Juan Valdano
Una de esas costumbres
agradables que lamentablemente han desaparecido con el arrollador tráfago de
esta sociedad posmoderna que vivimos es la del café literario, la convocatoria
a la tertulia ilustrada que discurría alrededor de una humeante taza de café. Fue
un rito oficiado por intelectuales, gente inquieta y de ideas, escritores y
artistas que compartían experiencias generacionales y unas mismas
preocupaciones vitales e ideológicas. Del arte de conversar dijo alguna
vez Montaigne que era “el más fructífero
y natural ejercicio del espíritu”.
Sabido es
que una simple taza de café caliente enciende el motor de las ideas, abre el
entendimiento, facilita el camino de la conversación, predispone al diálogo,
auspicia la amistad en un clima de sosiego, respeto y tolerancia. Y si, por
añadidura, quien lo toma y degusta funge de poeta o soñador el aroma de un buen
café (al menos, eso dicen) también congrega a las musas dispensadoras de las
artes. Hasta mediados del siglo XX no existió, creo yo, movimiento cultural de
importancia que no haya surgido del privado círculo de un café literario,
germen de novedosas propuestas, teorías y modas que no tardaban en imponer
cambios en el pensamiento y el gusto estético de una época.
El Procope fue, según parece, el primero y más antiguo
café de carácter literario, sus puertas se abrieron en 1686 en el barrio Saint
Germain, en París. La iniciativa fue de un italiano que tuvo la idea de ofrecer
café a su novelera clientela, exótica bebida procedente del Nuevo Mundo y, por
entonces, la preferida en la corte real. Por su aspecto, El Procope nada tenía
de taberna. Su ambiente era diferente: mesitas de mármol con sillas alrededor y
cuadros en las paredes. Sus viejos muros fueron testigos de mucha historia. Se
cuenta que en el París prerrevolucionario lo frecuentaban Voltaire, Rousseau,
Diderot y Benjamín Franklin. En sus salones se discutieron los capítulos de
“L´Encyclopédie” y no pocos artículos de la Constitución de los Estados Unidos
se escribieron allí. Fue allí que se exhibió, por primera vez, el gorro frigio,
símbolo de rebeldía. Luego del Procope los cafés literarios se multiplicaron en
París y en otras capitales de Europa.
¿Qué había
ocurrido en la sociedad europea para que las élites intelectuales se auto
convocaran en sitios informales y privados para discutir sobre cuestiones
filosóficas, literarias y políticas haciendo una crítica de las costumbres? El
burgués había hecho su aparición en la historia; con desprejuiciada actitud se
abría paso en medio de una sociedad rígida y dogmática tradicionalmente gobernada
por el clero y la nobleza. El burgués laico, pragmático e ilustrado, liberado del dogma eclesiástico, se proponía juzgar
su circunstancia desde un nuevo ángulo: aquel que le ofrecían la razón y la
ciencia, la observación de los fenómenos sociales y naturales. El café
literario, sitio informal de reunión, ámbito de la amistad y la libre expresión
del pensamiento pasó a competir con el púlpito y la cátedra, los dos centros tradicionales
de la autoridad y la idea ortodoxa.
En el Madrid
de 1830, el Café del Príncipe (incómodo tugurio según Mesonero Romanos), fue
lugar de reunión de los más notables intelectuales y políticos de entonces. Liberales,
románticos y masones caían allí con toda su ardiente fe y su rabia; allí,
poetas, dramaturgos y tribunos fogosos se expresaban, blasfemaban y confundían.
Y de allí salió el carácter del primer Romanticismo español.
En el siglo
XX, el café literario fue ese lugar donde se parieron todos los “ismos” que
pudo concebir la fecunda imaginación estética de esa época. Hacia 1950, Jean
Paul Sartre, pontífice del existencialismo, ejercía su magisterio intelectual
desde la mesa de un café en el parisino barrio de Saint Germain. Una tradición
de siglos persistía, pues desde su nacimiento, allá a finales de XVII, el café
literario se convirtió en una institución estrechamente unida a la vida intelectual
de Occidente.
Los
escritores de hoy inmersos como estamos en una cultura de masas, perdidos en el
laberinto urbano de lo impersonal rumiamos lo nuestro en solitario, sabemos más
de soliloquios que de diálogos, hemos perdido el sentido de la comunión que
caracterizó a nuestros antecesores en el oficio y cual un grupo de
sobrevivientes a una catástrofe nos reunimos de cuando en vez para reconocernos
y descubrir que somos como Diógenes, aquel varón señero que farol en mano
recorría las calles de Atenas en busca de un alguien semejante a él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario