miércoles, 26 de junio de 2013

Walt Whitman: egotista y Hombre-Masa


Juan Valdano

Que sea el poeta quien hable primero. Helo aquí: “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan,/turbulento, carnal, sensual, comiendo, bebiendo y engendrando, / nada sentimental, sin ponerse por encima de los hombres /ni de las mujeres o aparte de ellos,/no más modesto que inmodesto…/Quien degrada a otro a mí me degrada, /y cuanto se haga o diga vuelve al fin a mí… / Pronuncio el santo y seña primordial, doy la señal de la democracia…/Creo en la carne y en los apetitos. /Ver oír, tocar son milagros… /Divino soy dentro y fuera y santifico cuanto toco y me toca…”(De “Canto de mí mismo”).

Llama la atención la voz potente de Whitman, su palabra con aliento bíblico,  el verbo que no desmiente el eco lejano del “fiat” primigenio, el vocablo capaz de crear el mundo con solo nombrarlo. Voz abarcadora  que se desborda en verbalismo, en panteísmo. Si tal es su virtud, lo es también su vicio: la hojarasca, el regodeo en su propia dicción, la proclividad por inventariar todo lo que a su vista se presenta y lo que en su memoria desfila; un recurso que si bien ayuda a la gnosis de su universo, bordea el fárrago.

Extraño demiurgo, profeta con barbas del druida, divinidad sibilina con arcaicos atributos en un siglo como el suyo, de hierro, pragmatismo y democracia; en una patria como la suya, la América de Lincoln. Walt Whitman se siente parte de un antiguo linaje de agoreros que se sabían poseedores y poseídos de una divinidad oculta y potente, todo según la milenaria creencia griega. Tal idea le fue inculcada por el filósofo Emerson, su maestro, quien hablaba de los poetas como “dioses liberadores”. El temprano espaldarazo que Emerson dio al autor de “Hojas de hierba” (1855) despertó su egotismo, la vanidosa creencia de que poseía dones proféticos para anunciar su verdad a los descendientes de Calibán, sus hermanos, el  mensaje visionario para hombres nuevos, ciudadanos de un país nuevo: los Estados Unidos, en un tiempo nuevo: el siglo de la máquina, la modernidad, el progreso y la democracia.

 Muchos fueron los devotos que marcharon tras sus huellas. En él vieron al bardo nacional que, al fin, se desvincula de la esquilmada tradición europea; al poeta de América. Él era Uno y era Todos, conjunción de individuo y comunidad y en el que el “mí-mismo” de su Canto se llenaba de la altisonante voz del Hombre-Masa, el norteamericano común, “un varón bruto y agresivo”, en opinión de H. Bloom. El yo-real del Canto es, en cambio otro; guarda resonancias con su universo íntimo: la noche, la muerte, la madre y el mar.

Por esos mismos años, otros alucinados como Joseph Smith ya habían iniciado la cosecha mormónica con la Biblia en la mano y la poligamia en la alcoba. Whitman, un carpintero con poses de divino Maestro, un cuáquero disidente que había abjurado del puritanismo y sus traumas: el pecado y la culpa, se autoerigía el poeta de la nueva religión para su pueblo. (“El sacerdote se va, el divino literatus llega”). Imbuido de su trascendencia y henchido de egotismo tomó su libro y dijo: “este libro no es un libro, quien lo toca, toca un hombre… Espero  el tiempo en que yo sea un dios”.

Marzo / 2013



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