Juan
Valdano
Ataviado con oropel
taurino, el hombre está de pie en el
centro de la plaza. Está solo en aquel círculo de luz; él y su sombra, señera y
única, persistiendo en la ardiente arena. En sus manos sostiene el vistoso
capote que el viento abanica levemente en esa tarde de sol y silencio. Espera
en vano que se abra la puerta del toril a la que mira con tensa fijeza. Pero la
puerta no se abre ni a la lidia se lanza el toro, su permanente antagonista. A su memoria acuden las imágenes de otras
tardes de gloria cuando desde los colmados tendidos, ahora vacíos, estallaba la
fiesta y en el coso discurría la muerte en forma de un oscuro animal herido. Oficiante
de un rito tantas veces repetido siente que, de repente, se ha vaciado el
sentido de aquella ceremonia. Le oprime el recuerdo de esas tardes de pañuelos
al viento, de trompeta y pasodoble, con rejoneadores
y más mozos de cuadrilla, comparsa engalanada con atuendos dieciochescos y a la
que la modernidad ha relegado al museo de la memoria. Ahora, el silencio
paraliza su gesto.
Emblema de valor, fuerza y
bravura fue siempre el toro en el ámbito de la civilización mediterránea. La
lidia del toro bravo rememora el eterno duelo al que obliga la ley de la vida,
aquella que decreta la supervivencia del más osado: la supremacía del espíritu
y la inteligencia racional sobre la mera fuerza y el instinto. Divinidad feroz,
habitante en su dédalo fue en Knosos. Sin su astada figura empobrecidos quedarían
el mito, el arte y la literatura de Occidente que lo evocaron en el trance de
lo agónico, -esto es, de la lucha-, de la bizarría y aun de lo aciago. Como
imagen simbólica, el toro de lidia fue adquiriendo significaciones según han
ido corriendo los tiempos. Goya, Picasso, Hemingway y Lorca, cada uno a su
guisa y en su siglo, vieron en el espectáculo taurino a una España paradójica, una
España barroca de luces y sombras, una fiesta en la que, entre la gala y la
pompa, se trasunta la tragedia inminente, el destino de un pueblo avocado a
otras lides: la opresión napoleónica (Goya), la dictadura franquista (Picasso,
Lorca). “Como el toro he nacido para el luto y el dolor”, escribió Miguel
Hernández desde la prisión hermanando así su destino a la del valeroso animal
acosado.
De rezago de primitivas
barbaries, espectáculo sádico en el que el espectador disfruta con la tortura
de un animal vivo ha sido calificada la corrida de toros. Así, frente a la
exaltada adhesión de los taurinos se yergue la actitud, no con menos fanática,
de sus impugnadores. Para estos, la fiesta brava, imagen y herencia de la
España tradicional, debería ser abolida en nombre de principios éticos que
abogan por los derechos de los animales. Sin embargo, aparte de la ética y la
libertad conculcada la fiesta taurina está muriendo, aquí y en otros lugares,
por algo más hondo, porque habiendo sido la alegoría de una sociedad con otros
valores, hoy ha devenido en metáfora vacía, pues desaparecido el referente, el
significado se evapora. El torero con su anacrónica estampa permanecerá solo en
la plaza, su antagonista no llegará a la cita.
Diciembre 2012
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