miércoles, 26 de junio de 2013

TORERO SOLO


Juan Valdano

Ataviado con oropel taurino, el hombre  está de pie en el centro de la plaza. Está solo en aquel círculo de luz; él y su sombra, señera y única, persistiendo en la ardiente arena. En sus manos sostiene el vistoso capote que el viento abanica levemente en esa tarde de sol y silencio. Espera en vano que se abra la puerta del toril a la que mira con tensa fijeza. Pero la puerta no se abre ni a la lidia se lanza el toro, su permanente antagonista.  A su memoria acuden las imágenes de otras tardes de gloria cuando desde los colmados tendidos, ahora vacíos, estallaba la fiesta y en el coso discurría la muerte en forma de un oscuro animal herido. Oficiante de un rito tantas veces repetido siente que, de repente, se ha vaciado el sentido de aquella ceremonia. Le oprime el recuerdo de esas tardes de pañuelos al viento, de trompeta y pasodoble, con  rejoneadores y más mozos de cuadrilla, comparsa engalanada con atuendos dieciochescos y a la que la modernidad ha relegado al museo de la memoria. Ahora, el silencio paraliza su gesto.

Emblema de valor, fuerza y bravura fue siempre el toro en el ámbito de la civilización mediterránea. La lidia del toro bravo rememora el eterno duelo al que obliga la ley de la vida, aquella que decreta la supervivencia del más osado: la supremacía del espíritu y la inteligencia racional sobre la mera fuerza y el instinto. Divinidad feroz, habitante en su dédalo fue en Knosos. Sin su astada figura empobrecidos quedarían el mito, el arte y la literatura de Occidente que lo evocaron en el trance de lo agónico, -esto es, de la lucha-, de la bizarría y aun de lo aciago. Como imagen simbólica, el toro de lidia fue adquiriendo significaciones según han ido corriendo los tiempos. Goya, Picasso, Hemingway y Lorca, cada uno a su guisa y en su siglo, vieron en el espectáculo taurino a una España paradójica, una España barroca de luces y sombras, una fiesta en la que, entre la gala y la pompa, se trasunta la tragedia inminente, el destino de un pueblo avocado a otras lides: la opresión napoleónica (Goya), la dictadura franquista (Picasso, Lorca). “Como el toro he nacido para el luto y el dolor”, escribió Miguel Hernández desde la prisión hermanando así su destino a la del valeroso animal acosado.

De rezago de primitivas barbaries, espectáculo sádico en el que el espectador disfruta con la tortura de un animal vivo ha sido calificada la corrida de toros. Así, frente a la exaltada adhesión de los taurinos se yergue la actitud, no con menos fanática, de sus impugnadores. Para estos, la fiesta brava, imagen y herencia de la España tradicional, debería ser abolida en nombre de principios éticos que abogan por los derechos de los animales. Sin embargo, aparte de la ética y la libertad conculcada la fiesta taurina está muriendo, aquí y en otros lugares, por algo más hondo, porque habiendo sido la alegoría de una sociedad con otros valores, hoy ha devenido en metáfora vacía, pues desaparecido el referente, el significado se evapora. El torero con su anacrónica estampa permanecerá solo en la plaza, su antagonista no llegará a la cita.


Diciembre 2012

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