaban y confundían. Y de allí salió el carácter del primer Romanticismo español.

En el siglo XX, el café literario fue ese lugar donde se parieron todos los “ismos” que pudo concebir la fecunda imaginación estética de esa época. Hacia 1950, Jean Paul Sartre, pontífice del existencialismo, ejercía su magisterio intelectual desde la mesa de un café en el parisino barrio de Saint Germain. Una tradición de siglos persistía, pues desde su nacimiento, allá a finales de XVII, el café literario se convirtió en una institución estrechamente unida a la vida intelectual de Occidente.


Los escritores de hoy inmersos como estamos en una cultura de masas, perdidos en el laberinto urbano de lo impersonal rumiamos lo nuestro en solitario, sabemos más de soliloquios que de diálogos, hemos perdido el sentido de la comunión que caracterizó a nuestros antecesores en el oficio y cual un grupo de sobrevivientes a una catástrofe nos reunimos de cuando en vez para reconocernos y descubrir que somos como Diógenes, aquel varón señero que farol en mano recorría las calles de Atenas en busca de un alguien semejante a él.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario